Aguantó nueve siglos en pie; sobrevivió a la guerra de los Cien Años, a la Revolución francesa, a la comuna de París y a dos guerras mundiales. Jamás sufrió un incendio, salvo en la ficción de Victor Hugo. Y ahora, en abril de 2019, entre algoritmos y drones, ha ardido como una cerilla en pocos minutos, ¡y sin motivo!
Lo confieso: viejo y ateo, el derrumbe rojo de la aguja de Notre Dame me ha estremecido. No es nada personal. Es que era grande y decrépita; ocupaba mucho espacio y desde hace mucho tiempo; y la había mirado tanta gente distinta y tantas veces que ya la habíamos visto todos antes de mirarla, investida de mucha más objetividad que un sonido o un árbol; de mucha más objetividad que la ciudad entera.
¿Y qué? ¿Con qué derecho nos estremecemos más viendo en llamas la aguja de la catedral de Notre Dame que las casas de Gaza o de Sana –o los bombardeos de Siria o las inundaciones de Tailandia? Con el derecho que nos da la intemperie compartida. Barbarie es quemar una ciudad; civilización es el olvido trabajoso, ingenioso, muy precario, de todos los incendios. Notre Dame se ha quemado de forma tan sencilla y natural que ha desnudado de un tirón nuestra humanidad común y sus enrevesados trabajos sin reposo. El que no sienta más horror instintivo ante la destrucción de un templo concreto –o de un niño concreto– que ante la destrucción de un país o un planeta es que da por perdida la salvación de la humanidad –y por indigna su existencia. La barbarie es verdad; la civilización es engaño. La verdad destruye muy deprisa; el engaño construye muy despacio. ¿Qué construye? Construye cuerpos, vínculos, estrellas; construye en piedra, carne y madera la antigüedad de nuestra estirpe o, lo que es lo mismo, la antigüedad de nuestro futuro. (Hoy, digamos de paso, como quiera que nuestros engaños son telarañas y no ábsides, imágenes solubles y no piedras, nos hemos quedado sin futuro: y que se queme el futuro ante nuestros ojos, viejo y pesado como un elefante, no puede dejar de impresionarnos: ¡estamos viendo arder los dinosaurios!).
Una catedral no se quema en el tiempo sino al final de los tiempos. Su incendio es en sí mismo, en efecto, el fin de los tiempos. Nos sitúa en ese punto crepuscular desde el que, acabada ya la historia, la contemplamos a nuestra espalda –la historia– como una sucesión acelerada de ruinas. El derribo de las Torres Gemelas fue apenas un trágico gag visual que, reactivando la crónica provisionalmente dormida, se encadenó obediente a los acontecimientos del mundo; o a los del no-mundo de la civilización de Wall Street. Pero hay cosas que, si se fabrican –como todas– en el tiempo, viven y perecen fuera de él. Notre Dame tardó 107 años en levantarse y sobrevivió ocho siglos, como un filamento fósil, a todos los cambios de París. “Tardó en levantarse”, digo, porque una catedral se levanta sola; trabajosamente, pero sola. ¿Cómo? ¿Olvidamos a los miles de escultores, orfebres, peones, herreros, canteros, que durante tres generaciones se azacanaron en su construcción? Va a ser que sí. Es nuestro derecho; y también el suyo, pues trabajaron a conciencia para construir algo más grande y más duradero que sus cuerpos. La belleza de Notre Dame tiene que ver precisamente con este olvido del origen (del yunque y el barro); una vez acabada la catedral, ya nadie la hizo. Por eso, como todas las obras materiales del espíritu, nos pone en contacto con un dios o al menos con un ángel: su precariedad misma (etimológicamente asociada al latín prex-precis, ruego o rezo) ya nos indica su génesis y su destino. Conviene mirarla así: como miramos el cuerpo del amado o las hojas del fresno mecidas por el viento. Como si existiera de veras. De hecho casi todos nosotros, malvados y virtuosos, blancos y negros, de derechas y de izquierdas, miramos de este modo ciertos objetos: olvidando no sólo su origen material –sangre y mierda– sino también todos los datos adventicios –culturales, simbólicos, turísticos– que nuestro ojo ha interiorizado como fuente espuria del placer. Cuando miramos Notre Dame –o cualquier otra catedral– ni la hizo nadie ni somos nadie. Eso es la belleza, que no puede arder. ¿Cómo va a arder la capa de Dios? ¿Cómo va arder el tiempo en sus vértebras? ¿Cómo va a arder la sobada corteza de la eternidad? ¿Cómo va a arder la objetividad misma y sus manzanas?
(Los hombres comunes y gremios plebeyos –orfebres, herreros y canteros– que construyeron Notre-Dame –añadamos– nos pidieron que olvidáramos su intervención, pero nos pidieron también que conserváramos su obra. ¿No podemos imaginar su dolor, y sumarlo al nuestro, viendo cómo la sociedad del dron y el algoritmo, capaz de cazar una proteína y contarle a una célula los cabellos, ha destruido en pocas horas novecientos años de tiempo aherrojado, cincelado, acumulado?)
