Nuestra memoria constituye nuestra identidad, fuente de placer y nostalgia, pero también lugar de encierro de fantasmas y demonios. La memoria de los pueblos, en cambio, es el mito, que silencia horrores, construye como historia aquellos relatos de los vencedores. En el caso de los derrotados y oprimidos, su tradición “nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla” (Walter Benjamin). ¿Pueden los sobrevivientes a las dictaduras y genocidios hacer comprender a los vencedores su experiencia?
Ellos son las víctimas de la historia, perdidas en la insignificancia, la omisión, en la torsión de sus causas. Sus relatos, cuando pueden relatarse y conocerse, son una nota margen, una anécdota acotada y revisada relegada en un espacio externo a los grandes discursos y significados de las corrientes dominantes. En esta marea, la víctima está expuesta a la resaca permanente, a una constante confusión existencial que no halla ni su lugar ni su tiempo. Su vida transcurre en una soledad irremediable, entre la culpa y la vergüenza, en la tensión de la espantosa memoria y la vacuidad del olvido.
“Soy lo que olvido, no lo que recuerdo”, dice la protagonista de El retorno de Florence, la última novela de Ricardo Candia Cares, una publicación independiente de Ediciones Mañosas (2018). “Estamos formados de olvido como las fotografías de oscuridad, la música de silencios y la materia de vacíos. Pero tarde o temprano todo lo que hemos intentado ocultar tras el vidrio oscuro de un olvido gratificante volverá exigiendo sus fueros abominables. La fuerza inexorable de aquello de lo que quisimos huir nos pondrá los pies bien afirmados en la tierra y lo que vendrá será un aluvión terrorífico”.
Florence, una joven universitaria entusiasta del gobierno de Salvador Allende vive una tragedia que es una disonancia, una contradicción interior permanente: es violada de manera sistemática por un agente de la dictadura hasta que llega, para su horror, a sentir un orgasmo. A partir de esta escena, como una alegoría que anticipa la transición chilena, el relato se construye como un thriller psicológico que sólo se resuelve en sus últimas páginas. Florence es víctima pero también culpable. Sin secuelas físicas que acrediten su tortura sólo puede llevar su condición de víctima en el encierro, que es un silencio y vacuidad existencial. Florence, una mutación a su original Florencia, es a partir del siniestro evento una levedad, una negación, el desperdicio de la historia.
Las víctimas de un genocidio, como despojos de la historia, se hallan extraviados en la insignificancia y en la mudez de su causa, (Manuel Reyes Mate, en sus ensayos sobre el holocausto judío). Habitan entre los significados trascendentales de culturas dominantes, que viven en constante desasosiego e inquietud existencial. “Auschwitz se ha convertido, por un largo tiempo, en un símbolo de ocultación y silencio. Y los sobrevivientes de estas terribles experiencias aniquiladoras alcanzan a sentir vergüenza de volver a experimentarse como seres humanos”.
Es el caso de Florence, un no-sujeto, un objeto de compasión. La reiterada violación por un agente de la DINA, al que buscará hacia el final de la novela, no deja rastros de tortura detectables, condición que la cierra en un total aislamiento: víctima de la dictadura y sospechosa a la vista de los organismos humanitarios. Solo la solidaridad de un corresponsal de Le Monde de Francia le permite salvar su vida, una existencia que no halla jamás un sentido. Vivirá, si vale usar esta expresión, aislada y sumergida en el vacío ante su marido, sus hijas, nietos, su propia familia. Ese es su olvido. Florence, sin memoria, tampoco tiene pensamientos.
Los “vencidos” de esta falsa “guerra” montada por la dictadura cívico militar nunca más podrán levantar la vista. Están condenados a los abismos, en las fosas de la materialidad y a su sentido callado. Pero existen figuras, como Florence, que son capaces de asumir su vida en el transcurrir del tiempo y permanecer fieles hasta el final para descubrir la verdad, que es su iluminación, su salida. El transcurso de una vida negada, prestada por la compasión, puede encontrar una salida, que no es otra que la justicia. Solo así la vida recupera su sentido.
El recuerdo de la tragedia es insoportable y no es representable para la víctima. Por eso el olvido. Pero el olvido no sana. La memoria solo se puede entender con la justicia. Es esta la acción que mueve a Florence, una resistencia activa contra el mal, contra la historia relatada por los vencedores, contra la construcción de los contextos en el devenir de la política. Este es su drama, que se extiende desde aquel campo de concentración y sus sesiones de violación a la construcción de un país sobre la base del mal. En este sentido, es esclarecedora la frase de Gabriel García Márquez en Los funerales de la Mamá Grande: “Vamos a constatar los hechos tal y como fueron antes de que lleguen los historiadores”.
Objeto de compasión. Es este otro de los temas desarrollados por Ricardo Candia. Está claro que la compasión es un sentimiento de solidaridad con el necesitado, con una persona a la que se le ha privado de la dignidad de sujeto. Florence, un no-sujeto atrapado entre la conmiseración y el olvido solo puede escapar de esta condición al hacer efectiva la memoria, pero la memoria sólo puede enfrentarse y representarse por medio de la justicia. Solo cuando abandona esta condición inhumana puede alcanzar su dignidad como persona.
El retorno de Florence es una crónica de la memoria, pero es principalmente una alegoría de la transición chilena levantada sobre un forzado olvido, sobre una escritura espuria e interesada de la historia que deja sobre su base, en el subsuelo, cadáveres y víctimas. Bajo una tensa y perfecta estructura la narración nos conduce desde un olvido, que es también la negación de la vida y el pensamiento, al encuentro y la representación actual de la necesaria memoria. Un trayecto que es un viaje al infierno, a la búsqueda de los demonios engendrados por la dictadura, e instalados por la historia y presentes en la transición. La recuperación de la memoria es también, como dice Candia, el aluvión terrorífico.
PAUL WALDER