Si hay un término que puede considerarse como el más manoseado en estos días, especialmente en referencia a la situación venezolana, ese es el de “democracia”. El autoproclamado Juan Guaidó lo utiliza a cada rato, qué decir de Donald Trump que tiene “todas las opciones sobre la mesa” para supuestamente restablecerla en Venezuela, hasta unos cuantos sujetos que fueron cómplices de los peores atropellos a los derechos humanos, ahora repiten la mágica palabrita varias veces en su discurso. La democracia pareciera ser una suerte de enjuague bucal: un Listerine cualquiera que por el simple procedimiento de usarlo adecuadamente –unas gárgaras hechas frecuentemente– permite a quien lo hace, cubrir u ocultar su mal aliento.
Y por cierto que el “aliento” de unos cuantos tiene un fuerte hedor: los que apoyaron a Pinochet y que ahora –gracias a sus gárgaras de democracia– intentan pasar con sus malos olores políticos inadvertidos. Un fenómeno parecido se observa en otras partes de la llamada comunidad internacional, un concepto mediático que en el ámbito internacional vendría a equivaler a lo que en el ámbito social de antaño solía describirse como “la gente decente”. Poco se dice que, como en los antiguos tiempos en relación a esa “gente decente” que ocultaba escándalos financieros y familiares, en el caso de la comunidad internacional, también hay más o menos ocultas, conductas escandalosas abiertamente inconsistentes con los valores proclamados cuando no, abiertamente contrarios a toda ética. Trump reclama por la democracia en Venezuela, pero no tiene problema con Arabia Saudita donde la democracia es más bien una idea subversiva; Pedro Sánchez en España aplica con rigurosa continuidad la línea trazada por su antecesor Mariano Rajoy, respecto a la autoproclamada independencia de Cataluña: llevarla a consulta referendaria es ilegal, pero reconocer y apoyar al autoproclamado Guaidó en Venezuela es “democrático”, presidentes que por casualidad se hallan en su puesto, como Martín Vizcarra en Perú, reclaman que Nicolás Maduro, que sí se sometió al veredicto de la urnas, es ilegítimo. Otros como Lenin Moreno, un desvergonzado ejemplo de quien se da vuelta la chaqueta, una versión ecuatoriana corregida, modernizada y aumentada de Gabriel González Videla, símbolo de traición política, también se suma a la campaña contra el régimen venezolano. El mismo régimen que cuando hace unos años el ejército colombiano incursionara ilegalmente en territorio ecuatoriano en busca de unos supuestos guerrilleros, acudió pronto a dar su apoyo a Ecuador.
Hago mención aparte de mi propio primer ministro aquí en Canadá: Justin Trudeau es el hijo de Pierre Elliott Trudeau, el mismo que gobernaba cuando gran parte de los chilenos entonces escapando de la dictadura vinimos a parar a esta generosa tierra. En los años de la Guerra Fría, Trudeau padre resistió firmemente todas las presiones de Washington para que Canadá se sumara al bloqueo contra Cuba, este país nunca rompió relaciones con la isla, mantuvo con ella un activo intercambio comercial y para rematar su postura, Trudeau visitó Cuba y mantuvo una relación amistosa personal con Fidel Castro, al punto que cuando Trudeau falleció en 2000, el líder cubano estuvo presente en su funeral en Montreal.
Se dice que el genio se salta una generación, pero parece que los cojones también: Justin Trudeau, en una situación parecida, no sólo se ha sumado a la campaña contra Venezuela apenas Washington hizo su primer gesto, sino que –en una movida ajena a una tradición en que Canadá no se involucraba mayormente en asuntos latinoamericanos– ha desempeñado un rol bastante activo, siendo su capital Ottawa sede hace un par de semanas para lo que en buenas cuentas no es otra cosa que la puesta en marcha de un plan para un golpe de estado en Venezuela.
Por cierto, todos estos líderes de la “comunidad internacional” (la “gente decente” en la arena mundial, en oposición a los rústicos rusos, los enigmáticos chinos y la mayoría de los otros países del mundo, que constituirían una suerte de “rotada” del orbe) intentan remover al gobierno de Venezuela en el nombre de esa democracia con la cual hacen frecuentes gárgaras, a fin de que la gente, incluyendo a sus propios pueblos, crean que efectivamente sus alientos huelen con la fresca fragancia de menta de los enjuagues bucales. Lamentablemente muchos creen que esa es su verdadera fragancia y no se dan cuenta que el enjuague solo encubre la pestilencia de sus reales intenciones como lo hicieron en Libia, en Irak, y en América Latina tantas veces: en la Guatemala de Arbenz y en el Chile de Allende, entre muchos otros.
