Un período pre-eleccionario resulta naturalmente en un tiempo de discusiones, de intercambios variados y de declaraciones. La palabra es la moneda de cambio para todos estos procesos, pero en esta unidad básica de todo intercambio se convierte a veces, paradojalmente, en obstáculo para el debate, en gran parte porque se tiende a oír lo que se quiere oír y cuando se lee, se entiende lo que se quiere entender.
Desde los antiguos tiempos de la democracia griega (una democracia imperfecta, pero democracia al fin de cuentas, si uno no se pone muy exigente) se tenía claro cuán importante eran la oratoria (el arte de hablar en público) y la retórica (la habilidad para argumentar), ambas actividades eran especialmente importantes para los sofistas.
Sócrates sin embargo fue uno de los primeros en darse cuenta que los discursos en la plaza pública “dan para todo”, como diríamos ahora. Oradores eficientes pueden convencer a una mayoría para que se adopten políticas que van en detrimento de la sociedad. Desconfiados de la democracia como eran Sócrates y su discípulo Platón, en su lugar proponían una “aristocracia” que no significaba entonces lo que ahora ha llegado a significar: aristos es “mejor” en griego, en tanto que kratos es “gobierno”, es decir el “gobierno de los mejores”, el que para Sócrates y Platón sería un gobierno de los filósofos que serían los mejores por el hecho de tener acceso al conocimiento (“filosofía”, amor por la sabiduría), la premisa siendo entonces que los que buscan la sabiduría necesariamente hacen el bien. Sócrates en el diálogo “Menón” sobre la virtud explica lógicamente que nadie hace algo malo sabiendo que es malo, lo hace porque cree que es algo bueno. Por lo tanto el que hace el mal, lo haría por ignorancia. Por no entender lo que es lo justo.
He mencionado “democracia”, “justicia”, “virtud”, palabras todas que desde los tiempos de los griegos hasta ahora han seguido circulando, y como esos billetes que han pasado de mano en mano por mucho tiempo y que empiezan a ajarse por todos lados, algo similar parece ocurrir con las palabras. El uso y abuso de ellas las hace perder significado, se las interpretan malamente o—peor aun—su significado es adulterado.
Las palabras son entendidas según como se las quiere entender, llevando al extremo lo que el sofista Protágoras decía, eso de que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Cuando en una de estas mismas columnas hace unas semanas analizaba el sentido de los partidos políticos centristas, enfatizando su carácter oscilante como un elemento definitorio de su naturaleza, no faltaron los que interpretaron eso como una justificación, una suerte de blanqueamiento o derechamente una connivencia con el Partido Demócrata Cristiano, el cual en este momento representa más cabalmente lo que se llama el centro político. Más aun, algunos cuando entran al debate político caen en un maniqueísmo en el que las cosas sólo se ven en términos de malo y bueno. Y por cierto entonces amañando las palabras para acomodar ese enfoque fácil y simplista de las cosas. En el fondo una visión moralista de la realidad, paradojalmente en completa oposición a lo que un pensador como Carlos Marx siempre rechazó: la moral es una ideología, señalaba. Argumentos moralistas no tienen lugar en el discurso político y eso lo planteaba también en su escrito Crítica al Programa de Gotha (1875) en el cual una de sus objeciones a sus redactores era el uso de un “vocabulario moral”.
