Muchos, sino todos los que han visto la serie Las Imágenes Prohibidas emitida por Chilevisión, han debido sentir una serie de emociones, algunas identificables, otra no.
Supongamos que usted es una persona de izquierda que ha sido testigo lúcido de gran parte de la historia de los últimos cuarenta años, al menos. Y que como todo zurdo (advierto que usaré el masculino por razones de comodidad escritural así que no se enojen las mujeres ni los que creen que el perro y la perra son el mejor amigo y amiga del hombre y la mujer) bien dotado, tiene una formación humanista que lo inclina por los más desposeídos, solidariza con las causas libertarias de los pueblos oprimidos, y lo suyo es luchar para contribuir a la construcción de una sociedad en que no exista la explotación, la discriminación, la opresión ni el sufrimiento de los más débiles y necesitados.
Por esa razón quizás usted mismo, algún familiar y/o amigo habrán sufrido los efectos de su obrar consecuente y quizás haya sido un torturado, preso o exiliado por los fascistas que asaltaron La Moneda después de bombardearla con aviones, tanques y cañones.
Y agreguemos que usted está vivo sólo por razones adjudicables a su buena estrella.
Usted entonces está dentro del perfil de aquellos que dicen que el odio es propio de los malos. No de los buenos.
Y quizás lo confunde esa emoción que lo abrumó en parte o durante todo el programa en el que quedó patente lo duro que era la cosa entonces. Me adelanto: lo que usted sintió no era otra cosa que un odio profundo, porfiado, necesario y sano.
Hay una tendencia a confundir el odio con la rabia. Pero debo deciros que la rabia es bastante menos interesante que el odio en términos de su utilidad. Normalmente con rabia, las cosas se hacen mal. La rabia confunde y no deja pensar bien. Acelera nuestros parámetros y con un pulso por sobre lo normal no se hacen bien las cosas: desde conducir un automóvil, hasta disparar una nueve milímetros parabellum.
Con rabia usted no puede escribir nada con cierto sentido, estilo o gracia. Lo más probable es que, enfrentado a redactar algo en un estado rabioso, le va a salir un borrón que no se compadece con su capacidad.
Intente hacer algo con rabia, y vea.
Pero cuando sienta una sensación de cierta tranquilidad al momento de realizar algún acto de venganza, o si quiere de justicia, por pequeño e inofensivo que sea, y se sorprenda de realizarlo con cálculo, precisión, certeza y eficiencia tal, que siente una especie de felicidad, de arrobo y placer, es que en usted está obrando, en algún grado, influido por esa emoción que llamamos odio.
Cuando leemos una novela o vemos una película, en las cuales de común nos sentimos identificados con los buenos, y sucede que en la trama hay una situación tal de injusticia, maldad o bestialidad, ¿acaso no nos alegramos cuando el protagonista pone las cosas en su lugar, muchas veces de una manera sangrienta o por lo menos alevosa, haciéndolo pasar por los sufrimientos más atroces, antes de liquidar al desgraciado malvado?
Esa sensación de tranquilidad feliz que lo inunda luego de ese final, que en la vida real usted rechazaría espantado y eufórico, es el efecto placentero que sólo el odio reserva.
Digamos que el odio tiene mala prensa. Ha sido desde siempre adjudicado como la emoción dominante entre los malos, lo que les ha permitido desplegar toda su malvada energía contra los más débiles, nobles y buenas personas. Se adjudica por la teoría, la novelística, la filmografía y la poesía como inseparable de los malos. Y como prohibido, mal visto e inhibido, entre los buenos.
Los malos matan por odio, los buenos lo hacen por amor, por la cusa, por la revolución, por la nueva sociedad.
Entre los buenos parece haber una tendencia a confundir el odio con la maldad. Pero entre una y otra cosa, no hay necesariamente un vínculo orgánico que los hermane. Un malvado no necesariamente odia. Y alguien que odia no es necesariamente un malvado.
Si usted sintió una especie de mareo, una sequedad en la boca, si su respiración y latidos aumentaron en frecuencia, y lo abordaron unas extrañas ganas de matar cuando veía la actuación de la policía o las declaraciones del ex ministro Cuadra, y usted es una persona sana, común, como cualquiera, sin extravíos mentales, ni desequilibrios propios de la siquiatría, pues usted estaba sintiendo odio.
No se moleste en negarlo. Ni mucho menos, decir: Yo no siento odio. Una afirmación así, sería equivalente a decir que no siente amor.
Y de ser así, si a un familiar, amigo, camarada, conocido suyo, lo cortaron a cuadritos y luego lo hicieron desaparecer y usted dice no sentir odio por sus ejecutores, entonces a usted, uno, le da lo mismo lo sucedido con su mártir; dos, está esperando que la justicia haga lo suyo; y tres, controla de una manera enfermiza esas ganas de llevar a los criminales al paredón y despacharle seis descargas de Máuser. Elija en el secreto de su conciencia, su opción.
Termino. Creo que si la naturaleza puso esa emoción en el corazón, alma, o mente humana, habrá sido para que colabore en algo para su subsistencia. Algo así como la función que tiene el amor, pero con signo negativo.