Pablo Longueira es, sin lugar a dudas, el líder más representativo de la UDI popular. Su enfermedad – “humana, demasiado humana” – tiene también un aspecto colectivo – “el hombre y sus circunstancias” – que sólo puede ser explicado por aquello que podríamos llamar su “ethos” fascista, neoliberal, individualista y competitivo.
Pablo Longueira, desde su juventud se convirtió en el niño mimado de Augusto Pinochet y, sobre todo, en el discípulo predilecto de “San” Jaime Guzmán Errázuriz; lo vemos como el joven Robin, tirándole piedras a Gabriel Valdés y a Edward Kennedy y luego, con el correr del tiempo, participando en el encuentro de los pinochetistas, en Chacarillas, portando una antorcha. Longueira es uno de los más devotos seguidores de la secta gremialista. Ya, desde esa época, comienza a marcar la línea de lo que iba a ser la llamada UDI popular, cuyo postulado era quitarle la hegemonía a los marxistas y democratacristianos en los barrios populares.
La competencia y el tratar de ser el primero entre los mejores marcarán la psicología política de este personaje. En la UDI popular pretende ser el más dedicado y entusiasta al servicio de lo que llama “los pobres”, transformándose en un gran animador de masas poblacionales y, así, convertirse en misionero quien, a diferencia de los socialcristianos, en vez de proclamar la “redención del proletariado”, en sus sermones sostiene que los pobres deben ser lo más perfectos posible en su calidad de tales – a pesar de su formación jesuítica, no siguió la línea socialcristiana, sino la gremialista -.
El drama actual de Longueira es explicable por la penetración del exitismo a todo precio, muy propio del neoliberalismo de los Chicago Boys que, lamentablemente, ha permeado a casi toda la sociedad chilena. Se trata de ser “winner”, como dicen los siúticos con sus anglicismos, y evitar, a todo precio, ser un perdedor, un calvinismo exagerado. Hablar de trabajar 24/24 horas es una soberana tontería, pues al hacerlo se llega, inevitablemente, al síndrome cardíaco, a la depresión severa y a otras enfermedades asociadas; en este país anormal, la primera autoridad reitera hasta la saciedad que él cumple ese horario – ¡Y miren cómo le va!
Pablo Longueira quiso ser como la quintaescencia del winner de la derecha: como presidente del Partido, llevó a la UDI a la mayor representación parlamentaria de este período posdictadura; como “Supermán”, salvó a la Democracia Cristiana y al gobierno del Presidente Ricardo Lagos, a la vez; como analista y conocedor de la política, era reconocido y admirado por los prohombres de la clase política – Pablo era como Jesús ante los sabios del Templo de Jerusalén -.
El mismo Longueira se jactaba de no haber perdido ninguna elección popular, lo cual no implica que las haya ganado – sabemos que por el sistema binominal, el tercero llega primero -.
No tengo memoria sobre el retiro de algún candidato a la presidencia por padecer depresión severa – el único caso se refiere a Hernán Buchi, que por algunos días se retiró a la montaña, tratando de entender el sentido profundo de su reaccionaria existencia, que sólo le sirvió para perder, por goleada, contra Patricio Aylwin, en las presidenciales de 1989 -.
Cuando ganó Sebastián Piñera, el senador Longueira se convirtió en el líder de la rebelión de “los coroneles” con las críticas al gabinete tecnocrático y a la carencia de “un relato”, rebelión que dio como resultado su nombramiento de ministro de Economía, convirtiéndose en uno de los hombres más poderosos del gabinete de Piñera.
Una vez “guillotinado Laurence Golborne, Longueira irrumpió en gloria y majestad como candidato de la UDI para las primarias, en que se medía con Andrés Allamand, a quien las encuestas daban como ganador. En pocos meses, y gracias a sus ansias de poder y extremo voluntarismo, le ganó a su contendor en las comunas del “centro Social” – Las Condes, Vitacura, Lo Barnechea, sobre todo en la calle Alonso de Córdoba -.
Tantos intentos de convertirse en el superhéroe, el valiente que vence todas las dificultades en pos de una soñada ambición de llegar a la cumbre, terminó por pagar la factura y reconocer que no existe el “superhombre”, y menos en política.
El hecho de reconocer a los políticos como seres humanos, llenos de defectos y que son susceptibles de enfermedad y muerte, es positivo. Ojalá esta experiencia sirviera, al menos, para que la egoísta casta algún día reconozca que hay millones de chilenos pobres que padecen la depresión u otras enfermedades del alma y que, hoy por hoy, no cuentan con ningún auxilio por parte del Estado y de la sociedad en general.
Rafael Luis Gumucio Rivas
18/07/2013