El Negro Mario se suicidó un día cinco de septiembre en una pequeña ciudad al norte de Suecia, el año 1995. Había llegado allá después de seis años de prisión, dos intentos de fuga, y de una vida con ribetes trágicos y heroicos.
El día once de septiembre de 1973, nos quedamos en su casa después de buscar por todos lados alguna información que nos dijera qué era lo que había que hacer frente a eso incomprensible que se había dejado caer.
Esa noche la pasamos escuchando noticias en las radios de onda corta y los intensos tableteos de ametralladoras que parecía venir de la Radio Estación de la Armada de la Quinta Normal.
El Negro, era un soldado. Fue un guerrero que combatió toda su vida contra un optimismo que le quedaba grande, y con el mar de dudas que siempre tuvo respecto de la teoría y la práctica revolucionaria. Fue un devoto lector de la novelística soviética y quizás por eso era lo más parecido a Pavel Corchagüin, abnegado, sufriente, heroico hasta el martirio, sólido y disponible para la misión más ruda. Y pobre, muy pobre.
Serían las ocho de la noche y el aguzado oído del Negro dio que un vehículo militar había entrado a la angosta calle Alejandro Fierro. Su padre dijo que debíamos huir porque podían venir a buscarlo. El Negro tomó de encima del mesón de carpintero de su padre, un enorme formón y saltamos por los techos y caímos al patio de una casa de un sujeto al que habíamos visto en la tarde izar la bandera y brindar con champaña la caída de Allende. Un enorme perro se nos abalanzó y detrás del animal apareció un muy mareado dueño de casa. El Negro le dijo que no dijera nada de lo contrario lo mataba y puso el formón a la altura del cuello del asustado celebrante.
Cuando escuchamos al silbido de su padre, volvimos a la casa. El relato del viejo nos descolocó. Efectivamente era un jeep militar que se detuvo en la puerta del Negro y por largos y nerviosos minutos, la tripulación discutió si entrar o no. No buscaban al Negro como enemigo. Eran soldados que buscaban a militantes para defender al gobierno que caía. Pero estaban tan asustados como nosotros, y prefirieron marcharse.
Al otro día en la mañana salimos con la urgencia que impone lo desconocido. Al llegar a una esquina un marino casi tropieza con nosotros. Llevaba una sub ametralladora en su mano derecha y en la otra, una pistola. Y en la cara, todo el miedo. El Negro hizo el amago de írsele encima con su formón, pero el soldado huyó, raramente, sin habernos disparado. Después especulamos que quizás huía de su unidad para no ser parte de la traición.
Ese episodio nos dio cierta esperanza de manera que decidimos seguir buscando a los compañeros, los jefes y las armas. Pero sólo encontramos a un muy asustado camarada que nos entregó cuarenta cartuchos de dinamita, la que nos acomodamos en la cintura. Si alguien alguna vez ha hecho ese ejercicio sabrá el miedo que se siente llevar semejante cargamento en el abdomen.
Sin perder tiempo, el Negro dijo que lo siguiente era conseguir mecha y fulminantes. Sin esos materiales los explosivos eran inútiles.
Y fue al momento de cruzar la calle Mapocho, cuando de la nada y a toda velocidad aparece un jeep con un cañón de 75 mm sin retroceso, lleno de soldados. Nos gritaron que nos detuviéramos pero ya el Negro saltaba el muro del Liceo Juan Antonio Ríos. Yo lo seguía de atrás y no sabía si lo que me pesaba era mi carga o el miedo que también llevaba encima.
Por largos minutos la patrulla nos buscó, pero no entraron al edifico. Una vez que supusimos que se habían ido, cruzamos la calle porque el Negro había decidido que unas canchas estaban bien para ocultar nuestros explosivos. Acabábamos de enterrar precariamente la dinamita, cuando nos comienzan a disparar nunca supimos desde donde y luego de diez o doce tiros que llegaban muy cerca nuestro, dejaron de hacerlo.
Salimos de la cancha la carrera pero de pronto aparece de la nada volando en círculos un pato casero que planea y aterriza cerca del arco cercano. El Negro dice que eso es comida y con una puntería casi inexplicable, le parte la cabeza al ave, de un solo tiro de piedra.
