Después del discurso del presidente Macron -en verdad una evasión, que no anuncia nada bueno para la democracia- y mientras continúa el movimiento de los chalecos amarillos, intentaremos reconstituir la génesis y examinar algunas de sus implicaciones políticas a fin de contribuir a ampliar el debate.
Así pues, el presidente ha hablado. Pero ¿a quién? Es la primera pregunta a plantearse. Sin nunca querer, sin atreverse a nombrar a los que se le han opuesto -los famosos chalecos amarillos-, ha pronunciado palabras de contrición medidas con cuentagotas y, como enseguida lo reveló la prensa, “concedió” medidas de alivio de la carga financiera soportada por la parte más pobre de la población, pero “sin ceder en nada” que supusiese un cambio de rumbo que diese satisfacción al movimiento de rebelión que desde hace cuatro semanas, sacude en profundidad el país.
En los próximos días se hará balance para ver quien gana exactamente qué, ahora y a largo plazo, y quien puede considerarse satisfecho. Una vez más, ha prometido que los ciudadanos tendrán su opinión en una “concertación” de alcance nacional, que significará contactar por sí mismo con los elegidos locales. Él ha surtido su discurso con dos elementos cuya naturaleza ha de inquietar profundamente a todos los demócratas. Ante todo, una amplia proclamación de severidad contra “el desorden y la anarquía” – “he dado al gobierno las instrucciones más rigurosas” – lo que quiere decir claramente que las manifestaciones se sitúan bajo el régimen de un tipo de estado de urgencia preventivo y que las brutalidades policiales no conocerán ninguna restricción. Además, la vuelta con fuerza del asunto de la identidad nacional, de nauseabunda memoria, inmediatamente traducido en la “cuestión de la inmigración”, una “cuestión” que no tenía ningún papel en el movimiento de los chalecos, pero que tiene resonancias a la derecha y la extrema derecha del tablero político.
No creo que este discurso y la orquestación de que será objeto, aunque suscite alarmas y algunas burlas internacionales, saque al presidente del callejón sin salida absoluto en el que está metido desde hace año y medio de ejercicio del poder. Lo que abre a la vez posibilidades interesantes y temibles incógnitas. Pero para tratar de descifrarlas, hay que volver en primer lugar, esquemáticamente, a las condiciones de su llegada al poder, y a los rasgos más destacables de la política que ha seguido, que no todo el mundo había imaginado de esta forma.
Elección, trampa del poder
Sobre el primer punto, únicamente recordaré que Emmanuel Macron fue elegido, no como en ocasiones se ha dicho, “por defecto”, sino por oposición a una candidata a la que la mayoría del país, según todas las opiniones, no quería y cuyos mensajes televisivos la habían desprestigiado (las cosas pueden cambiar hoy o mañana, totalmente, por su culpa). Su candidatura había sido preparada previamente por una red de influencia que se extendía desde las altas esferas de las finanzas y la función pública, hasta ciertos representantes intelectuales y sindicales del liberalismo social, pero en la cual los primeros han tenido inmediatamente un peso decisivo. Fue porque el famoso “al mismo tiempo”, vagamente hegeliano, del discurso electoral se desequilibró bruscamente a favor de políticas económicas y sociales neoliberales de forma muy agresiva lo que justificaba la consigna (no muy original) de la “modernización” pospuesta por mucho tiempo, articulada en la “refundación de Europa”.
Mientras que su predecesor había cedido muy pronto a las órdenes ( y sin duda al chantaje) de los sectores empresariales franceses y extranjeros, así como a las lecciones de disciplina presupuestaria venidas de más allá del Rín y de Bruselas, Emmanuel Macron ha ido delante de ellas, con la pretensión confesada de tomar su codirección. Pero la más clara de sus consecuencias en la situación presente, ha sido sin duda la forma como, sin disponer de un partido o de un movimiento político real, optó, aupado por su victoria, por la razón habitual de la eficacia gubernamental con una mayoría parlamentaria ficticia, reclutada mediante el CV por sistemas gerenciales sin autonomía ni implantación territorial, terminando así por despreciar a la democracia representativa, ya bastante maltratada por las instituciones autoritarias de la V República.
