Noviembre 21, 2024

Natalio del brazo con Altamirano

Una sola vez vi a Carlos Altamirano, a la distancia. Nosotros, un grupo de amigas y amigos en lo alto de la galería, él en la cancha. Un acto en el Palau Blaugrana de Barcelona, conmemorando el 70 aniversario del nacimiento del presidente Salvador Allende.

 

 La sorpresa de reconocer a Altamirano cuando venía entrando, sin haber sido anunciada su presencia, como uno más, caminando tranquilamente, no fue nada al ver que el tipo que lo llevaba del brazo, en perfecta cordialidad y armonía, a pesar de llegarle poco más arriba del ombligo, era el entrañable profesor Natalio Andrade.

 

Ya tenía yo una larga historia con el buen Natalio. Lo conocí al ser nuestro profesor de Física en el colegio. Llegó a mediados del año 69 en reemplazo del titular, contratado inesperadamente por una universidad.

Ingresó a la sala acompañado del rector. Bajito, rozagante con unos kilos demás, terno oscuro, camisa blanca y corbata, del brazo izquierdo colgando un abrigo azul.

 

El rector, tras una mínima presentación, se retiró. Natalio se acercó al escritorio y dejó con cuidado el abrigo en el respaldo de la silla. Apoyó las dos manos sobre la mesa con los brazos estirados, e inclinándose hacia adelante, nos dirigió sus primeras palabras: “¿Muchachos, dónde está el baño?”.

 

A partir de ahí tuvimos claro que las clases de física serían festivas. Era tal a veces el relajo en desarrollo que hubo que darle un punto de organización, inventando una contraseña para llamar al orden ante la cercanía del prefecto, el rector o algún soplón: ¡Átomo! gritaba el primero en advertir el peligro.

 

A Natalio, de vez en cuando, le gustaba contar algún chiste. Recuerdo uno. Viajó el presidente Jorge Alessandri a Ecuador en visita oficial. Aterrizó en Guayaquil, donde lo estaba esperando su colega Carlos Julio Arozamena, oriundo de aquella ciudad. Hacía un calor, como es costumbre en la capital del Guayas, pegajoso y abrumador. Alessandri no hace más tocar tierra y se le abalanza un hombre alto y fornido, lo abraza efusivamente alargando un brazo y una mano hasta el poto del recién llegado y le dice: “Bienvenido mi mariconcito”.     

 

Habiendo vivido después en Ecuador, y escuchado anécdotas de quien para ellos es simplemente Carlos Julio, no está descartado que el chistecito de Natalio tenía algo de verdad.

 

Y fue en Quito donde, estudiando en la universidad el año 71, me entero que viene de gira Inti Illimani. En el centro de alumnos acogieron la idea de invitarlos a dar un concierto.

 

 Partí a le embajada de Chile, que en esos años ocupaba una casona hermosa frente al parque del Egido. Entrando pregunto por el agregado cultural, y me indican que es el señor aquel que está de espaldas al fondo del salón. Me acerco, lo llamo por su cargo, se da vuelta, y ahí está Natalio Andrade: ¡Armendariz!, gritó cuando me vio y me hizo pasar a su oficina.

 

Expeditivo, me dio la dirección del hostal donde se iban a alojar los músicos, lo mejor es que te entiendas con ellos directamente. De paso, cuando supo que estaba como representante de los alumnos en la junta de facultad, me pidió que le orientara porque quería estudiar economía.

 

Estaba en Quito gracias al cuoteo de los partidos de gobierno, él, entonces, era del partido Radical que formaba parte de la Unidad Popular.

 

El concierto de los Inti, dicho sea de paso, fue un acontecimiento notable. Andaban en una gira por varios países suramericanos como teloneros de la visita que hizo a ellos por esos días el presidente Allende.

 

La última vez que vi al profesor en Quito fue un día que iba caminando por la calle 9 de Octubre y me llaman desde un auto detenido ante un semáforo. Al volante Natalio que a toda voz antes de arrancar me pregunta: ¡Qué te parece el autito que me compré?

 

A los pocos días una nueva sorpresa con Natalio. En el diario El Comercio leo un día en la mañana un gran aviso pagado y encuadrado del ministerio de Relaciones Exteriores, que declara persona non grata a mi viejo profesor, y exige que abandone el país.

 

El pecado de Natalio había sido que, sin acuerdo con el gobierno del entonces dictador José María Velasco Ibarra, había programado una visita del presidente Allende a la Universidad Central para reunirse en asamblea con los estudiantes, en el primer bastión de la oposición de izquierda al gobierno.

 

El 78 en el Palau, en el recuerdo a Allende, no hablé con mi profesor. Un par de años más tarde, bajando las escaleras del Metro en la rambla de Catalunya viene subiendo Natalio. De inmediato me hizo dar la vuelta y me invitó a almorzar a su piso para presentarme a su familia. Trabajaba entonces como vendedor de libros de editoriales barcelonesas, viajando con frecuencia a Suramérica. Desde entonces no he sabido de él.

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