Huimos corriendo hacia el cercano pasaje donde vivía Quico Adasme porque los tiros habían recomenzando. En esa casa nos recibieron con el alma en un hilo. Y detrás de nosotros llega la noticia de los vecinos: patrullas militares buscan a dos terroristas que van heridos. Sangre + disparos+ ruidos de carreras, y se armó la ecuación. Y en esa casa, comprensiblemente, cundió el pánico.
Adasme nos consiguió una casa en la cual nos recibirían, cerca de ahí. Era una imagen que rayaba en lo irreal. El dueño de casa hablaba con un notable acento español, llevaba boina en la cabeza, vestía el mono azul de los combatientes republicanos españoles y fumaba un tabaco hediondo que sacaba de una bolsita de cuero.
Y nos habló.
Esto ya lo había visto en España, que si no peleábamos eso iba a ser una masacre, que debíamos replegarnos, juntar armas y combatientes y enfrentar la asonada. De perder, lo que vendría iba a ser una masacre. El viejo republicano español, nos cuidó esa noche. Su hija nos cortó el pelo, nos dieron comida y al otro día nos despidió con un abrazo.
Un compañero del MIR nos encontró detrás de los enormes silos de la ECA. Nos dijo que tenía armas que le había llevado gente cercana al General Prats. Y en efecto, debajo de sus mediaguas en un precario campamento, pudimos ver una buena cantidad de armas del ejército.
Quedamos de volver después de juntar gente y esperar la llegada de los jefes y más armas. Juntamos a algunos compañeros en una casa de la Población Paula Jara Quemada, pero pudo más el miedo, la desorientación, la pena y la certeza más profunda que no llegarían armas ni jefes ni ordenes ni nada.
Muchos años después me volví encontrar con el Negro en la fila doble que esperaba a los camiones que nos llevaban a las Fiscalías Militares, desde la Penitenciaría. Con Aldo Díaz estábamos aún incomunicados después de un demasiado largo paso por la CNI, y engrillados y alejados de quienes estaban en libre plática, esperábamos el camión. Nos hizo una seña familiar, y se río con su risa de negro.
Habíamos llegado de la CNI hacía cinco días y aún nos quedaban diez más en la Galería Doce, antes de bajar a la calle de los Presos Políticos. Cuando por fin nos levantaron la incomunicación entramos a la Calle Cinco en medio de la más emocionante de las bienvenidas que recuerde haber tenido: dos filas de presos políticos nos abrazaban mientras nos aplaudían y cantaban La Internacional.
Negro Mario fue un sorprendente compañero de prisión. Los cigarrillos, que eran muy escasos nos llegaban por la intercesión de nuestros compañeros y amigos. Y los cuidábamos y dosificábamos para que duraran. El Negro no. Abría su cajetilla y la ponía encima de la mesa y los repartía todos. No importaba si quedaba sin nada.
Un día me preguntó de qué porte sería un globo que tuviera la suficiente capacidad para elevarlo sobre los muros de la prisión para huir. Le dije que eso era imposible, pero me pidió que se lo demostrara con fórmulas matemáticas y físicas, y aún así no se convenció. Pero no sería por los aires que el Negro huiría dos veces de la prisión, aunque las dos veces haya sido capturado. Rebelde, porfiado y audaz, no iba a esperar el cumplimiento de su condena, sin hacer nada.
La última vez que vi al Negro fue cuando tuve que venir a Chile por la muerte de mi madre, el año 1990. Me interrogó exhaustivamente sobre la sociedad sueca, y me preguntó mi opinión respecto de su decisión de irse a Escandinavia. Allá estaba su ex mujer y sus hijas y quería estar cerca de ellas ahora que era libre y no tenía espacio en el extraño país que le siguió a la dictadura.
Mi opinión era que no se fuera. En mi fuero interno, pensaba que la manera de ser de ese país, tan distinto al nuestro podría afectar su ánimo. Pero se fue igual.
Encontraron su cadáver tres días después de haberse quitado la vida. Y ahora descansa en un cementerio de esa tierra lejana. ¿Qué pena inmensa mató al mejor soldado de los nuestros, que extravío se llevó al combatiente sin igual, al heroico Reinaldo Gallardo Miranda? Larga vida a su memoria.