La economía venezolana debe ser urgentemente reorganizada y saneada, sencillamente porque, una vez extraídos de la producción petrolera los barriles para el consumo nacional y la parte correspondiente al Alba y a Petrocaribe, el resto (más o menos un millón 150 mil barriles) no alcanza para pagar todas las importaciones. Éstas van, en efecto, desde los insumos y la tecnología para la producción nacional hasta todos los artículos de consumo cotidianos y los alimentos. Las divisas petroleras se utilizan tanto para comprar whiskys, coches y motos importados, para pagar deudas con otros países como para importar papel higiénico, toallas higiénicas para mujeres o todo tipo de alimentos que Venezuela podría producir pero no lo hace porque la renta petrolera desestimula las inversiones productivas. El control de cambios es parcial y el desorden en la economía va unido al despilfarro financiero, a la baja productividad de las empresas estatales, a la falta de control sobre su funcionamiento y a la ineficiencia, en muchos casos, de los administradores de las mismas.
La escasez de alimentos y de artículos de primera necesidad, los cortes continuos en la red eléctrica, la corrupción y el desorden administrativos, así como el altísimo nivel de delincuencia son los motores de la protesta popular y llevan agua al molino de una oposición que acusa al presidente Nicolás Maduro de “enchufado” (o sea, de falso socialista) pretendiendo continuar mejor la obra de Hugo Chávez, al que en 2002 intentaron derribar con un golpe de Estado.
El gobierno intenta en vano luchar contra el despilfarro, la corrupción y la ineficiencia de los burócratas utilizando métodos burocráticos. El “gobierno de calle” consiste en aplicar la misma política decisionista y vertical del vértice del aparato de Estado, sólo que fuera de las paredes de las oficinas, pero sin dar margen a la información, la organización independiente y la participación en la definición de las opciones y medidas por las bases chavistas.
Bajo el gobierno de Maduro se sigue considerando que éstas son sólo un sostén electoral, una máquina para votar y aprobar cada tantos meses o años las decisiones de un puñado de dirigentes.
El PSUV, por su parte, ni es partido ni es socialista ni está unido: es un aparato burocrático, sin vida política interna y capacidad de propuestas independientes o de control sobre el Estado que, como en todas las economías capitalistas, no es “socialista” sino que debe administrar el funcionamiento del país de acuerdo con las imposiciones del mercado capitalista mundial y del capital financiero y, en su estructura misma, se caracteriza por su funcionamiento jerárquico, la defensa de intereses privados y posiciones de mando y el secreto para los trabajadores, unido a la transparencia para las trasnacionales y los grandes capitales.
El ejército, por supuesto, tampoco es “socialista”, aunque pueda haber muchos nacionalistas o nacionalistas socializantes mezclados con los oficiales conservadores. De modo que la garantía de una salida progresista a la actual crisis no la dan los aparatos estatales.
Sin embargo, Maduro cree posible eliminar la delincuencia transformando a los militares en policías, como hizo Calderón en México con el resultado de incorporar el narcotráfico a las fuerzas armadas que deberían haberlo combatido, destrozar su estructura y su moral, hundirlas en una espiral represiva y sangrienta que les granjeará el odio popular.
Y cree factible, igualmente, poner orden en la economía recurriendo a la movilización constante de los mismos que la están desorganizando porque someten a Venezuela al papel pasivo y dependiente de importador de tecnologías y productos que se pagan con la exportación de materias primas y no reorganizan el país sobre bases no capitalistas porque se asocian a las grandes empresas y a los importadores y, por lo tanto, ni siquiera aspiran a lograr la seguridad alimentaria desarrollando la producción nacional de alimentos de primera necesidad.
La reunión de Maduro con el gran capitalista Mendoza y con el Grupo Polar, así como el nombramiento en el sector financiero de personalidades consensuadas con los monopolios mandan una señal gravísima a la burguesía: como Cristina Kirchner en su giro hacia los empresarios, el gobierno poschavista no tiene como eje la profundización del proceso de transformación social sino que se orienta hacia la conciliación y la alianza entre el aparato estatal y la gran burguesía venezolana y, por lo tanto, hacia medidas que le harán perder apoyo popular.
Tal es el sentido de la rebaja de los salarios reales por la reciente devaluación del bolívar o del fin de la gratuidad de las casas otorgadas o de muchos subsidios. Pero, sobre todo, ese es el significado de la sordina impuesta a las comunas nunca desarrolladas, a las Misiones, a los movimientos sociales y de la teoría según la cual los trabajadores industriales no tienen el derecho a hacer huelga porque, supuestamente, son el poder en el Estado ya que votaron por quienes gobiernan en su nombre.
Esa política es ingenua y nefasta. La burguesía internacional y venezolana no aceptará jamás el chavismo de los trabajadores, su movilización y su poder social de veto ni el ejemplo que dan internacionalmente. Si no pueden dar un golpe militar, conquistarán por dentro el aparato estatal para dar un “golpe blanco” uniendo detrás de la gran burguesía y del imperialismo a todos los boliburgueses y corruptos que temen una profundización social del proceso.
La delincuencia se combate con la movilización y organización en los barrios, al igual que la especulación con los alimentos y las medicinas, y la ineficiencia en las empresas estatales, con el control de los trabajadores de las mismas. Sólo la iniciativa de los movimientos sociales salvará a Venezuela.
Guillermo Almeyra ( La Jornada)