Si consideramos que los catalanes constituyen un pueblo y que además están afincados en un territorio determinado, se les debe reconocer el derecho a la autodeterminación, de acuerdo a los principales tratados internacionales de derechos humanos de la comunidad internacional.
En efecto, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas estipulan en su Artículo 1º que “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”. Además, ambos Pactos fueron ratificados por España en abril de 1977.
Es cierto que la Constitución española –aprobada en todo caso posteriormente, en 1978- entró en contradicción con aquel artículo fundamental de dichos Pactos, al sostener en su Artículo 2º que “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho de autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Pero constituye un principio fundamental contemporáneo que el derecho internacional prima sobre el derecho interno. Y aunque así no fuese, desafía la más elemental lógica democrática obligar a un pueblo a formar parte de una entidad política mayor, en el caso que aquel no lo desee. Sería establecer una virtual cárcel para dicho pueblo.
Además, llama mucho la atención que los medios de comunicación de Madrid argumenten como principal razón para oponerse a una eventual Cataluña independiente el que esto sería ilegal; y no que ello sería inconveniente para ambas partes. Y también, la hostilidad que expresan contra la sola posibilidad que los catalanes decidan su futuro. Parecieran no darse cuenta que ambas actitudes ¡solo pueden favorecer la causa independentista catalana!
Otra cosa, también muy importante, es que separarse de una entidad mayor por parte de un pueblo constituye una decisión extremadamente compleja, que debe ser estudiada rigurosamente y adoptada con la mayor responsabilidad posible. Más aún en el caso de Cataluña que ha estado incorporada desde hace siglos al Estado español. Tenemos el ejemplo, de mucho menor complejidad, de la separación de las Repúblicas checa y eslovaca en 1993. En este caso, y pese a que solo se estableció una entidad estatal checoslovaca en 1919 como resultado del Tratado de Versalles, la separación comenzó a forjarse luego de la “Revolución de terciopelo” en 1989, culminando pacífica y consensualmente solo en 1993. Es cierto que hasta la segunda guerra mundial Checoslovaquia se constituyó como la única democracia de Europa oriental, pero los minoritarios eslovacos igual se sintieron hegemonizados por los checos. A tal punto que Hitler, luego de su invasión, tuvo la base socio-política para dar forma a una Eslovaquia subordinada a la Alemania nazi –análogamente a la Croacia de Ante Pavelic-, que fue presidida por un sacerdote católico líder de un partido clerical y antisemita (Josef Tiso), quien fue ejecutado después de la segunda guerra mundial por su colaboración al Holocausto, entre otros crímenes. El resentimiento eslovaco reapareció luego del fin de la dictadura comunista y fue enfrentado maduramente por los checos; y particularmente por su presidente Vaclav Havel, quien en mayo de 1991 declaró que “si el pueblo eslovaco quiere vivir en un Estado independiente, ni los checos ni yo les negaremos el derecho de hacerlo”.
Por lo mismo, todo indica que en el caso de Cataluña una eventual separación de España debería ser precedida por un largo tiempo de profundas y serenas investigaciones, estudios, análisis, reflexiones y debates; hasta llegar a una resolución lo más ponderada posible. Por cierto, la actual crisis extrema que sufre España podría ser legítimamente un catalizador para comenzar dicho proceso de reflexión; pero en ningún caso el momento ideal para culminarlo. Un “abandono” de España en estas condiciones haría mucho más difícil una buena vecindad futura; y, además, un voto favorable a la independencia en esta situación de excepcional malestar económico –sobre todo si la votación es muy estrecha- podría ser un resultado del cual muchos catalanes pudiesen arrepentirse posteriormente. Es obvio que una decisión tan compleja y trascendente –y tan difícilmente reversible- debería ser el resultado de una profunda convicción, ajena a episodios momentáneos. Por otro lado, tampoco sería positivo –ni para Cataluña ni para España- que una eventual separación se efectuase en malos términos. Ambos continuarían siendo países vecinos con múltiples lazos geográficos, históricos, políticos, económicos, sociales y culturales.
En todo caso, contrasta la actitud airada y beligerante del Establishment madrileño ante tal eventualidad, con las actitudes democráticas y equilibradas demostradas por los checos en 1993; por los canadienses, cuando en 1980 y 1995 los ciudadanos de Quebec votaron si querían o no su independencia (perdiendo estrechamente la postura independentista en ambas ocasiones); y por los británicos frente al plebiscito sobre la independencia de Escocia anunciado para el próximo año.
Esperemos que finalmente triunfe la cordura y los catalanes puedan decidir reflexiva y libremente su futuro, en armonía con el conjunto de España.