Puse como ejemplo a un partido centrista como el PDC porque en el caso chileno es paradigmático de ese accionar oscilante, que por lo demás responde a dos características básicas de todos los partidos políticos: el que su accionar es determinado por sus intereses como organizaciones humanas, y a su vez que en tanto instituciones de la superestructura cultural, ellos a su vez reflejan los intereses de las clases sociales, aunque no de un modo mecánico como un espejo (me apresuro a clarificar para recordar que estas cosas son un poco más complejas que lo que se puede explicar en un artículo). En el caso concreto del PDC ese movimiento pendular entre derecha e izquierda dependerá mucho de las presiones sociales que tengan lugar en un momento determinado y naturalmente de cómo ellas repercutan en su interior también: en 1970 inmediatamente después del triunfo electoral de Allende con una conciencia mayoritaria en la población de la necesidad de cambios (Tomic también había hecho campaña sobre una plataforma de cambios) más la presión ideológica de una tradición que consagraba que el que ganaba parcialmente fuera reconocido como ganador final, llevaron a la DC a votar por Allende en el Congreso Pleno (previo Estatuto de Garantías Constitucionales); dos años y medio más tarde sin embargo, presiones desde el otro lado, incluyendo las internacionales, y los consiguientes realineamientos internos hacen de la DC un socio de las fuerzas que apoyaron el golpe. Es como la conocida fábula del escorpión que le pide a la rana que lo ayude a cruzar el río, de primeras la rana se muestra aprensiva: “y si lo hago y me picas”, a lo que el escorpión responde que no lo hará, la rana accede y cuando van en la mitad el escorpión la pica. “¿Por qué has hecho eso? le dice la rana, ahora moriremos los dos”, el escorpión simplemente responde: “Lo siento, no he tenido otra opción, está en mi naturaleza…” Así, el PDC al apoyar el golpe no hizo sino actuar de acuerdo a la naturaleza de un partido centrista. El “centro político” en verdad como péndulo en el espectro del “arte de gobernar”.
Sea esto dicho para ilustrar este tema de las palabras y cómo se la interpretan. Veamos otro ejemplo, uno que la derecha siempre utilizó para desacreditar a los marxistas y que en muchos izquierdistas también creaba desazón: el concepto de “dictadura del proletariado”. Algunas cabezas trasnochadas en la UDI todavía recurren a esa frase para revivir el viejo “cuco del comunismo” como si todavía estuvieran en plena Guerra Fría. Algunos izquierdistas corrían apresurados a repudiar la expresión. Bueno, la verdad es que es una frase incómoda, ¿cómo un humanista como Marx podía estar abogando por una dictadura no importa de qué grupo? El problema de nuevo es con las palabras y su a veces volátil significado. La dictadura al fin de cuentas sería dictadura no importa quién la ejerciera, una forma de tiranía. (Por lo demás otra palabra que ha tenido un cambio para peor, originalmente el “tirano”—palabra de origen griego—era simplemente el rey o gobernante. Recuérdese, sin ir más lejos, la “Fiesta de la Tirana” en el norte de Chile, en referencia a la Virgen como “Reina”).
Poniendo las cosas en su contexto, cuando Marx introdujo el término, fue para aludir a una interrogante que se le planteó: por un lado el fundador del materialismo histórico sostenía que la sociedad a la cual se aspiraría sería una sociedad comunista, sin Estado. En esos tiempos se creía que esto vendría como resultado de una revolución a escala mundial (“escala mundial” debe entenderse en términos eurocéntricos, revolución europea y también en Estados Unidos, ya que esos eran los centros más industrializados y por tanto con un mayor número de clase obrera, el elemento dinámico del cambio. Los países que entonces eran parte de los imperios como el británico o el francés serían arrastrados también a esa transformación revolucionaria como resultado de los procesos que ocurrirían en las metrópolis, América Latina ni siquiera entraba mayormente en el radar de Marx, en los hechos su—aparentemente incomprensible—preferencia a que Estados Unidos anexara los antiguos territorios mexicanos simplemente respondía al hecho que ello redundaría en un aumento del desarrollo capitalista en aquel país y por consiguiente en un aumento numérico de la clase obrera, eventualmente la clase que encabezaría la revolución en esa parte del mundo).
