Los Presidentes empresarios, Macri, Piñera, y antes Pedro Pablo Kuczynski y muchos otros mandatarios, son incapaces de separar los negocios privados y los del Estado, y nadie puede dignarse acusarlos de irrespeto al principio de la probidad administrativa: con todo derecho pueden argüir que han hecho un enorme esfuerzo para llegar al más alto cargo del país, para no terminar su mandato con el bolsillo más abultado de lo que entraron. Aplicarles la moral corriente a estos personajes podría convertirse en “una injusticia”, pues ellos saben distinguir el bien del mal, salvo en materias económicas. Preferir al hijo, al hermano, al primo para que ocupen cargos públicos sólo demuestra que estos “servidores públicos” poseen sentido común y prefieren a los familiares en cargos públicos, (“más vale malo conocido que bueno por conocer”).
Aquellos ciudadanos que alaban al Presidente, que ha entrado pobre y salido de igual forma de La Moneda, ignoran la historia o bien, son propietarios de una moralina sin sentido. En el fondo, la alabanza por parte de historiadores como Francisco Antonio Encina al Presidente Aníbal Pinto, es falso, pues si bien tuvo que trabajar como traductor de Diarios – como El Ferrocarril -, lo hizo por puro gusto, pues poseía varias acciones en las minas de carbón; no es verdad que Diego Portales, comerciante que se hizo rico con los negocios del Estanco del Tabaco, no tenía dinero para cigarrillos.
En el fondo, los peruanos, por ejemplo, son mucho más francos y “honestos” en reconocer que, salvo honrosas y contadas excepciones, sus mandatarios siempre han confundido sus intereses personales con los del Estado. En el siglo XIX fue famoso el Presidente Mariano Prado, quien tenía varios negociados en Chile, especialmente en las minas del carbón y que huyó a Francia con el dinero recibido por el gobierno, que estaba destinado a comprar barcos para ganar la guerra del Pacífico. (Remito al lector al libro de Víctor García Belaunde).
En el siglo XXI, en la política peruana las últimas palabras del Presidente suicida, Alán García Pérez, decían: “si los otros roban, yo no…” lo cual da razón a los Presidentes-empresarios antes citados, pues se torna muy inseguro nombrar a otros personeros que no sean de la propia familia, pues existe el riesgo de que los testaferros, como el secretario de la presidencia durante el segundo gobierno de García, sea descubierto y culpe al Presidente, y termine acusándolo y tenga que elegir entre la cárcel o el suicidio.
En Perú no sólo roban aristócratas, como ocurre en Chile, sociedad política marcadamente endogámica, sino que también pueden acceder algunos “cholos”, por ejemplo Alejandro Toledo, o militares de clase media hacia abajo, como Ollanta Humala o su mujer, la “china” Nadine Heredia, incluso, un yanqui, que apenas habla castellano, como Kuczynski.
En Chile, el robo y el nepotismo es mucho más solapado, aristocrático y/o plutocrático: ningún Presidente, ni sus retoños o parientes, lo mismo que sus testaferros, jamás serán pasibles de sufrir, ni siquiera, prisión preventiva, como ocurre con los Presidentes coimeados en el Perú, desde el primer gobierno de Alán García, (1985), hasta nuestros días.
En caso de Chile, si un historiador se atreve a acusar de ladrones, especuladores y corruptos a los Presidentes del pasado, corre el riesgo de ser acusado de injurias y calumnias – está probado que uno de los especuladores de la Bolsa, Juan Luis Sanfuentes, era un sinvergüenza sin escrúpulos, o que Arturo Alessandri Palma alimentaba a una execrable camarilla de abusadores y cómplices. (Remito al lector a la Historia de Chile, de Gonzalo Vial Correa; también a la Historia Política y Parlamentaria, de Manuel Rivas Vicuña).
Tendríamos que alegrarnos como chilenos y buenos patriotas nacionalistas que nuestro Presidente, Sebastián Piñera Echeñique, ostente el premio mayor de los mandatarios nepotistas. Ya ha nombrado dos veces a su primo, Andrés Chadwick, como ministro del Interior; intentó hacerlo con su hermano, Pablo Piñera, como embajador ante el gobierno argentino, además, en su primer gobierno, nombró como secretaria a la hermana, la Pichita Piñera.
Piñera tiene toda la razón de contestar con fuerza y claridad a sus detractores “mal intencionados y calumniadores” que, en el caso de sus hijos, hermanos y primos se debe a que la familia ha prestado muchos servicios al país en forma “desinteresada”, a ejemplo de su padre, don Pepe quien comenzó sirviendo al país en cargos muy humildes, como embajador.
La familia Piñera no tiene la culpa de hacer nacido en cuna de oro, con inteligencia superior a la media de los chilenos, especialmente en el área de los negocios.
Es cierto que Piñera – a diferencia de Macri – no es ningún heredero: su padre sólo le dejó el sentido del honor, sumado a la vida sencilla, muy propia de la aristocracia chilena. En el caso del Presidente, cuando insistía en ingresar al Partido Democratacristiano era una persona de clase media, de origen serenense, pero desde su cargo en el Banco de Talca supo jugar inteligentemente para aprender las reglas de los entones millonarios chilenos, que consiste la mayor rentabilidad con el menor esfuerzo y ética posible.
Antiguamente, los caballeros de Chile podrían hacerse ricos casándose con una poco agraciada, pero hija de un millonario, (ver El modo de ser aristocrático).
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
29/04/2019
Gonzalo Vial Historia de Chile Volumen III Santillana Santiago 1982
Rivas Vicuña Manuel Historia Política y Parlamentaria de Chile Biblioteca Nacional
El modo de ser aristocrático Ximena Vergara y Luis Barros Aconcagua
Víctor Andrés García Belaunde El expediente Prado