Cuando los integrantes del Movimento Passe Livre supieron que los alcaldes de Sao Paulo y Río de Janeiro habían decidido retirar el aumento de tarifas a los autobuses y al Metro, se pusieron de pie en el bar paulista en el que estaban reunidos y cantaron La Internacional. Luego de una semana de inmensas protestas, que se extendieron como mancha de aceite por todo Brasil sacando a la calle a millones de personas, habían conseguido su objetivo inmediato. Pero esa era solamente la chispa que provocó el incendio.
Con la llegada al poder en 2003 del Partido de los Trabajadores (PT), Brasil ha vivido una década de estabilidad política, ascenso económico y calma social. El triunfo de Lula supuso para millones de brasileños tener carne en la mesa por primera vez en su vida. El 20% más pobre vio crecer sus ingresos en promedio 6.6% por año en la década de 2000, sobre tres veces más rápido que el 20% más rico. A la vez, el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad en un país, se redujo desde 0,61 hasta 0,55, mientras en otros países, como Chile, este índice permanece estable o ha ido en aumento.
Brasil es una potencia científica y tecnológica, una referencia obligada en políticas democratizadoras, que ha afrontado su silenciado racismo con políticas de “ação afirmativa” a favor de la población negra. Y es el motor de la integración latinoamericana, por medio de Unasur y Celac. Para coronar su victoria, Brasil ha ocupado con honores la B en el selecto club de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), las mayores potencias emergentes del planeta, llamadas a rediseñar el sistema internacional en clave multipolar.
En mayo pasado el diplomático brasileño Roberto Azevedo fue electo al frente de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en una candidatura impulsada por los BRICS que logró derrotar al candidato de Estados Unidos y la Unión Europea. Todo augura un horizonte de “orden y progreso”. ¿Por qué no capitalizar esta nueva posición global? Este contexto explica que Brasil sea la sede de la copa Confederaciones 2013, del Mundial de Fútbol 2014 y de los Juegos Olímpicos de Río, en 2016. Todo en vistas de ocupar un anhelado sitial en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Pero para muchos brasileños estos eventos suponen un despilfarro insoportable en un país que carga una extensa deuda en la lucha contra la corrupción y profundización de los derechos sociales, calidad de los servicios públicos, ordenamiento territorial, reforma agraria y protección ecológica. De allí la masividad de las protestas que han sacudido al gigante suramericano. Si bien las desigualdades han disminuido, el nivel desde el cual ha comenzado esta reducción es extremadamente alto. Aún hoy el 10% más rico gana 50 veces más que el 10% más pobre, una de las mayores brechas en el mundo. Por ello lo que estalló en Brasil es un clásico conflicto entre lo que Richard Sennett llama la Izquierda social y la Izquierda política(1). Una Izquierda política atada a un pacto “fáustico” con el capital industrial nacional, que ha permitido a los más pobres ganar dignidad, pero que parece haber llegado al fin de su ciclo. Y la izquierda social ha salido de su silencio para ir más allá, para correr el cerco de lo posible en la dirección de lo justo.
Para Dilma Rousseff la coyuntura era determinante: sólo habían dos opciones. O se resguardaba en la trinchera de los defensores del sistema, o confiaba en el pueblo y hacía avanzar el tren de la historia. Y decidió dar el paso: “Las calles nos están diciendo que quieren que el ciudadano, y no el poder económico, esté en primer lugar […] La energía que viene de las calles es mayor que cualquier obstáculo. No tenemos que quedarnos inertes, incomodados o divididos. Por eso traigo propuestas concretas y la disposición para que discutamos al menos cinco pactos”. Los cuatro primeros suponen la reforma tributaria, de salud, transporte y educación. Pero el principal pacto es la reforma política: la convocatoria de un plebiscito que permita convocar a una Asamblea Constituyente. “El segundo pacto es sobre la construcción de una amplia y profunda reforma política que amplíe la participación popular y amplíe los horizontes de la ciudadanía. Este problema, que todos conocemos, ha entrado y salido de la agenda del país varias veces, y es necesario. Tienen la iniciativa para romper el punto muerto”, desafió la presidenta Dilma Rousseff a los representantes de los movimientos sociales a los que anunció su propuesta.
El mayor país suramericano, con casi 200 millones de habitantes, de dimensiones continentales, ha decidido fumar opio. Y con su presidenta Dilma a la cabeza. Por supuesto la reacción de la derecha brasileña no ha sido distinta a la que se podría esperar. “El Partido del Movimiento Democrático Brasileño -PMDB- está en contra de este referéndum”, ha declarado Eduardo Cunha, líder del PMDB en la Cámara de Diputados. José Serra, del PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña) declaró que la reforma era “un absurdo”. Pero también están los “asesores” que tratan de bajar el perfil a la propuesta de Dilma. Emir Sader comentaba: “Los abogados quieren reducir la propuesta de Dilma a una cuestión jurídica, cuando se trata de buscar el apoyo de la sociedad para presionar al Congreso”. Y la calle en este punto no se equivoca.
Sader observa que la elección de una Asamblea Constituyente, al tener un mandato exclusivo, facilitará el camino para eliminar los obstáculos partidistas que favorecen la composición de un Parlamento controlado por los intereses privados.“Dilma tiene la iniciativa política, atiende las demandas populares y pone las bases de una renovación del sistema político brasileño”, afirma. No será fácil. Deberá colocar una enorme energía política para acorralar las fuerzas de la derecha y a actores de su propio partido, que también se verán afectados por la nueva Constitución.
Lo que comenzó como una protesta por 20 centavos de real (45 pesos chilenos) ya es una insurrección civil en toda regla. Hace diez años, el empresariado y los sindicatos concordaron una estrategia de expansión productivista, en la cual el Estado ha protegido los intereses de las empresas brasileñas ante sus competidores globales, y ha impulsado el consumo interno por medio de programas de transferencia condicionada de renta, lo que en Chile llamaríamos política de “bonos” para los pobres. Estos programas sociales han sido efectivos para reducir la pobreza, pero no han supuesto una transformación estructural. Hoy, el pueblo brasileño de forma espontánea, pero lúcida y valiente, reclama en las calles Mudar o Brasil (cambiar Brasil).
Chile, tan cerca y a la vez tan lejos, vive un momento semejante. Desde hace dos años las demandas sociales han decantado en una aspiración sostenida y consciente que exige la convocatoria del Poder Constituyente. Un poder plenamente “institucional”, por más que le pese a los que creen que sólo es “institucional” hacer reformas en el marco de las instituciones de la ilegítima Constitución de Pinochet. “Fumadores de opio”, es la respuesta de parte de nuestra “Izquierda”, tan amiga del statu quo, desclasada, corrupta, aferrada con uñas y muelas a sus sillones y privilegios. Si sólo miraran un poco por encima de la cordillera, se darían cuenta que el mundo ya camina en otra dirección y más temprano que tarde, va a pasar por encima de sus cabezas.
Dilma optó con sabiduría. En la hora de las definiciones, o se está con el pueblo o se está contra el pueblo.
ALVARO RAMIS
-
Sennett, Richard. Juntos. Rituales, placeres y política de cooperación, 2012. Anagrama, Barcelona.