Volviendo a la “dictadura del proletariado” lo cierto es que Marx utilizaría el concepto de dictadura no con su significado de gobierno arbitrario o Estado policial represivo o fascistoide como ahora lo entendemos—otro caso de evolución en el entendimiento de una palabra de uso cotidiano—sino que como una característica esencial de todo Estado. El Estado o más específicamente el ejecutivo del Estado sería “un comité que administra los asuntos de la burguesía”. El Estado para Marx sería básicamente un instrumento de dominación de una clase por otra. Desde esa perspectiva, todo Estado por su propia esencia sería una dictadura (ya lo digo, entendido este concepto no necesariamente como brutalmente represivo, sino simplemente en el sentido que tiene por misión salvaguardar los intereses de la clase dominante y así mantener a las clases oprimidas en situación de subordinación). La “dictadura del proletariado” no sería sino el tipo de Estado que existiría en un período transicional entre la toma del poder en un determinado país y el momento en que esa—ahora más bien utópica—revolución mundial tuviera lugar y la implantación del comunismo hiciera innecesaria la existencia del Estado (o de los Estados). Marx no se explayó en más detalle sobre cómo sería esa nueva sociedad. En todo caso esta dictadura del proletariado, al revés de la dictadura de la burguesía, resguardaría los intereses del proletariado como nueva clase dominante y sería el tipo de Estado que prepararía el tránsito al comunismo y por lo tanto a su propia extinción.
¡Pero un momento!, alguien dirá. Todos sabemos que lejos de apuntar a la extinción del Estado, como auguraba Marx, los procesos revolucionarios del siglo 20 más bien hicieron todo lo contrario fortalecieron el Estado tanto en su función represiva (Stalin) como en su rol económico.
Aquí probablemente no hay una respuesta a esta paradoja, o más bien se pueden ensayar algunas interpretaciones de cómo la palabra “Estado” llegó a tener una connotación diferente a la del tiempo de Marx. Hay que recordar que hasta el siglo 19 el Estado era fundamentalmente asociado con dos funciones en la vida de los ciudadanos o súbditos como en ese entonces se decía: recolectar los impuestos y hacer la guerra. Dos funciones que ciertamente no lo congraciaban demasiado con la gente, dos funciones además muy ligadas entre sí ya que gran parte del dinero recolectado a través de impuestos, se destinaba a la adquisición de material de guerra y a mantener las fuerzas armadas. Funciones que hoy típicamente asociamos con el Estado, como la educación, la salud, el bienestar social, no eran mayormente atendidas por éste sino por las iglesias (Católica o Protestantes, según fuera la orientación dominante en cada país). Eran las iglesias las que mantenían las escuelas, universidades, hospitales, asilos de ancianos y efectuaban alguna tarea de bienestar social a través de la caridad. A veces, principalmente en Inglaterra, algunas de esas funciones eran también asumidas por entidades privadas laicas. Como dato curioso, en el parlamento de Londres hubo un gran debate cuando se produjo la hambruna en Irlanda en el siglo 19, sobre sí correspondía al Estado introducir medidas de alivio en esa catástrofe que costó alrededor de un millón de vidas (al final, y por primera vez, se consagró un rol de alivio en caso de desastre por parte del Estado, aunque la ayuda en la forma de trigo y harina, igual llegó demasiado tarde).
Tenemos así que ni el “centro político”, ni la “dictadura del proletariado”, ni el “Estado” tienen un significado inequívoco. Son todas palabras cuyos significados han cambiado y se hacen susceptibles a interpretaciones, con frecuencia interesadas. A veces la discusión de este tema es descartado como “meras palabras”, recuérdese la consigna de Jorge Alessandri en la campaña de 1958: “Hechos y no palabras”, una indicación que en este desprecio por la palabras y su consiguiente necesidad de precisión hay una cierta transversalidad política. Por el lado de la izquierda se coincide cuando se descuida la precisión en el lenguaje o, peor aun, se desprecia este debate bajo la excusa de que “hay que ir a la acción”. El problema está en que si no nos ponemos de acuerdo en torno a lo cual conversamos y discutimos (el discurso en su sentido amplio), mal puede haber una acción efectiva. ¿Quién toma la palabra?