A don Carlos A. Délano y a don Carlos E. Lavín, la justicia los obligó a asistir al parvulario a un cursillo de ética, por haber transgredido los principios empresariales. Durante 33 semanas, equivalente a 100 horas, deben acudir a clases. Apresurados sus papás cancelaron la matrícula y el curso por un año, desembolsando 33 millones. Después, les compraron uniformes a rayas, zapatitos de charol y bolsones de cuero, donde los chiquilines deben llevar cuadernos, lápices, tijeritas para las clases de bordado, goma arábiga destinada a trabajos manuales, una manzana para la inspectora, sacapuntas y el catecismo. Nada de privilegios dirigidos hacia los niñitos en edad de hacer la primera comunión. Concurrirán al colegio caminando, porque si los lleva la mamá en auto, va a constituir una franquicia, que el colegio no tolerará. El director del establecimiento se apresuró en comunicar a los apoderados, el carácter de sobriedad del establecimiento, donde también aceptan a niños de las poblaciones de las comunas vecinas.
El parvulario, ubicado en la comuna de Las Condes de Santiago, les proporcionó el horario de clases. Lunes, lectura del Manual de Carreño y comentarios de algún tema alusivo, por ejemplo, no debo sonarme las narices emitiendo ruidos de matraca, ni poner los codos encima de la mesa. Martes, dos horas del idioma mandarín, por si se les ocurre viajar a China, tentados con el auge del imperio amarillo. Miércoles, lecciones de “No debo prestar dinero con usura, ni hacer ostentación de él. Menos aún, realizar obsequios a mis profesores, que podrían interpretarse como recompensa, con el objeto de obtener buenas calificaciones”. En la mañana del jueves, visitar a alguna población como La Pintana y observar en detalle, de cómo viven los niñitos del sector. En lo posible, jugar con ellos y conocer de sus necesidades. En la tarde, lectura del catecismo y de algunos pasajes de La Biblia, sobre todo El Eclesiastés, que comienza así: “¡Vanidad de vanidades! ¡Vanidad de vanidades! ¡Todo es vanidad!” Viernes, clases de dicción a cargo de un fonoaudiólogo, donde deben distinguir las palabras, que por la similitud de su fonética, inducen a confusión. En la tarde, conjugar verbos que hablen de la honestidad. Sábado libre, sin embargo, de haber quedado materias pendientes, deben concurrir al colegio hasta el mediodía.
Aquella mañana del primer día de clases, los Carlitos, que llegaron juntos al parvulario, tomaditos de la mano y así no extraviarse en la endemoniada ciudad, se encontraron con una desagradable sorpresa. Chiquillos y chiquillas mal criados, pertenecientes a los cursos superiores, los esperaban con una pancarta donde decía: “Cárcel para los pobres; clase de ética para los poderosos”. Como era de esperar, los Carlitos se pusieron a llorar y decían: “Quiero ver a mi mamá”, y como llegaron solitos, después de caminar largas cuadras, sentían el rigor del desamparo. ¿Cuál era el motivo del odioso recibimiento? ¿A dónde apuntaba el sentido de aquella hostil manifestación en el primer día de clases? De no haber intervenido la señorita inspectora, los niñitos habrían huido a perderse. Ella, porque es una mujer amorosa, les dijo que la manifestación estaba dirigida a un ministro de estado, que vive en el sector y que a diario concurre al parvulario a dejar al hijo.
A la primera hora de clases, el profesor encargado del ramo de ética empresarial, después de pasar lista, solicitó a los alumnos ser solidarios con los Carlitos. Como se trataba de chicos tímidos, venidos de otros sectores de la ciudad y de haber olvidado los conceptos básicos de la ética, debían ser tolerantes con ellos. A la hora de recreo, debían invitarlos a jugar “A la ronda de San Miguel, el que se ríe se va al cuartel”, aunque a los Carlitos no les iba a seducir ese juego tonto. Ellos iban a preferir “El paco ladrón” o “Juguemos en el bosque, mientras el lobo no está”.
Los profesores a cargo de la ética empresarial, han manifestado que durante los primeros días de clases, los Carlitos se han visto incómodos. Se distraen, miran por la ventana hacia el patio y parecieran añorar aquella libertad que tenían para realizar todo clase de antojos. Los profesores piensan que sufren de esplín, como si fuesen ingleses metidos en un colegio de clase media, y no donde se educa la realeza. Que en los recreos se mantienen aislados, pateando piedras o se sientan en un banco a comer un sándwich de arrollado de huaso. Triste destino de los Carlitos, cuyos papás invirtieron la friolera de 857 millones de pesos en mejorar las instalaciones del parvulario, pensando que sus hijitos iban a concurrir a ese colegio.