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Si no recordamos el origen, se dirá, olvidamos la historia y eso es peligroso. Muy peligroso, es verdad, a condición de añadir enseguida: pero si recordamos solo el origen, desaparece la obra misma y eso es trágico, pues los efectos que introduce precariamente (rogando de rodillas) la belleza en la historia son aún más serios que los que introducen el esfuerzo y el dolor, incluso el esfuerzo doloroso y necesario de desenmascarar los engaños. El origen es mierda y sangre; su olvido puede ser injusto, pero es también un hijo, una casa, una república, una catedral. Que arda ante nuestros ojos sin motivo el olvido materializado que llamamos belleza nos recuerda, de golpe, su vínculo olvidado con la general fragilidad humana y sus penosos artificios contra el tiempo. Nada más frágil que lo que dura ya nueve siglos. Nada más frágil que la eternidad sujeta entre alfileres. Por eso, si había algo universalmente bello en ver la catedral de pie, hay también algo bello en esta cosa imposible –increíble– de verla arder. ¡Y sin motivo! Porque la belleza está anunciando siempre –¡del principio al final de los tiempos!– su propia destrucción. Porque la belleza –como escribía Rilke– “es solo el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar”. Notre Dame era bella porque aguantaba el paso del tiempo; Notre Dame era bella poniendo fin al curso del tiempo.
No nos hagamos trampas. No seamos demasiado históricos. Creo sinceramente que me afectaría mucho ver arder el Taj Mahal o la mezquita Al-Aqsa. Quizás –es cierto– menos que Notre Dame, porque yo también he sido fabricado en la historia; y mi biografía europea cuenta en mis emociones, como el pedal de un piano en la prolongación de una nota. Pero quiero creer que en el horror particular que sentiría un indio viendo arder el Taj Mahal o un musulmán viendo en llamas la mezquita de Al-Aqsa habría algo universal que nos obligaría a todos por igual y que traicionaríamos afectando una frialdad selectiva. Porque lo particular, admitámoslo, es la indiferencia. Lo particular sería, en efecto, mi relativa indiferencia; o el desdén idiosincrásico de los fanáticos y los chovinistas.
Desconsoladora me parece por eso, mientras arde Notre Dame, la legión de los que se resisten a este engaño universal –raíz del ser humano en el tiempo– y nos restriegan su pequeña e irrefutable verdad idiosincrásica, situándose al margen de la frágil comunidad humana universal que cristaliza en la belleza y sus incendios.
Están, por ejemplo, los que consideran el horror instintivo ante las llamas de Notre Dame injusto y agravioso con los otros horrores del mundo: “Ya podíais dirigir vuestra empatía hacia algo más serio que una iglesia”. He leído este mensaje en un tuit, junto a otros parecidos, cencerros de la conciencia justiciera y ofendida. El que ve “una iglesia” en Notre Dame no tiene ojos y ve también –no sé– a Torquemada en una chimenea encendida; entrega además al Vaticano una cosa grande y vieja que ocupa mucho espacio y dura mucho tiempo; y que integra en su recinto, por eso mismo, muchos más seres humanos de los que puede matar un misil o sumergir un tsunami. Por otro lado, el que no es capaz de sentir dolor por los males del mundo –y combatirlos– sin banalizar el incendio de una cosa grande y vieja que dura mucho tiempo y que integra en su recinto a más humanos de los que caben en el mundo o puede destruir el nazismo, es que desea, más que el alivio de los dolores del mundo, señalar su propia singularidad contra la banalidad común de los sentimientos atinados. Hacen pensar en ese reproche de Juan de Mairena a los que –tras haber compartido el entusiasmo de un aplauso– se levantan y silban con todas sus fuerzas: no creáis, dice Mairena, que esos hombres silban al héroe: silban al aplauso. Los que sugieren, sí, que el que se emociona viendo arder Notre Dame no “empatiza” con otras tragedias, no sienten nada en ninguna dirección: en realidad están “silbando” sin más al consenso común.
