Normalmente criticamos a los políticos que nos gobiernan, pero somos muy injustos. Dudo que se haya destacado en el mundo un grupo de políticos con tanta sibilina brillantez. Un grupo que termina con una dictadura y la reemplaza en el poder sobre los mismos pilares que la primera instauró con sangre y destrucción. Que proclama, durante años, con orgullo, que en Chile las instituciones funcionan y canta loas a la nueva democracia, fortaleciendo los enclaves dictatoriales.
Estos demócratas terminaron la obra pinochetista privatizando lo que faltaba, o llamándolo eufemísticamente concesiones e instauraron el modelo neoliberal más ortodoxo de América Latina. Lo hicieron por unos pocos pesos para las campañas y la posibilidad de entrar en los negocios de los importantes, como al del yernísimo con Soquimich, al del arsenal inmobiliario de la familia, y a otros, aumentando su peculio con evasiones, elusiones y otras ventajas con las que se bendijo al gran capital. Bendiciones que están grabadas en los records de Forbes de los multimillonarios más ricos del mundo.
Pocos países tan pequeños como Chile, con 17 millones de habitantes, (con poca seguridad, ya que en el país no hay Censo), tienen multimillonarios en el 2018 en el lugar 80 de estos records y un Presidente que en el primer año de su segunda Presidencia aumenta su fortuna en 100 millones de dólares, desde los US$2.800 millones que declaraba en 2017.
La otra magia de nuestros políticos, especialmente de los que derrotaron a la dictadura, es su capacidad para cambiar consignas de un día a otro, ocultar información, idiotizándonos con una TV concentrada en hacerles publicidad y no cumpliendo nada de lo prometido en sus multimillonarias campañas electorales. Los políticos de derecha solo se dedican a ganar plata y ya débilmente a atacar al comunismo, porque se vuelven locos por hacer negocios con China.
Nosotros, creyendo que vivimos en democracia, nos conformamos con el absurdo de tener una Constitución elaborada en dictadura, que solo se transforma levemente cuando conviene, para reafirmar nuevas necesidades del sistema. Por algo Jaime Guzmán la elaboró con la premisa de que fuera permanente, como para que aún, si sus opositores ganaran elecciones, estos no pudieran cambiar nada de sus contenidos.
Chile es un país que carece de democracia, pero no se califica como dictadura porque cuenta con elecciones. Aunque hasta el penúltimo acto electoral estas se hicieron con un arbitrario sistema binominal y con campañas financiadas por los empresarios, quienes se han encargado de encarecerlas para tener el sartén por el mango.
Así, los elegidos forman parte de un Parlamento dominado por un presidencialismo exacerbado y con una composición que en sus primeros años contó con senadores designados y entre los que incluso se encontraba el propio ex Dictador.
En las campañas electorales se nos promete cambiar la Constitución, se comienza un alardeado proceso constituyente participativo y nunca se sabe nada. Se promete crear el Ombusdman para defender a los más desprotegidos y nadie da siquiera una disculpa por no tocar el tema. No se ejecuta nada que asegure la existencia de mayorías democráticas, ni la participación efectiva de las grandes mayorías, ni menos la protección de los más débiles. Los proyectos de ley los hace el Ejecutivo, ya que ni los parlamentarios tienen iniciativas de ley que contengan presupuesto.
Cuando se han impulsado mínimos avances hacia una sociedad más democrática, estos se han transado por nuevos mecanismos antidemocráticos, especialmente los que pueden pasar más desapercibidos, tales como dar mayor poder al Tribunal Constitucional creado en 1970.
El Tribunal Constitucional se creó para cautelar el respeto a la Constitución. Es decir, en la actualidad, el Tribunal Constitucional en Chile defiende “una constitución de origen no democrático, profundamente autoritario e imposible de legitimar, cuyas bases son la imposición de un sistema democrático deficitario y una sociedad construida en torno a una opción neoliberal, una débil consagración de derechos económicos y sociales y la atomización de los derechos civiles y políticos”.[1]
Cuando se creó en 1970, cuando nuestro país podía enorgullecerse de su democracia, este tribunal era un organismo colegiado, autónomo e independiente de toda otra autoridad o poder, cuya función principal era ejercer el control de constitucionalidad de las leyes. Los políticos que nos gobiernan lo han ido reformando aumentando su poder, al punto de que es llamado la Tercera Cámara y lo han hecho sin que nos diéramos cuenta.
Hasta el 2005, el TC estaba integrado por tres ministros de la Corte Suprema, dos abogados designados por el Consejo de Seguridad Nacional, un abogado designado por el Senado y otro por el Presidente de la República. En agosto de ese año se produjo un acuerdo político para reformarlo.
La transacción fue la siguiente: la derecha aceptaría eliminar algunos de los enclaves autoritarios, como los senadores designados y vitalicios pero, a cambio, se robustecería la figura del TC. La derecha renunciaría a cupos de poder en el Senado, pero en su lugar tendría una incidencia directa en la designación y atribuciones de este tribunal, reforzando su poder de incidencia y veto político. Esta segunda parte de la transacción pasó inadvertida para las grandes mayorías.
Después de esta reforma quedó conformado por 10 miembros: tres designados por el Presidente de la República, dos por el Senado libremente, dos por el Senado previa propuesta de la Cámara y tres por la Corte Suprema.
Considerando el rol que ha cumplido en los últimos años, es difícil pensar que sus miembros no estén alineados ideológicamente. Esto es fácil de detectar haciendo un recuento de las leyes que ha obstaculizado.
Las leyes que ha rechazado o cambiado son innumerables, pero sobre esto no se habla. Solo importantes constitucionalistas como Humberto Nogueira y otros son drásticos al plantear que nuestro país no solo necesita cambiar la Constitución elaborada en dictadura sino que este Tribunal.
Tenemos grandes tareas que impulsar y cumplir para llegar a que nuestro país nuevamente tenga un sistema democrático. En primer lugar poner atención en los cambios que hacen nuestros políticos brillantes a nuestras espaldas. Luego, no solo cambiar la Constitución, sino el Tribunal Constitucional y todos los enclaves autoritarios, centralistas y presidencialistas.
[1]Abogado Carlos López Dawson, Profesor de Derecho Constitucional, Director de la Comisión Chilena de Derechos Humanos