Diciembre 26, 2024

A propósito de la (escandalosa) concentración de medios de comunicación en Chile

El Mostrador en uno de sus buenos artículos se encargaba recientemente de destacar la escandalosa concentración de medios de comunicación existente en nuestro país; la que hoy, naturalmente, corre por cuenta, ya no del “Clan Edwards”, como antaño durante buena parte del siglo XX, sino que del “Clan Saieh”, prodigado en esta fase del capitalismo, a saber, el “neoliberalismo”.

 

En efecto, el neoliberalismo, que puede ser rápidamente entendido como señala Robert McChesney en uno de sus viejos artículos, como “el conjunto de políticas nacionales e internacionales que persigue la completa dominación de todos los asuntos sociales por parte de la economía privada, reduciendo al mínimo las fuerzas compensatorias”, junto con poner el énfasis en las miserias de la economía y la democracia(reales) planetaria, explica, muy especialmente, el auge del sistema global de medios de comunicación; pues ha sido la fuerza motriz que mediante la relajación /eliminación de todo tipo de barreras “ha facilitado la explotación y la concentración de propiedad de los medios de comunicación”.

 

Un sistema global de medios (que presenta algunas honrosas resistencias como es el caso de Escandinavia, principalmente), de no más de siete corporaciones (casi todas estadounidenses y no, necesariamente, de comunicación), que domina globalmente más del 80% de la de la industria cultural (música, películas, diarios, revistas, tv satelitales y por cable, etc.); y cuyo correlato chileno descansa, precisamente, en los regazos del “Clan Saieh”. Un sistema global (y nacional) de medios de comunicación que por otra parte no es, para nada, un mero efecto (in)deseado del “libre mercado” ni ha surgido por obra y gracia del espíritu santo.

 

Por el contrario, es el resultado (buscado y deseado) de una conjunto de no menores políticas de estado que en su momento “nuestros representantes” redactaron y adoptaron ampliamente debatidas con estas corporaciones y por completo a espaldas de la ciudadanía. Ello por el simple hecho de que, hoy por hoy, los medios de comunicación son lisa y llanamente la correa de transmisión (de la publicidad, sin la cual, simplemente, no existiría globalización. Nos advierte, una vez más, el citado McChesney) imprescindible para que el sistema (empresas y corporaciones) comercialice sus productos. Lo cual explica porqué la comunicación juega un rol neurálgico en los tiempos (de “globalización, revolución tecnológica y democratización”) que corren y al mismo tiempo es tan apetecida por el poder.

 

Un ejercicio cuya traducción en clave criolla quedó suficientemente estigmatizado en los lampedusianos tiempos de la transición en frases, como éstas: “la mejor política comunicacional es la que no existe”. Eran momentos en los cuales se llegó a sostener inclusive -aunque parezca increíble- que “la existencia de medios públicos constituían una injerencia en el sistema comunicativo”. ¡Sin comentarios!

 

Con frases como esas, en cambio, cínica y arbitrariamente se escondía, bajo el eco rimbombante además de la (mal entendida) habermasiana Teoría de la Acción Comunicativa, una de las más brutales maniobras de entreguismo de nuestra historia política reciente (ver la saga pertinente de Felipe Portales: La concertación debe explicaciones); la que, finalmente, terminó arrasando con todo vestigio del incipiente pluralismo mediático que se asomaba por entonces, como fiel y digno resabio de la resistencia mediática a la dictadura y que, por lo demás, facilitó grandemente su derrota.

 

Quedaba, así despejado, definitivamente, para las siguientes décadas el camino de la explotación y el control de la propiedad de los medios de comunicación a los grupos monopolios; para los cuales -con toda honestidad- la ciudadanía no es más que un activo en venda (audiencias) a los más variopintos anunciantes, y la información mera mercancía en vez de un derecho fundamental consagrado en toda democracia (madura y profunda) que se precie de tal.

 

Ello, por último, representó, una muestra ineluctable (más) de la connivencia entre el poder (económico/empresarial) y la (clase) política. Tan solo es cosa de reparar en los nombres que figuran en (los directorios de) la tela araña mediática tejida por el “Clan Saieh” en este par de décadas, al amparo de tan nocivas como miopes políticas públicas; en donde lo más escandaloso por no decir derechamente, repugnante, es constatar que allí, también, una vez más, figuran algunos de los “barbudos” y “revolucionarios” próceres de antaño. Esto, como diría Sabina, es lo más descojonante de todo.

 

 

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