Diciembre 27, 2024

Valparaíso, ¿la joya del Pacífico?

fuegosartificiales

 fuegosartificialesA estas alturas –tras la ya “tradicional” devastadora imagen de Valparaíso pos carrete de Año Nuevo– cabe preguntarse qué lugar ocupa la ciudad en el corazón de los celebrantes de todo tipo de jolgorio, pues, a juzgar por la cantidad de basura y daño acumulados, Valparaíso parece no importarle a nadie, mucho menos a quienes tienen la responsabilidad de cuidarla.

 

 

Es triste decirlo de esta forma, pero Valparaíso se asemeja cada vez más a La Habana pre revolucionaria, donde los extranjeros iban a divertirse sin freno; allí se permitía todo lo prohibido en la “cultura del orden y el trabajo” del norte.

 

 

Valparaíso es una ciudad abandonada; triste. La abandonó el progreso. La abandonó el pudor que alguna vez le profesaron quienes la amaban y respetaban, y que veían en ella el lugar donde podían hacer realidad sus sueños. A cambio de ello, fue y ha sido presa de malos gobiernos comunales que no supieron –o no quisieron– administrar y acrecentar su verdadero valor patrimonial.

 

Valparaíso tuvo y sigue teniendo todo para ser una de las mejores ciudades del país para vivir, para estudiar, para trabajar, para soñar, para enamorarse, para pensar, para crear, pero también ostenta el vergonzoso record de ser la ciudad que ha tenido los peores alcaldes de Chile, en su mayoría aficionados, ignorantes, miopes, oportunistas, dictadorcillos, obtusos, megalómanos, incultos, abyectos, incapaces de imaginar para ella y sus habitantes otra cosa que batucadas y entrega de mediaguas; alcaldes marcados por una altísima vocación al enriquecimiento ilícito y el ascenso personal.

 

 

Valparaíso es más que el lugar de la nostalgia. Aunque muchos se esmeren en sostener lo contrario, es más que una locación cinematográfica de bajo costo; es mucho más que una ciudad adoquinada y un montón de cerros, algunos muelles, un par de mercados a medio morir, una veintena de ascensores oxidados, cientos de bares malolientes, prostíbulos en extinción. Valparaíso es una urbe que supera su propia poesía. Qué lamentable que esto sólo lo entiendan sus habitantes. Valparaíso es –entre otras tantas cosas positivas– sede de cuatro de la mejores universidades chilenas (U. de Valparaíso, Católica, Playa Ancha y Federico Santa María), pero eso a nadie le importa.

 

Residentes y visitantes, entre porteños de verdad y personas de paso, no miran a Valparaíso con los mismos ojos. Para los primeros, es su ciudad, su casa, y para una inmensa mayoría de ellos, es su lugar de nacimiento. Los segundos, la perciben como un lugar de diversión, como un prostíbulo al aire libre, como una letrina donde evacuar fluidos de todo tipo. ¿Por qué no van a Barcelona o a París hacer lo mismo? Fácil: porque en esas ciudades no se los permitirían. Ninguna de sus autoridades, con la mezquina explicación del ingreso de divisas, como ocurre en Valparaíso, avalaría la destrucción de su patrimonio cultural.


Valparaíso ya no es “la joya del Pacífico”, ya no es “un arcoíris de múltiples colores”, ni “sus mujeres son blancas margaritas arrancadas de su mar”, ni “la plaza de la Victoria es un centro social”, ni tampoco es “puerto principal”, porque ese cetro se lo arrebató San Antonio. En suma, una tropa de ineptos acabó con la magia de Valparaíso. Parte de esa tropa de incompetentes tomó palco durante la destrucción de la ciudad, y se encogió de hombros cuando el exilio empujó a muchos porteños hacia otros destinos. Muchos de los que hoy hacen gárgaras con cifras de disminución de la pobreza, no movieron un solo dedo cuando se cerraban fábricas y Valparaíso se quedaba sin fuentes productivas, y tampoco han hecho nada para devolverle a los porteños el hospital que se destruyó para levantar el Congreso en su lugar.

 

La televisión también ha hecho lo suyo: con su visión “centropolitana” ha lanzado sobre Valparaíso un paradigma absurdo. La TV vende a los chilenos y al mundo entero la idea que Valparaíso es un sitio “folclórico”, “tradicional”, que sólo cobra vida para Fiestas Patrias y Año Nuevo. Para ella, el resto del año la ciudad está muerta, es un cementerio donde sólo se acude dos veces al año a depositar las “flores” de una peregrinación divertida, mientras sus autoridades de paso se ufanan de un polvoriento parque Alejo Barrios, donde se vende chicha y empanadas al ritmo de cumbias, y de unas calles y cerros donde se puede beber, fornicar y defecar la última noche del año. ¡Qué pena!

 

Esas mismas autoridades se contentan con premios de consuelo inútiles, como las sedes del Poder Legislativo y del Consejo de la Cultura y las Artes, a sabiendas que las decisiones que se toman allí vienen cocinadas de la capital. ¡Pobre Valparaíso! ¡Cómo dueles!


El “Gitano” Rodríguez, el doctor Aldo Francia, Lukas, Lucho Barrios, y una larga lista de amantes del Puerto, tal vez prefieran observar desde el otro mundo la miseria exacerbada que hoy abraza a Valparaíso, y con toda seguridad, sus narices ya están libres del hedor de calles y veredas asquerosas y lúgubres.

Lo triste de esta columna es que en un año más podría ser publicada de nuevo, sin perder un ápice de vigencia. La dramática realidad de Valparaíso es que nadie hace nada por modificarla, a nadie le inquieta la mugre y la destrucción; nadie se siente provocado por la impunidad de sus agresores.

 

A Valparaíso lo abandonaron todos. Lo abandonamos todos.

 

¡Perdón, Pancho querido!

Patricio Araya

Periodista

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