Están luego los que consideran ese horror instintivo una emoción ficticia, turística, sentimental, mercantil, “occidental”. Tienen razón. Notre Dame era también una mercancía; la mayor parte de sus visitantes no tenían ni idea del gótico y, los que la tenían, es porque eran ricos, blancos y occidentales (y probablemente heterosexuales). ¡Por no hablar de la arrogancia francesa y de su autobombo publicitario y colonial! ¡Y de los horrores de la Iglesia en América! Vale. ¿Y? Incluso si fuese esa historia y sólo ésa, la que contaba la catedral de Notre Dame, hacía falta mantenerla en pie para descifrarla y relatarla y refutarla; y justificar su destrucción, o hasta regocijarse con ella, umbral de no sé qué loca liberación, condenando a sus constructores y a sus visitantes, revela esa monstruosa tentación del “cero” histórico que comparten algunos izquierdistas con el ISIS. Si no se entiende que la humanidad son también sus agarraderos en el tiempo –engaños paganos de opacidad común y lenitiva– no se puede pretender liberarla de sus crímenes y errores sin encadenarla a la letra vacía y la página en blanco (que siempre llena alguna forma de totalitarismo). Tenemos que aprender a combatir el clericalismo, el machismo, el capitalismo y el colonialismo sin renunciar al conocimiento de los archivos de piedra –ni a los hombres comunes que los construyeron y los admiran, nuestros “indígenas” europeos. En 1978, en Transformación social y creación cultural, el marxista heterodoxo Cornelius Castoriadis escribía: “Si la catedral de Notre-Dame fuera destruida por un bombardeo, nos resulta imposible no imaginar a los franceses recogiendo piadosamente los restos, tratando de llevar a cabo una restauración o dejando las ruinas tal y como están. Y actuarían sensatamente, pues más vale una minúscula esquirla de Notre-Dame que diez torres Pompidou”.
Y están por fin los que desean, por fanatismo ideológico o desamparo religioso, que Notre Dame haya sucumbido a un acto de maldad (preferiblemente musulmán). No aceptan la idea, para mí terrible y tranquilizadora, de que las cosas puedan arder solas. Quieren, anhelan, necesitan encontrar un culpable, actitud tan atávica y universal como una catedral, pero sin belleza alguna. El admiradísimo Ferlosio, en una conversación sobre incendios que precisamente republicó CTXT hace dos años, decía que “los hombres prefieren que sus males procedan de alguna culpable intencionalidad humana porque lo accidental, lo azaroso, es moralmente improductivo”. Y añadía: “Sólo el daño recibido de otros hombres crea valor, porque la víctima se hace acreedora de retribución y se convalida, por tanto, como “de los buenos”. Sólo la culpa humana produce lo que podríamos llamar “víctimas morales”, porque son acreedoras de venganza. La “naturaleza” o la “fortuna” son, en cambio, moralmente improductivas; producen, ciertamente, víctimas, como los muertos de la carretera, pero no, en modo alguno, lo que podríamos llamar víctimas morales”. El “malvado”, decía Ferlosio, es “popular”; e incluso –diría yo– “populista". No es extraño, pues, que sea la órbita de Vox la que trata de colar esta “pequeña e irrefutable verdad idiosincrásica”, contra la realidad misma y la belleza terrible de los incendios, para alimentar el clima bélico en el que puede recoger votos: la de una conspiración anticristiana, es decir musulmana, contra las raíces religiosas de Europa.
De las tres resistencias al “engaño universal” de la belleza, la conspiranoica es la más peligrosa porque es la más acorde con los tiempos, que son casi más antiguos que la catedral de Notre Dame. En los años 30 del siglo pasado, el filósofo de la escuela de Frankfurt Franz Neumann escribió largamente sobre la relación entre la angustia, las teorías conspiratorias y el fascismo. En esas estamos. Se expande hoy una angustia mortal –causa y efecto del derrumbe civilizacional– que reclama a toda costa un enemigo nombrable y un linchamiento. Si en el siglo XX era fácil creer que todos los males del mundo (cuando ya los bienes habían renunciado a una autoría) eran atribuibles a alguna fuerza diabólica, hoy es casi imperativo encontrar una. En esta sociedad capitalista de drones y algoritmos no podemos creer que las cosas ardan sin motivo; y, retrasados como estamos, prisioneros de nuestros cuerpos, tampoco podemos aceptar una responsabilidad aérea y abstracta, de esquemas desbocados y redes autoplásticas. Lo único que puede tranquilizar a un “indígena” europeo es ponerle nombre, cara y fecha de caducidad al mal que nos golpea. Conocer no, etiquetar sí; recordar no, azotar sí; la belleza –y la tragedia– común no, la negación sí.
El derrumbe rojo de la aguja de Notre Dame nos dice dos cosas sobre la crisis de civilización que estamos viviendo. La primera es que la más mercantilizada y securitaria sociedad de la historia es incapaz de conservar una catedral que había sobrevivido a mil avatares de barbarie; y que se incendia sin motivo (se suicida) como para señalar que su lentitud es incompatible con la velocidad de nuestras comunicaciones y nuestras finanzas. Eso nos dice: que lo que más se parece a un tuit, en términos de memoria, es un incendio.
En cuanto a la segunda alerta, tiene que ver con la gestión política de nuestros indígenas –que lo somos todos– de derechas o de izquierdas. Da miedo esa parte de nuestra sociedad tan ideologizada y/o tan tuitera que no siente dolor viendo la destrucción del tiempo. O que, frente a la destrucción, se refugia en otro incendio.
El derrumbe rojo de la aguja de Notre Dame, vieja señora, es el colofón y la negación del atentado contra las Torres Gemelas, novicias postmodernas. Sin motivo y sin culpables, hito puro de civilización incivilizada, su incendio es la protesta de piedra de un mundo que se autoinmola. Estamos entrando en otra historia.