El cohecho es una vieja práctica en nuestra historia político-electoral: a principios del siglo XX no había candidato que pudiera triunfar sin recurrir al cohecho. Para la derecha, esta práctica era un correctivo del sufrido universal, es decir, para esta tendencia era inaceptable que el voto de “roto” valiera igual que el de un “caballero”.
El gran ministro de Inglaterra, Benjamin Disraeli le propuso a su cochero que ambos se abstuvieran, demostrando así su desprecio al sufragio universal. Según Manuel Rivas Vicuña, en su libro Historia Parlamentaria, los electores se indignaban cuando dos candidatos llegaban a un acuerdo para repartirse los cargos sin necesidad de elecciones, lo cual hacía inútil el cohecho.
A partir de 1958, con la reforma electoral que estableció la cédula única, el cohecho adquirió otra forma, por ejemplo, regalar alimentos, lentes, y otras vituallas – a finales del siglo pasado, llevó a cabo también el cosista y candidato presidencial, Joaquín Lavín -. Tanto en el parlamentarismo como hoy, los cargos que emanan de la soberanía popular se transan en el mercado, pues hay que tener muchos millones de pesos para ser senador o diputado, un poco menos, tal vez, para alcaldes y concejales; tanto ayer como hoy, lo mismo ocurre con los lobistas y los grandes empresarios que, finalmente, son las personas que presionan para los parlamentarios que “designaron” jueguen a favor de sus intereses.
Si se quiere mirar benévolamente el cohecho, podríamos pensar que el dinero que gastaban los candidatos serviría a una familia pobre para comer una empanada o para un par de zapatos. Hoy, la forma de cohecho – práctica tanto del gobierno de Michelle Bachelet, como en el de Sebastián Piñera – dice relación con los “bonos”, aprobados, justamente, en períodos de elecciones presidenciales y parlamentarias. Esta modalidad fue ineficaz en tiempos de Michelle Bachelet, pues con bono y todo, su candidato, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, perdió la elección; a lo mejor, al actual Presidente le ocurre lo mismo con sus candidatos.
A comienzos del siglo XX había formas de controlar a los “carneros” – término que se empleaba para denominar a los cohechados –; por ejemplo, se les daba la mitad de un billete o un solo zapato, entregándole la otra parte cuando el candidato ganara. Hoy es mucho más difícil controlar que quienes reciben el bono sean “bien agradecidos” y, en consecuencia, voten por el gobierno que los favoreció.
Es cierto que $40.000, así sea una sola vez, puede ser un aporte considerable para personas que ganen el sueldo vital o, incluso, para los que ganan $350.000, que equivale al 50% de los trabajadores; ahora, si los bonos fueran institucionalizados, como una práctica permanente, a lo mejor podrían servir para ir acortando la brecha entre ricos y pobres. En este plano, tanto Bachelet como Piñera no tienen ningún derecho a condenar la política de Hugo Chávez, tildándolo de populista, pues hacen lo mismo, pero en forma más mezquina –al menos, el Presidente venezolano redujo el coeficiente Gini, que mide la desigualdad – cosa que no han hecho los cinco gobiernos de la Concertación, incluyendo a Piñera -.
La idea de que el Estado coheche a los electores no es nueva en nuestra historia política. Ya en 1904, Marcial Martínez, político y ex parlamentario, proponía legalizar el soborno a los diputados y a la ciudadanía: Con gran seriedad, recordó Martínez cómo, en la Inglaterra de Jorge III, Lord Grenville había comprado el apoyo político de Horacio Walpole, nombrando a un sobrino suyo para un puesto bien retribuido. Era el soborno que un hombre honrado puede intentar sin ánimo de ofender a otro. ¿Por qué no imitar en Chile este ejemplo?
¿Importaría esa práctica – se preguntó Marcial Martínez -, aunque transitoria, una forma nueva o desconocida de corrupción en nuestros hábitos políticos? No, pues lo que actualmente pueden tomar para sí ciertos miembros del Congreso mediante su actividad y artificio lo recibirían directamente del gobierno y así se lograría tal vez una gran economía para el erario. Queremos sustituir el botín bélico de los bandos indisciplinados, por la paga organizada de las tropas regulares. Admitido el soborno del Parlamento por el Gobierno, sólo faltaría (que) el primero creyese además, que sus decisiones eran ´el fruto de la independencia y de su libre voluntad´. Pero esto no era difícil, si semejante convencimiento se encomendaba `a un hombre hábil y tan audaz como abundan entre nosotros´, el cual, para mayor posibilidad de éxito, se cubriese con `el manto de una oratoria amplia y sonora´.
Consideraba enseguida Martínez una alternativa de su proposición…tan burlescamente cínica como ésta. A saber, que Ejecutivo sobornara no parlamentarios, sino la `misma masa electoral´. Es decir, que el gobierno cohechara. Pero desestimaba la idea, pues significaría convertirlo en `verdadero y directo empresario…de una especie de industria, si no lícita, por lo menos tolerada, que ha sido hasta ahora patrimonio de los partidos políticos y sus hombres”. (Gonzalo Vial, 1981:604).
No hay mejor pintura del Chile actual que el texto de Marcial Martínez, escrito hace más de un siglo. Los gobiernos del duopolio – sin entender la ironía – han llevado a cabo, en su integridad, sus consejos.
Rafael Luis Gumucio Rivas
13/03/2013