Lo que se entiende por supremacismo es una mezcla explosiva de xenofobia, prejuicio religioso y conservadurismo moral, aderezado con una buena dosis de ignorancia de alta gama y una codicia que no tiene límites.
Esta convicción homicida ha dejado una estela de muertos difíciles de cuantificar.
El avance de la ultraderecha en el mundo ha dado pie para que sujetos de piel blanca se crean con la criminal convicción de que ese hecho no solo le da el carácter de más humano que aquel que tiene la piel de otro color, sino su derecho a matarlo.
En la pacífica Nueva Zelanda un sujeto de estos ingresa a un templo y acribilla a cincuenta personas por considerar que esa gente merece la muerte en tanto no son de su misma “raza”.
Una potencia militar, la más grande y despiadada de la historia, arrasa con países enteros y sus pobladores, por razones semejantes, sumada la rapiña por sus riquezas naturales.
Entre el tirador solitario de Christchurch, admirador confeso de Donald Trump, y el Pentágono hay solo una diferencia de escalas.
En los últimos decenios América Latina ha debido testificar un retroceso en lo que venía siendo un ímpetu progresista, luego de haber cerrado el círculo trágico de las dictaduras militares.
Tanto por la vía de cooptar a otrora adalides de la izquierda y controlar esos partidos progresistas, como por la vía de formar empresas con el único propósito de corromper lideres emergentes, la CIA despejó prolijamente el campo para la ultraderecha.
En nuestro país, la irrupción de criminales capaces de matar a hombres, mujeres y niños por creerse superiores, ha tenido un eco que aún no despliega su magnificencia terrorífica. Si contar la proeza militar de ese martes once, nublado y trágico.
Pero no falta mucho para que sea pan de cada día.
Los ataques a personas consideradas por esas mentes extraviadas como escorias que no tiene ningún derecho, se suceden con una frecuencia de espanto.
En el valiente heterosexual que patea a un homosexual y en el paco que maltrata a un haitiano solo porque no entiende el misterio negro de su idioma criollo, reside el mismo principio idiota que en el racista misógino y homofóbico del activista José Antonio Kast.
Y, calcado a los anteriores casos, está la misma idea traspuesta en el palo policial que sabe distinguir a la perfección cuando son los poderosos los que usan legítimamente un espacio público, de cuando los pobres, los rojos o los maricones arrasan con la ciudad.
Disconformes con la abrumadora legislación que inhibe libertades y derechos, la ultraderecha supremacista, ignara, avara y cruel, va por más.
Saben que toda represión nunca será suficiente.
Y tal es el libertinaje de las fuerzas policiales amparadas por los poderosos, que en la discusión si corresponde o no el control preventivo de identidad con registro de sus pertenencias a menores, se descubre que esa norma que no existe se viene aplicando arbitraria, ilegítima e ilegalmente en al menos setenta mil casos.
Es cosa de preguntarse en qué barrios y comunas se han hecho esos controles ilegales, propios del apartheid y cuántos delincuentes juveniles atraparon por esa vía.
En pocos días llegará el presidente de Brasil Jair Bolsonaro, invitado por su colega Piñera. Se prepara con nerviosismo la bienvenida a un sujeto que respecto de la dictadura de Brasil dijo que “su peor error fue haber torturado y no matado”. Y que desprecia a las mujeres, a los homosexuales, a los indios, negros y pobres.
Habrá un desfile de fans que gritarán su placer por siquiera ver el perfil del nuevo ídolo que llama a odiar, a matar y a despreciar.
Todos quieren ser como Bolsonaro, es decir como Trump. A todos les gustaría ser el supremacista blanco que asesinó a cincuenta personas en Nueva Zelanda. La moda que hoy la impone la ultraderecha es la del odio y en ese aspecto nuestro país es un alumno adelantado.
Por Ricardo Candia