De tumbo en tumbo el gobierno de Piñera se ha visto impelido a realizar algún tipo de autocrítica, pero siempre acotada al ámbito comunicacional. Por supuesto en ese campo todo se reduce a una dificultad para dar a entender una política y una gestión que se siguen afirmando como correctas.
Sin embargo, la realidad no ha permitido disfrazar como problemas de imagen el grave déficit de gestión y de conducción política que ha abrumado al actual gobierno. Los movimientos sociales han desnudado estas carencias, mostrando sus improvisaciones, sus descoordinaciones, la falta de horizonte y la incoherencia de la peor administración que ha vivido Chile desde el fin de la dictadura.
Pero afirmar que las carencias del actual régimen se acotan al ámbito de la gestión y de la política también reduce el problema. Porque su principal insuficiencia radica en un déficit moral. Una aporía en el ámbito de la ética pública que da coherencia a la acción gubernamental. Una deficiencia matriz, que le ha llevado a caer cíclicamente en dilemas irresolubles que han terminado por costar la cabeza a ministros y altos funcionarios, junto con envolver a los partidos oficialistas en una confusión descomunal. El último caso que ilustra esta situación es la renuncia, tardía y bochornosa, del ex ministro de Justicia, Teodoro Ribera. Pero si revisáramos la larga lista de dimisiones que han jalonado el itinerario del actual Ejecutivo, nos encontraríamos con situaciones recurrentes muy similares.
Nuestro país ha abandonado en las últimas décadas un contexto moralmente monológico, anclado en las valoraciones religiosas tradicionales, para convertirse plenamente en un país éticamente pluralista. Hoy cada cual, desde sus propias convicciones y preferencias, puede adherir a diferentes “doctrinas comprehensivas del bien”, de inspiración católica, evangélica, laica, o fundadas en la propia subjetividad y comprensión de la realidad. Pero esta pluralidad moral no se puede traducir a nivel político en una incapacidad para formular juicios morales compartidos. Cada cual puede aspirar, en su fuero íntimo, a la mejor y más atractiva comprensión de la vida buena y feliz que prefiera. El problema es que en ese ámbito nunca llegaremos a acuerdos sustantivos y vinculantes. Como sociedad no podemos aspirar a compartir una sola visión de “lo bueno”, pero podemos participar de ciertos criterios procedimentales de justicia que nos permitan convivir sin renunciar a nuestras aspiraciones éticas de largo aliento.
En este ámbito radica la incapacidad moral del actual gobierno. Su déficit moral arraiga en una grave incompetencia a la hora de delimitar sus criterios éticos particulares sin invadir la esfera plural de la sociedad que gobierna. Y, por otra parte, en su ceguera para reconocer límites procedimentales que garanticen la prioridad de “lo justo” como criterio nuclear en la administración. A este gobierno no le falta entusiasmo para proclamar sus “verdades” morales como si fueran afirmaciones naturales, compartidas sin mayor problema por toda la ciudadanía. Pero cada vez que el gobierno debe garantizar criterios de ecuanimidad, equidistancia, ponderación, neutralidad y justicia en la administración de su poder, no logra estar a la altura del desafío. La reiterada incapacidad de zanjar los conflictos de intereses del presidente, ministros y altos cargos es sólo la muestra más palpable de esta contradicción.
Es muy probable que la mayoría de los funcionarios del actual gobierno no consideren moralmente reprochable tener intereses pecuniarios en las áreas en las cuales tienen competencia decisional. El argumento del ex ministro Ribera es tan claro como aberrante: “Vamos a la hospedería del Hogar de Cristo a buscar hombres públicos que no tienen nada en el mundo”. Se trata de una opinión legítima, en tanto preferencia privada. Pero la pregunta a la que debe responder un ministro es mucho más exigente: dice relación con dar garantías meridianas de que sus intereses o convicciones particulares no se convertirán en el fundamento exclusivo de la convivencia social.
El actual gobierno tiende a transformar la pluralidad moral de nuestra sociedad en una excusa política. Como no podemos ponernos de acuerdo en asuntos éticos, la conclusión a la que nos llevan Piñera, Ribera, Carlos Larraín y otros dirigentes, es que quienes gobiernan tienen derecho a imponer sus prioridades y valores. Pero lo que olvidan es que ya hace mucho tiempo las sociedades democráticas han encontrado formas de fundamentar una ética pública que permita priorizar la justicia como fundamento racional de convivencia sin la necesidad de imponer las visiones particulares de los gobernantes.
Esa es la gran virtud de la ética kantiana, cuando desafía a los hombres públicos a someterse a la primera formulación del imperativo categórico: “Obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”. En otros términos, ¿podrían el ex ministro Ribera, o el presidente Piñera, aceptar universalmente, de manera sistemática y consecuente, que los gobernantes y altos funcionarios públicos decidan en áreas en las cuales tienen directos intereses privados? ¿Estarían dispuestos a aceptar esta situación en caso de afectar a sus propios intereses? ¿Tolerarían esta situación si fuesen opositores al gobierno? Si respondieran afirmativamente a estas preguntas, seguramente duraríamos de su sinceridad o de su racionalidad.
Demandar que los gobernantes sometan sus decisiones a la crítica del “imperativo categórico” no nos exige pensar en ellos como ángeles ni líderes que anteponen los intereses ciudadanos a los propios, ni siquiera supone buena intención. Porque el valor de la ética cívica radica en su fría racionalidad. No se necesita ser virtuoso para asumirla, simplemente basta tener capacidad de cálculo de largo plazo y evitar el cortoplacismo, la ambición desmedida y la inmediatez desordenada. Porque al final, los costos políticos que Piñera y sus acólitos han debido pagar por su incontenible avaricia y desmesura han sido mucho mayores que los beneficios privados que probablemente han obtenido al calor de su episódica estadía en la administración del Estado.
Mientras tanto, la ciudadanía es la que sufre los efectos inmediatos del déficit moral del gobierno. En una sociedad marcada por desigualdades abisales, la exigencia básica que podemos formular al Estado es que actúe con meridiana equidad e imparcialidad. No es un reclamo maximalista, ni siquiera progresista. Se trata simplemente del “minimum minimorum” que nos merecemos por ser chilenos. Pero el problema es que los conflictos de intereses del presidente, sus ministros y sus altos funcionarios se han convertido en una enfermedad crónica, que ha logrado corroer todos los niveles de la administración a un punto en que amenaza su legitimidad y credibilidad básica. A estas alturas, el estropicio es tan grave que ni siquiera la llegada de un nuevo gobierno podría resolverlo. Sólo a modo de ejemplo: ¿Cómo devolver la credibilidad al sistema de educación superior luego que la Comisión Nacional de Acreditación se demostró como un ente corrupto hasta sus entrañas? ¿Cómo volver a confiar en la capacidad fiscalizadora del Estado luego que el sistema de superintendencias se ha demostrado tan ineficiente e ineficaz ante los escándalos y desmadres que venimos soportando en materia ambiental, laboral, financiera y comercial? Ya no es suficiente con un cambio de rostros. Es hora de un cambio de mentes.
ALVARO RAMIS
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 774, 11 de enero, 2013