1.- El caso Pinochet. Para nadie es un misterio que Augusto Pinochet, el general golpista de 1973, murió impune, rodeado de sus familiares y con las bendiciones de su capellán. Sin embargo, tras su detención en Londres habría que relativizar tal afirmación. En efecto, el dictador no fue juzgado ante un tribunal en España ni, mucho menos en Chile; sin embargo, su caso fue ventilado para el mundo, en vivo y en directo, en la Cámara de los Lores en la capital británica, poniendo en escena un verdadero “juicio mediático” para millones de espectadores alrededor del mundo
Es claro que aquello que se juzgó ante un público mediático híper masivo no atañe solo a un individuo sino al régimen que encarnó. No olvidemos que la acusación sobre el dictador era por crímenes de lesa humanidad, esto es, por violaciones sistemáticas contra los derechos humanos. Frente a delitos imprescriptibles de tal naturaleza se debieron pronunciar organizaciones de escala planetaria como la ONU, el Europarlamento o Amnesty International. En suma, si bien Pinochet no enfrentó un tribunal IRL (in Real Life), lo cierto es que sí fue juzgado por una humanidad frente a la pantalla de su televisor o a través de las redes digitales, diríase que se escenificó un “juicio virtual”.
Es interesante hacer notar cómo el gobierno chileno de la época, encabezado por Eduardo Frei Ruiz-Tagle y su canciller José Miguel Insulza, pusieron todo el aparato del estado para rescatar al dictador, lo que a la postre lograron en secretas negociaciones. Los argumentos esgrimidos atendían a la soberanía de la justicia chilena y a la territorialidad de la causa, tales falacias ocultaban el hecho de que se trataba de crímenes contra la humanidad y que la noción de territorio resulta inaplicable en estos casos como lo han demostrado juicios posteriores en La Haya. En una trágica ironía, el dictador que había dictaminado la muerte de Eduardo Frei padre, había sido salvado por Eduardo Frei, hijo. Apenas tocó suelo nacional, el enfermo imaginario se puso de pie ante el país, sumando otra mentira a su longeva satrapía.
Puesto en perspectiva, el “affaire Pinochet” pone en evidencia la tremenda injerencia de los llamados poderes fácticos, empresariales y castrenses, en un país con una institucionalidad hecha a la medida de la impunidad. Tras cuarenta años, seguimos sumidos en la misma atmósfera moral contaminada que favorece a un puñado de civiles y uniformados que actuaron como autores o cómplices de crímenes atroces contra compatriotas. Hasta el presente siguen muchos personeros de extrema derecha manipulando los destinos del país, enriquecidos e impunes tal como el criminal al cual sirvieron por años.
2.- El Icono Pinochet
Tras su muerte, el icono cultural sobrevive. La extrema derecha ha encontrado en el Icono Pinochet una “Marca Registrada” que permite justificar y lucrar a una serie de organizaciones fantasmas integrada por ex militares nostálgicos y colaboradores de la dictadura. Su insolencia ha llegado al punto de exhibir un documental sobre la figura de Pinochet, una provocación que realiza una apología del genocidio y una celebración del crimen y la violencia en lo que se llama una “democracia”
El pinochetismo sigue presente entre nosotros, insolente e impune. En medio de la capital se clava como un vergonzante cuchillo la Avenida 11 de septiembre en una comuna cuya alcaldía estuvo, hasta hace muy poco, en manos de un “ex boina negra” y agente de la DINA,. La Armada Nacional bautiza un navío con el nombre de Almirante Merino, honrando la memoria de uno de los artífices del golpe de estado. Todos hechos que serían inaceptables en cualquier democracia mínimamente digna de tal nombre.
El Icono Pinochet encubre los antecedentes históricos comprobados de un dictador que utilizando un discurso pseudo patriótico y el asesinato sistemático de opositores entregó su país a los capitales transnacionales, enriqueciéndose él mismo y sus cómplices. Augusto Pinochet sigue presente en Chile, no solo en su institucionalidad sino en el imaginario profundo de una derecha autoritaria que defiende la “obra” del general, la misma que le ha permitido vivir una “Edad Dorada” de grandes dividendos, en medio de su clima óptimo caracterizado por la paz y el orden, como en los cementerios.
