A Barack Obama le dieron el Premio Nobel de la Paz mientras conducía dos guerras y media (Irak, Afganistán, Cuba). Acaba de ganárselo
de nuevo ordenando bombardear Libia sin permiso del Congreso y desde suelo brasileño, aunque Brasil se opone a esta aventura.
El pretexto –una intervención humanitaria
para salvar vidas humanas– es de un cinismo atroz. Los bombardeos no salvan vidas sino que las siegan y por sí mismos ni imponen la paz ni hacen caer a ningún gobierno, porque para eso se necesita que el gobierno-blanco sea superado en tierra por una fuerza militar opositora. O sea, que la operación humanitaria
esconde en realidad la decisión de echar del poder a Gaddafi con las tropas imperialistas, que vendrían detrás de los bombardeos… eso, si los diversos imperialismos se ponen de acuerdo. El otro pretexto –la dictadura de Gaddafi– es igualmente cínico. A Estados Unidos las dictaduras de Arabia Saudita, Yemen, Qatar, Bahrein, los Emiratos árabes le van muy bien, como le iban muy bien Mubarak y Ben Ali, o Álvaro Uribe, en Colombia. Gaddafi incluso era una pieza esencial de su dispositivo en el Mediterráneo y del reforzamiento de Israel, que bombardea diariamente a los palestinos. El problema comenzó cuando la rebelión democrática árabe, que pone en cuestión la dominación imperialista en la zona, los acuerdos de Campo David y la estabilidad del mercado petrolero, abarcó también a Libia, donde Gaddafi había quedado solo después de la caída de sus amigos Mubarak y Ben Ali.
Allí se presentó ante el imperialismo una disyuntiva: o bien el imprevisible Gaddafi, hasta entonces su aliado fiel, se imponía mediante un baño de sangre y, para reconstruir su poder, a lo mejor desempolvaba su nacionalismo de hace un cuarto de siglo (y las dos cosas le eran políticamente insoportables) o, por el contrario, vencía una coalición heterogénea que incluye, junto a monárquicos xenófobos, a nacionalistas antimperialistas y que se apoya sobre un deseo ardiente de democracia y de libertad que choca con los agentes del imperialismo y ex ministros de Gaddafi vendidos, que también forman parte de esa coalición pero no la controlan.
La intervención militar, organizada mal y a toda prisa por los diversos imperialismos que tienen intereses divergentes en Africa, por consiguiente no estuvo tanto motivada por el deseo de apoderarse del petróleo libio. Antes que nada porque ese petróleo ya lo tenían desde hace casi 40 años Total, Eni, Shell y British Petroleum o Repsol, porque Gaddafi les había dado concesiones y mantenido sólo una empresa estatal (que era la caja chica de su familia) y, segundo, porque la intervención militar sólo se empezó a discutir ante la insurrección democrática y nacional de todo el mundo árabe y es, en realidad, un intento de pesar militarmente haciendo presión en el eslabón más débil de esa rebelión generalizada: o sea, sobre una sublevación que tiene una dirección inestable y heterogénea y está colocada en una relación de fuerzas militares desfavorable, lo cual le permitiría al imperialismo intervenir con menor costo político local.
Barack Obama le dieron el Premio Nobel de la Paz mientras conducía dos guerras y media (Irak, Afganistán, Cuba). Acaba de ganárselo
de nuevo ordenando bombardear Libia sin permiso del Congreso y desde suelo brasileño, aunque Brasil se opone a esta aventura. El pretexto –una intervención humanitaria
para salvar vidas humanas– es de un cinismo atroz. Los bombardeos no salvan vidas sino que las siegan y por sí mismos ni imponen la paz ni hacen caer a ningún gobierno, porque para eso se necesita que el gobierno-blanco sea superado en tierra por una fuerza militar opositora. O sea, que la operación humanitaria
esconde en realidad la decisión de echar del poder a Gaddafi con las tropas imperialistas, que vendrían detrás de los bombardeos… eso, si los diversos imperialismos se ponen de acuerdo. El otro pretexto –la dictadura de Gaddafi– es igualmente cínico. A Estados Unidos las dictaduras de Arabia Saudita, Yemen, Qatar, Bahrein, los Emiratos árabes le van muy bien, como le iban muy bien Mubarak y Ben Ali, o Álvaro Uribe, en Colombia. Gaddafi incluso era una pieza esencial de su dispositivo en el Mediterráneo y del reforzamiento de Israel, que bombardea diariamente a los palestinos. El problema comenzó cuando la rebelión democrática árabe, que pone en cuestión la dominación imperialista en la zona, los acuerdos de Campo David y la estabilidad del mercado petrolero, abarcó también a Libia, donde Gaddafi había quedado solo después de la caída de sus amigos Mubarak y Ben Ali.
Allí se presentó ante el imperialismo una disyuntiva: o bien el imprevisible Gaddafi, hasta entonces su aliado fiel, se imponía mediante un baño de sangre y, para reconstruir su poder, a lo mejor desempolvaba su nacionalismo de hace un cuarto de siglo (y las dos cosas le eran políticamente insoportables) o, por el contrario, vencía una coalición heterogénea que incluye, junto a monárquicos xenófobos, a nacionalistas antimperialistas y que se apoya sobre un deseo ardiente de democracia y de libertad que choca con los agentes del imperialismo y ex ministros de Gaddafi vendidos, que también forman parte de esa coalición pero no la controlan.
La intervención militar, organizada mal y a toda prisa por los diversos imperialismos que tienen intereses divergentes en Africa, por consiguiente no estuvo tanto motivada por el deseo de apoderarse del petróleo libio. Antes que nada porque ese petróleo ya lo tenían desde hace casi 40 años Total, Eni, Shell y British Petroleum o Repsol, porque Gaddafi les había dado concesiones y mantenido sólo una empresa estatal (que era la caja chica de su familia) y, segundo, porque la intervención militar sólo se empezó a discutir ante la insurrección democrática y nacional de todo el mundo árabe y es, en realidad, un intento de pesar militarmente haciendo presión en el eslabón más débil de esa rebelión generalizada: o sea, sobre una sublevación que tiene una dirección inestable y heterogénea y está colocada en una relación de fuerzas militares desfavorable, lo cual le permitiría al imperialismo intervenir con menor costo político local.