Diciembre 27, 2024

A propósito de una canción de Silvio Rodríguez

silvio700

silvio700Llevábamos quince días en la CNI, cuando, vendados los ojos, nos llevaron en un camión a la Fiscalía Militar. Era octubre del año 1986, y dos semanas antes la represión había caído sobre la mítica imprenta Llareta ubicada en la calle Caliche 806, en la cual se imprimió gran parte del material usado contra la dictadura.

 

 

Aldo Díaz, su dueño, y yo, que iba pasando, fuimos puestos a disposición de la Segunda Fiscalía, y el actuario, un tipo de gestos femeninos que mantenía sobre su escritorio una pistola, nos dijo que estábamos acusados por el artículo octavo de la ley 17.798. Luego, debidamente encadenados, nos llevaron a la Penitenciaría.

 

Para llegar a la galería doce hay que circular por un sinnúmero de pasillos estrechos, malolientes, rodeados de rejas de fierro y mallas de grueso alambre, hasta enfrentar una escala también metálica y muy empinada que lleva a un pasillo flanqueado por puertas de un café oscuro, casi ocre, de muros amarillos, como todas las celdas que he conocido. En alguna parte leí que ese color es el preferido de las cárceles, nadie sabe por qué.

 

Nos alinearon frente a las primeras puertas, que sumaban dieciocho por lado. A medida que nos desencadenaban, las grilletas de acero se incrustaban en las muñecas hasta dejar las manos y los antebrazos completamente insensibles, nos iban destinando a las celdas desocupadas.

 

Yo iba encadenado con Aldo Díaz y observábamos como el sargento distribuía a los detenidos, esperando quedar más o menos cercanos. Pero no fue así. A Aldo se lo llevaron a la treinta y cuatro, a mí me metieron en la ocho, después de desnudarnos y hacer una prolija revisión de nuestras ropas y cuerpo. En la puerta de la celda alcancé a ver un papel escrito que decía: “Artículo octavo, ley 17.798”.

 

Era una celda cuyos muros amarillos estaban cubiertos de juramentos de amor eterno, promesas a la madre y evocaciones a los hijos. El olor se hizo insoportable los primeros cinco minutos, después, ya no se sentía.

 

Cuando los gendarmes se fueron comenzó una impresionante serie de gritos que venían no sabía de dónde. Era una situación demencial, como si de pronto, de la nada, de los muros de esas celdas aparentemente vacías, emergieran centenares de voces llamando de un lado a otro, entremezcladas, agudas, graves, lastimeras, determinantes, insistentes, indagatorias, que de pronto llenaron todo el ámbito de la galería. Parecía un estadio en el que se juega el último minuto de la final y los equipos empatan aún.

 

De pronto se hizo un silencio y una voz, salida desde el fondo gritó: Quienes son los que llegaron? ¿Por qué vienen? Silencio. Insistió la voz: Los que llegaron, ¿por qué vienen? Alguien, no sé si Aldo u otro del grupo que llegó con nosotros, gritó tímidamente: Somos presos políticos. ¿Son compañeros? Volvió a preguntar. Si, contestamos varias voces.

Y el entrevero de voces que siguió a continuación no me permitió entender lo que decían, pero muchas eran de bienvenidas y de sugerencias para pasar la incomunicación.

 

El que preguntaba era el Rucio Molina, que estaba incomunicado junto con sus compañeros hacía tiempo y al que sacaban entre ocho o diez gendarmes, de vez en cuando. En esos casos, el Rucio, salía gritando que ahí nadie se rendía, que seguíamos resistiendo y daba fuerzas y ánimos a los que quedábamos, mientras los gendarmes lo golpeaban para que se callara.

 

Horas después, ruidos de cadenas y puertas nos avisaban que el Rucio volvía de los interrogatorios, y no más llegaba comenzaba a subir el ánimo de todos los que estábamos ahí, en silencio, rumiando la incomunicación, desconectados del mundo, desorientados por completo y con mucho miedo.

 

“Ya compañeros, arriba ese ánimo, aquí nadie está rendido, vamos compañeros, no bajar la guardia”. Y comenzaba a cantar la Joven Guardia, y en un segundo todos cantábamos con todo lo que nos daba la voz, mientras el sargento amenazaba con las penas del infierno si no nos callábamos, pero seguíamos cantando todas las canciones que nos sabíamos, cada uno desde su celda, hasta cansarnos.

 

Un día se hizo la primera peña. El que la dirigía era el mismo Rucio Molina. Cada uno inscribía, a gritos el tema que interpretaría, y cuando le llegaba su turno, cantaba, desde la soledad ya no tan sola de su celda, para el resto de sus compañeros. Así fue que apareció la canción favorita de las innumerables peñas que se harían hasta cuando, quince días después, nos levantaran la incomunicación y nos bajaran a la Calle Cinco.

 

Rafael Pascual interpretaba de maravillas “La gota de rocío”, y un coro magnífico, más alto que el cielo, más dulce que la miel, más libre que el viento, le respondía con un murmullo fantástico para complementar esa canción de Silvio Rodríguez, que tenía la virtud maravillosa de sacarnos por sobre los barrotes, las puertas, y los miedos, mientras Rafael seguía: “del cielo se cayó”, y el coro de gente incomunicada, encarcelada, torturada, pero que no se rendía, se sostenía en ese murmullo dulce, y luego Rafael: y en ella el amor mío la carita se lavó….

 

Hasta donde he vivido, esa ha sido la mejor canción de Silvio que jamás escuché y canté.

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