A cuarenta años del golpe de estado, el Estadio Nacional ha vuelto a ser escenario de partidos de fútbol y muy pocos recuerdan que ese mismo lugar fue la escenografía de pesadilla de un campo de concentración. A cuatro décadas de la ignominia, la ciudad retoma cada mañana su ritmo frenético, mientras los titulares de prensa nos informan del último escándalo de un amnésico mundo político que ha sido degradado al nivel de una patética farándula. Es el hedor nauseabundo de una falsa democracia que persiste obstinada entre nosotros, recordándonos que los muertos siguen allí, esperando desde la eternidad su redención en la historia.
3.- Tragedia
Las tragedias históricas sobreviven a sus protagonistas, pues ellas ponen en escena algo que trasciende los destinos individuales y que marca a muchas generaciones. Es como si en las tragedias irrumpiera otro tiempo, un tiempo presidido por la muerte y el dolor de muchos, tiempo de víctimas y victimarios. Un tiempo, en fin, en que la barbarie y la injusticia coexisten con toda dignidad pisoteada. Se puede analizar una tragedia histórica y política desde el contexto que la hizo posible. Se puede intentar una aproximación emocional, dimensionando el dolor que una tragedia acarreó a tantas víctimas. Sin embargo, la más aguda inteligencia y la más sutil inteligencia emocional no alcanzan para captar la “profundidad espiritual” de una tragedia, es en su profundidad donde podemos barruntar un sentido a tanto dolor.
Transcurridos cuarenta años desde aquella tragedia, el golpe de estado en Chile sigue siendo una referencia obligada en la historia política de América Latina y del mundo entero. Esto no se debe solamente a que sea una triste evidencia más de la Guerra Fría o de la dominación imperialista estadounidense en esta región del mundo. No se trata tan solo de la barbarie desatada por una dictadura y su secuela de atroces torturas, abusos y asesinatos. Hay algo más en lo acontecido que se nos escapa y cuyos ecos resuenan en nuestra historia, por más que la televisión y la publicidad quieran aturdir nuestro pensamiento.
El crimen de Augusto Pinochet y sus cómplices civiles y uniformados es un intento radical por frustrar el anhelo de dignidad de millones de chilenos. Su dictadura se estatuyó sobre el odio y el miedo, mutilando el destino de muchos. Por decirlo así, su crimen abrió un universo alterno presidido por la violencia, la codicia y el egoísmo de unos pocos, inaugurando un mundo en que todo valor es degradado por la injusticia, reduciendo la dignidad de la vida humana a la mercantilización de la vida. Detrás de una pretendida modernización capitalista se esconde el más grave retroceso espiritual y moral de una sociedad entera, salpicada por la sangre de las víctimas. Referirse a una tragedia bien pudiera parecer una monótona letanía, una obstinada insistencia. Es así, no hay otro modo de aproximarnos a aquello que se juega en cada tragedia humana y que está más allá del tiempo. En este sentido, sí, la voz del cronista no podría ser sino una y la misma cada vez, voz tan serena como solemne.
El crimen cometido en Chile no atañe, tan sólo a los dramáticos sucesos conocidos por todos. El verdadero Mal está todavía con nosotros, en nuestra vida cotidiana, en la injusticia naturalizada y aceptada como desesperanza. La verdadera traición a Chile es haber impedido que, por vez primera, aquel hombre y aquella mujer humildes, hubiesen comenzado a construir su propia dignidad en sus hijos, y en los hijos de sus hijos.
En un sentido último, Augusto Pinochet Ugarte, fue la mano tiránica que interrumpió la maravillosa cadena de la vida. Como Caín, el general asesinó a sus hermanos, ofendiendo la profundidad espiritual que late en el fondo de la historia humana. Sus obras, su herencia lamentable ya la conocemos: generaciones de chilenos condenados al infierno de la ignorancia, la pobreza, el luto y la indignidad. En el Chile del presente no hay paz para los muertos como tampoco la hay para los vivos.
Más allá de las complicidades de la mentira para ocultar la naturaleza de aquella tragedia; por mucho que se esfuercen algunos falsos profetas en exorcizar las cenizas, enseñando la resignación; y más allá de los demagogos de última hora que administran hoy el palacio: hay un pueblo silencioso y paciente que encarna el advenimiento histórico de un mundo otro.
Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS