.En la historia política de Chile, las grandes reformas electorales han sido producto de golpes sorpresivos. La base de todo sistema electoral está en la determinación de los distritos y circunscripciones, si corresponden éstos a escrutinios mayoritarios mixtos o proporcionales.
El consenso es muy difícil cuando se trata de distribuir, en el mapa nacional, los distritos y circunscripciones. Para llevar a cabo una reforma profunda del sistema electoral – como la que proponen hoy la Concertación y Renovación Nacional – se requiere la confluencia de los siguientes factores: 1) definir con claridad el sector político que estaría excluido del acuerdo – en este caso, la UDI y el gobierno -; 2) el factor sorpresa – que los excluidos no conozcan, previamente, el alcance del proyecto y del acuerdo -; 3) una férrea disciplina del sector mayoritario, artífice del golpe electoral. Se han dado las dos primeras condiciones, pero está por verse la última, al menos en el caso de RN -.
En nuestra historia, recuerdo tres golpes electorales: el primero, en 1911, que describe Manuel Rivas Vicuña en su obra Historia política parlamentaria; la segunda se refiere al famoso bloque de “Saneamiento democrático” (1958), una unión de todos los partidos políticos, que aisló a liberales y conservadores – en ese caso, se definió muy bien a quién excluir -. Ninguna distribución de distritos y circunscripciones es perfecta y, en caso del acuerdo de 1958, lo determinaron todos los partidos, menos la derecha – por cierto, el sistema proporcional D´Hont favorece a los partidos mayoritarios, en esa época, radicales y democratacristianos -. Respecto a las distorsiones, fueron tales que el primer distrito elegía 18 diputados y, el tercero, cinco, con el agravante de que el último tenía más electores que el primero.
El efecto positivo de la Cédula única, a partir de 1958, fue terminar con el cohecho, el consiguiente incremento de las fuerzas de izquierda, aparejado a un aumento explosivo del universo electoral. Pesidenciales de 1958, inscritos un millón quinientos veintiún mil doscientos setenta y dos; 1964, dos millones novecientos quince mil ciento veintiuno; 1970, tres millones, quinientos treinta y nueve mil cuatrocientos setenta cuatro ciudadanos inscritos.
Hay que entender que toda reforma electoral está signada por la idea de favorecer a los partidos políticos y al juego – que se puede definir como competencia – entre las élites, como lo definió un cientista político. Lo acaecido ayer, martes 9 de julio, no es más que un acuerdo que propende a favorecer la subsistencia de la casta partidaria y parlamentaria, que ha llegado a altos grados de rechazo popular y a una severa crisis de representación. Esta es una de las razones que explica el punto débil de esta maniobra-sorpresa. Aumentar el número de diputados de 120 a 150, y de senadores, de 38 a 48 – cuarenta parlamentarios más – provoca la indignación de una opinión pública antipartidista, por el gasto que significa esta operación de aumento del gasto fiscal para una corporación sobrerremunerada, y que la consideran inútil. Este punto es el arma de oposición populista de la UDI para desplegar banderas contra cualquier cambio electoral.
De poco sirve que este proyecto no considera incrementos en el gasto fiscal – incluidos algunos parlamentarios, especie de santos laicos, que están dispuestos a donar la mitad de su dieta a organizaciones caritativas – pero a la gente le cuesta creer, en una sociedad de poca credibilidad, que los parlamentarios, voluntariamente, se rebajen sus sueldos, o que no vaya a generarse mayor gasto público.
Ningún golpe electoral es inocente, pues tiene que favorecer, por lógica, a los partidos que lo promueven – en este caso, RN y la DC, los grandes derrotados en las últimas primarias y en franco proceso de extinción política. Y la derrota, en este caso, del gobierno y de la UDI, que no sólo fueron sorprendidos, sino también aislados – una genial venganza de Carlos Larraín –. Este aspecto bienvenido sea, pues elimina los obstáculos al progreso y a la democracia, el gobierno y la UDI, (me permito remitir al lector a mi artículo, Todos contra la UDI).
Respecto al contenido de la propuesta – seguramente va a cambiar sustantivamente durante el debate – el senado sigue siendo elegido por el sistema binominal, agregando una circunscripción en Arica y Parinacota. Lo novedoso es que se elegirían ocho senadores nacionales – sistema que se aplica en algunos países del mundo y que estuvo en discusión en Chile, tanto en los seminarios sobre el tema, como en debates sobre la ley electoral -. Personalmente, sigo afirmando que el senado debe desaparecer como corporación, pues el sistema bicameral carece de sentido en un país centralista y, por otro lado, ambas Cámaras cumplen las mismas funciones, retardando la tramitación de las leyes. En el fondo, los senadores nacionales, en la mente de Carlos Larraín, sería una forma de mantener en el tiempo a personajes que “se creen grandes repúblicos”, como los Frei, los Escalona, los Allamand, todos seguros perdedores si fuera por este iniciativa, contemplada en la propuesta RN-DC.
Si se eliminara el senado, sacamos cincuenta padres conscriptos y nos quedamos con 150 parlamentarios, dejando sin argumento a la UDI, que se aprovecha del desprestigio de la política partidista para mantener el statu quo.
Respecto a la elección de diputados, se adoptaría el sistema proporcional, con cuatro distritos y tres diputados elegidos: once, con cuatro diputados; nueve, con seis diputados; cuatro, con ocho diputados, repitiéndose el número de distritos de sesenta, a dieciocho. Discutir la división distrital me parece un tanto inútil, pues siempre será imposición de quienes llevan a cabo el golpe electoral; lo positivo de la propuesta es la aplicación del sistema proporcional – no nos ilusionemos demasiado, pues la aplicación del sistema del matemático belga, junto con distorsionar a favor de los partidos mayoritarios, puede tener el efecto de mantener un “bipartidismo” en los hechos, como ocurre en España.
Ahora vendrá la discusión. En la monarquía presidencial el rey tiene mucho poder para detener esta hábil maniobra electoral: recordemos que domina el calendario legislativo y, además, tiene el poder del veto. El Presidente Ibáñez, a los 80 años, hizo posible que se promulgara la ley de Cédula única – sus efectos positivos hemos reseñado en este y otros artículos -, pero el Presidente Sebastián Piñera la tiene mucho más cuesta arriba, pues ha sido burlado por Carlos Larraín y, por otra parte, no se atreve a contrariar “a sus patrones” de UDI, para darle urgencia y, posteriormente, abstenerse de vetar y, finalmente, promulgar la ley.
Rafael Luis Gumucio Rivas / 10/07/2013