Y curiosamente entre muchos que no se dan cuenta del enjuague se cuenta un buen número de gente que se dice de izquierda. Bueno, admitamos que algunos ya no quieren darse cuenta porque a esta altura de la vida han encontrado que “el pasto es más verde al otro lado de la cerca”, no se atreven a confesar su conversión a la derecha aun, pero están en ello. Y también los hay que, de manera bienintencionada, creen genuinamente que hacer gárgaras de democracia efectivamente a uno lo hace democrático, aunque no se plantean más allá qué diablos es esto de la democracia. Más allá de repetir unas cuantas frases hechas sobre el tema, digeridas del último noticiero en la tele.
También hay en ciertos sectores de la izquierda, una suerte de complejo de culpa por haber abrazado en el pasado movimientos o formas de gobierno –el socialismo real de la URSS y Europa del Este– que han colapsado y que en su caída han dejado ver una serie de falencias que ahora avergüenzan a algunos de sus antiguos apologistas. O los que simplemente se han arrepentido de haber apoyado a Cuba o China (cuando esta última tenía a sus ciudadanos movilizándose en bicicletas y bebiendo té, y no en costosos automóviles y bebiendo Coca Cola), o simplemente porque para algunos izquierdistas de salón, hoy no les parece de moda apoyar revoluciones, prefiriendo orientar su discurso hacia objetivos donde existen coincidencias más transversales, como los temas medioambientales o la igualdad de género, por cierto temas respetables y valiosos, pero que no tocan en lo central la estructura de poder de la sociedad.
Y uno de esos aspectos a considerar es que como dijera ese abogado, juez y activista por los derechos de los negros en Estados Unidos, William Henry Hastie: “La democracia es un proceso, no una condición estática”. En buenas cuentas, no se trata de un estado de cosas predefinido, no es un molde que se pueda aplicar a cada país para ver si calza o no con ese modelo y así calificarlo como democrático o no. El mismo Hastie, advierte que este proceso llamado democracia “se puede perder fácilmente, pero nunca se lo gana del todo”.
Cuando Hegel señala que la Historia es una “progresión en la toma de conciencia de la libertad” echa las bases para la formulación dialéctica de la Historia que Marx luego replantea a partir de las condiciones materiales de la sociedad, pero no deja de lado el elemento súperestructural de toma de conciencia que bien puede asimilarse a la construcción de ese proceso que Hastie llama la democracia. Pero como Hegel advierte respecto de esa progresión histórica: el avance no es lineal.
Este carácter no-lineal es claro en las instancias revolucionarias: el objetivo de la revolución es establecer una sociedad con mayor libertad y derechos, pero la implementación misma de la revolución es compleja, e históricamente, ha implicado violencia. Esto último no sólo en las revoluciones recientes. La Revolución Inglesa (también conocido como Guerras Civiles Inglesas) en el siglo 17 le significó al rey Carlos I perder –literalmente– su cabeza, a manos del triunfante bando parlamentarista. Más conocido es el caso de Luis XVI y su esposa María Antonieta con sus cabezas guillotinadas durante en los años que siguieron a la Revolución Francesa de 1789.
Tampoco la Revolución de la Independencia de Estados Unidos estuvo exento de violencia y de medidas que hoy se considerarían contrarias a los derechos humanos y la democracia: una vez declarada la independencia el congreso de las trece ex colonias británicas aprobó una serie de leyes conocidas en inglés coma las Test Laws, obligando a todos los residentes a jurar obediencia a los estados en los que vivían, de no hacerlo se hacían objeto de confiscación de sus bienes, expulsión del territorio (de hecho gran parte de los loyalists –los leales al imperio– encontraron refugio en las entonces colonias británicas de Quebec y Nova Scotia, que más tarde constituirían el Canadá), e incluso, si incurrían en actos contrarios a la causa independentista, prisión y pena de muerte.
En última instancia, la democracia como proceso no es perfecta, quizás nunca lo es, y en momentos de transformaciones revolucionarias cuando se pone en cuestión el poder de los que dominan, sea como clase en una sociedad o como potencia a nivel internacional, en todas la circunstancias históricas se ha tenido que tomar medidas contra quienes intentan obstaculizar el proceso de cambio político, de no ser así, se arriesga perder los logros revolucionarios y retardar la concreción de otros aspectos menos comentados en la construcción de un proceso democrático, como la igualdad en el acceso a la salud, la educación y a lo que en el largo plazo, debe ser mejores condiciones de existencia para todos los ciudadanos. Es decir, un largo proceso que como dice Hastie, quizás “nunca se gana del todo”.