Noviembre 27, 2024

La ampolleta de Livermore

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En el momento en que esto escribo, la ampolleta de Livermore aún funciona: la puedes ver en directo en Internet. ¿Y ahí? Muy simple: Se trata de una ampolleta de la Compañía de Bomberos de Livermore (California), instalada en el año 1901, y fabricada a fines del siglo XIX. La ampolleta más famosa del mundo, algo así como Camilo Escalona, con la diferencia que la de Livermore alumbra.

 

Ya en el siglo XIX las técnicas industriales permitían fabricar ampolletas cuya vida útil superaba la esperanza de vida del ser humano. Luego, a partir de 1918, refrigeradores que eran heredados por los hijos, en perfecto estado de funcionamiento. En Chile les llamábamos “Frigidaire”, marca que eligió William “Billy” Crapo Durant, financista yanqui de origen francés que fundó General Motors en 1908. General Motors-Frigidaire fabricaba todo tipo de equipos electrodomésticos, una de cuyas características principales era su interminable vida útil.


No me atrevo a jurarlo, pero apostaría a que fue un economista liberal el que se dio cuenta que fabricar equipos duraderos era malo para los negocios. “No hay que ser weón”, debe haber pensado, “si fabricamos quincallería que se rompe al cabo de un par de años… ¡hacemos otra venta!”


Brillante idea prontamente puesta en práctica, entre otros por un cartel llamado “Phoebus”, integrado por Philips, Osram y General Electric. De ahí en adelante se chivó todo: las ampolletas comenzaron a “quemarse”, los refrigeradores a calentar, los televisores a mostrar pantallas negras, y Windows a bloquearse.


A esta inigualable demostración del ingenio humano, comparable sólo al crédito al consumo y a la publicidad que te convence de comprar huevadas inútiles, le dieron el nombre un pelín bárbaro de “obsolescencia programada”. Eso significa que cuando se diseña un producto, una exigencia fundamental que deben tener en cuenta los ingenieros es su avería ineluctable al cabo de dos o tres años. Para eliminar el recurso de la reparación las empresas no fabrican ni suministran repuestos.


La electrónica de “componentes montados en superficie” abarata costos, miniaturiza el producto, elimina mano de obra, y tiene la ventaja de ser irreparable: si tu televisor, tu ordenata o tu teléfono celular te hacen un dedo de honor desde sus pantallas… no te queda otra que tirarlos a la basura y comprar otro.


El filósofo francés Jean-Claude Michéa dice que el capitalismo se pasa por las amígdalas del sur el “valor de uso”, o sea la utilidad real de las cosas, y consagra el “valor de cambio” –el precio de venta– en el altar de la destrucción de la Naturaleza. Si no le crees, mira ver cuantos teléfonos celulares obsoletos duermen en tus cajones (dije “cajones”), y cuantos cables de alimentación y recarga –perfectamente incompatibles– se acumulan en tus bolsillos, armarios y roperos, en la esperanza ¡Oh cuán vana! que vuelvan a servir algún día.


La relación entre el Hombre y la Naturaleza ha sido pervertida. El ser humano es considerado sólo en su dimensión de consumidor de boludeces, de las cuales sólo una porción muy reducida tiene una utilidad real. En su empeño declarado por extender el ámbito de lo mercantil, el capitalismo no tiene límites. Según Friedrich Hayek –ese neonazi que admira Eugenio Tironi– se trata de “producir, vender y comprar todo lo que es susceptible de ser producido o vendido”.


Toda pretensión de limitar ese “derecho” en nombre de una opción moral, política o religiosa, equivale a destruir los fundamentos del libre mercado. Libre mercado en nombre del cual se abren escuelas de prostitución en el sur de España: una capacitación destinada a permitirles obtener la mejor rentabilidad de la explotación racional de sus competencias y habilidades. En Brasil, en previsión de la Copa del Mundo de fútbol, se organizan curso de inglés para prostitutas, con el generoso objetivo de facilitarles el trato con los turistas y otros clientes extranjeros. ¿Quién dijo que el capitalismo abandona la Educación?


El libre mercado condujo a la adoración del crecimiento indefinido, en pos de la acumulación de riquezas inimaginables en manos de un puñado de privilegiados, al precio de destruir el planeta.


Hoy tuve la ocasión de observar un artesano que fabrica zapatos y botas a la medida. Hechas a mano. Cuando le preguntan cuanto dura el calzado que fabrica, levanta su mirada y sin soltar la lezna con la que cose suelas responde: “20 a 30 años…” Me digo que en una de esas me compro un par que haga juego con un reloj pulsera del siglo XIX, que aún conserva su admirable precisión. Sólo tengo que darle cuerda…


Protejamos nuestra Naturaleza – #todosalamoneda

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