Noviembre 23, 2024

Alan García prefirió el suicidio al oprobio de la cárcel

 

En 1897 Emile Durkhein escribió su obra maestra, El suicidio, dividiéndolo en altruista – dar la vida en razón de la cohesión social -, egoísta – que se produce en sociedad donde se carece de cohesión social -, anémico – en sociedades donde no existen normas – y fatalista – el individuo se ve presionado a suicidarse -.

 

 

Albert Camus, en su obra El mito de de Sísifo, (dios condenado a subir permanentemente una piedra que cada vez que alcanza la cima se vuelve a caer, repitiendo eternamente la tarea encomendada). Sísifo representa el absurdo de la existencia humana. Para Camus, el problema filosófico más serio es el suicidio: el hombre tiene que resistir estoicamente el absurdo de la vida.

 

Alan García era un personaje cuya vida estuvo dominada por el Pathos: su padre – también  dirigente del APRA, estuvo en prisión política durante la infancia de su hijo Alan, hecho que lo marcó toda su vida, pues le creó una fobia a la cárcel que, como fantasma, lo persiguió toda su vida.

 

El APRA y su principal líder, Víctor Raúl Haya de la Torre, han tenido una vida trágica, y no hay sobreviviente desde la época fundacional que no haya experimentado la cárcel.

 

Alan García era el hijo político predilecto de Haya de la Torre: por su influencia, García fue diputado a los 28 años y más tarde,  presidente  de la República, elegido por una amplia mayoría ciudadana. Por gran inteligencia, oratoria y carisma, entre otras cualidades, Alan García era considerado “el Fidel Castro de América del Sur”.

 

Durante su primer gobierno se mantuvo fiel a los idearios de izquierda que sostenía su Partido: se negó a pagar la deuda externa, pretendió nacionalizar los bancos privados – pero se lo comió una inflación del 2.000% – provocando una hecatombe económica de proporciones.

 

También se originó la rebelión del grupo radical de izquierda, Sendero Luminoso, que amenazó el débil Estado peruano. En ese entonces, García asesinó y robó a destajo.

 

En el año de nacionalización de la banca apareció un poderoso grupo opositor, cuyo líder fue el escritor Mario Vargas Llosa que, en 1990, se le veía como el  triunfador en las elecciones presidenciales. La historia casi siempre da sorpresas: emergió, con gran apoyo popular y sin ninguna experiencia política, Alberto Fujimori, quien en la segunda vuelta se impuso a Vargas Llosa.

 

Fujimori, que no contaba con programa de gobierno, adoptó el del FMI a instancias de su nuevo amigo y cómplice, Vladimiro Montesinos. García había soportado los gritos y pifias cuando en el Congreso hizo entrega de la banda presidencial, y pronunció su discurso prácticamente sin inmutarse.

 

En 1992 Fujimori realizó su autogolpe de Estado, aun muy apoyado popularmente, y el pueblo quería que cerrara el Congreso Nacional, y hasta la casa de Alán García fue asaltada y se vio obligado a huir por los techos hasta alcanzar el exilio, en Bogotá, luego en París.

 

Después de diez años fuera del país y luego se asegurarse de que habían prescrito las acusaciones que pesaban sobre él, volvió a su país, donde fue nuevamente candidato frente a Alejandro Toledo, siendo esta vez derrotado, pero logró encantar con su oratoria a sus seguidores, (García fue siempre un “encantador de serpientes” capaz, incluso, de interpretar tangos a la altura de Gardel).

 

En 2006 nuevamente compitió y ganó las elecciones presidenciales al “chavista” Ollanta Humala. En este segundo gobierno fue neoliberal y logró cierto éxito económico debido al auge de las materias primas. García fue el típico político criollo que mentía como carretonero: le mintió a la Michelle Bachelet que elevaría ninguna demanda limítrofe ante el Tribunal de la Haya, pero antes de que el gallo cantara, ya estaba la demanda en manos de dicho Tribunal.

 

García tiene frases que le han costado muy caras: una de ellas – lo dijo a Jaime Bayle – se refería a que el dinero llegaba solo. Cuesta creer con qué dinero, cuando no trabajaba, adquirió una casa en París de  más de un millón de dólares, sumado a varias propiedades en Lima, (los latinoamericanos somos hipócritas, y ayer lo colmábamos de oprobios y hoy, de alabanzas).

 

Para los medios de comunicación y para el pueblo común Alan García estaba catalogado como el más ladrón de los presidentes de Perú. Ya en 2018, cuando empezó a cerrarse el círculo en torno suyo, pidió asilo en la embajada de Uruguay en Lima.  Hoy se comprueba que verdaderamente era un perseguido por la justicia, la que le fue denegada.

 

El fiscal José Domingo Pérez pidió al juez correspondiente la negativa a cualquier petición de abandono del país, hecho que hizo temer a García que la soga se le pondría al cuello; el fiscal y los jueces han tomado el método de tomar detenidos a presuntos culpables para luego allegar las pruebas, y siempre arman una especie de “asociación ilícita”, encabezada por Keiko Fujimori, PPK y Alan García.

 

El miedo a la prisión es cosa viva y los delatores, consecuentemente, emergen de inmediato. La Fiscalía, en el caso de García,  había reunido a los testaferros, (el secretario de la presidencia durante el mandato de García, Luis Navin, y su hijo, José Luis, así como Miguel Atala y su hijo. Según Jorge Barata – encargado de Odebrecht en Perú – Navin había recibido cuatro millones de dólares provenientes del Banco Andorra. Por esos días se deslizó que estos personajes sólo eran palo blanco, pues el dinero era para Alan García.

La noche anterior a su determinación de quitarse la vida ya García tenía claro que la justicia iba a allanar su casa y a someterlo a indignante vejación de las esposas y a la camiseta de detenido. Nadie sabe qué pasa por la mente de un suicida, pero en este caso prefería pasar a la historia como un héroe inocente que podrirse en la cárcel.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

18/04/2019

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