En el segundo punto, creo que debemos recordar al menos cuatro aspectos, que se superponen, y que individualmente merecen por supuesto un análisis más detallado. El primero, es la dimensión europea determinante, dada la coyuntura y la interdependencia de los sistemas económicos y políticos nacionales. Es cierto que la situación es muy difícil, dado que la UE ha entrado, de manera sin duda irreversible, en una crisis existencial afectada simultáneamente por la profunda desafección de la opinión pública, por la entrada de los Estados, uno tras otro, en una situación de ingobernabilidad; por la ampliación gigantesca de fracturas entre las diversas regiones del continente, y por la osificación del conflicto entre los discursos “soberanistas” y “europeistas”, que tiende a confundirse con un antagonismo social, pero añadiéndole connotaciones nacionalistas que llegan hasta la xenofobia.
Sin embargo, la necesidad de unidad de los pueblos a escala continental es tal, tanto para enfrentarse a los avatares financieros mundiales, como para realizar la transición hacia una economía solidaria en los campos de la energía, del consumo y del clima; para reducir las desigualdades y facilitar la circulación de personas (sobre todo los jóvenes) a través de las fronteras, que hubiéramos tenido que alegrarnos de ver a E. Macron tomar la cabeza en el segundo aspecto. Excepto porque lo ha hecho de forma totalmente irrealista y conservadora, sin plantearse la cuestión del presupuesto europeo, ni la de las “reglas” contables de ortodoxia económica, ni la de los bienes comunes transnacionales, ni la de la democratización profunda de las instituciones comunitarias. A fin de cuentas, ha reforzado el statu quo que condujo al estallido, cuando era preciso formular la hipótesis de una real recreación de Europa al servicio de sus ciudadanos, yendo necesariamente a contracorriente de sus socios. En ciertos aspectos, como la crisis de los refugiados y los migrantes, ha prolongado el doble juego sin los escrúpulos de sus predecesores, e incluso los ha agravado, lo que no dejó de tener consecuencias en la opinión pública.
Evidentemente, la política europea no es separable del bloque de políticas económicas y financieras que forman el núcleo de lo que bien podríamos denominar macronismo. Es una política reforzada de austeridad que no incluye su nombre; de hecho lo dice pero con una jerga esotérica enraizada en una cierta ideología económica dominante, inmutable desde la gran crisis de 2010 y a pesar de sus lecciones: “política de oferta”, “competitividad”, “control del gasto público”, “estímulos para la inversión de patrimonios”, “reducción del coste del trabajo”, “flexiseguridad”, “campeones de lo digital”,…
La única demanda efectiva que verdaderamente le importa, es la demanda exterior, o la de las clases privilegiadas que pueden soportar precios elevados para los bienes de consumo fundamentales e incluso añadirles extras, “a la alemana”, en detrimento del nivel de vida y del poder de compra de la gran mayoría de la población. Esta orientación es en el tiempo suicida para la propia economía nacional. A fortiori, está en las antípodas del potente neo-keynesianismo que sería preciso para impulsar a las actividades colectivas y las calificaciones personales hacia una transformación del modelo de crecimiento, a la formación masiva de personas y de la ordenación del territorio que necesita la crisis de un modelo de crecimiento desfasado.
Los índices de bolsa y el valor de las acciones se consideran los amos, y las divergencias de ingresos crecen sin mesura, creando lentamente un tipo de sociedad dual. Los servicios públicos son la variable de ajuste del presupuesto; la función pública el enemigo declarado del gobierno. El sistema impositivo, al abandonar toda progresividad, se convierte evidentemente cada vez más, en un sistema de subvención a los poseedores por los desposeídos (incluso sin mentar el reflotamiento de los bancos por los contribuyentes en caso de crisis y de la complacencia con la evasión fiscal).
Así llegamos al tercer punto, sin duda el más sensible pues es el más cercano a la vida cotidiana. Es el de la revuelta de los chalecos amarillos, precipitada por un nuevo impuesto al que impúdicamente se denomina “ecológico” (aunque no se toca ninguna de las actividades fuertemente devoradoras de carbono ni alumbrar ninguna política de sustitución) ha estallado en la cara de nuestros gobernantes y sus consejeros. La política social, para el caso esencialmente represiva y destructiva, por lo tanto anti-social, no es más que la otra cara de la política económica. Un régimen capitalista sin duda nunca es igualitario. Al menos puede mantenerse temporalmente dentro de los límites de desigualdades asumibles si el conflicto social, lo que antaño se llamaban “las luchas”, completado mediante políticas de interés y de cohesión nacional, que hoy deberíamos resituar a escala continental e incluso más allá, frena la pauperización e impone un cierto grado de redistribución, ya sea mediante los impuestos o a través de servicios públicos.
Todo ha sido al contrario, como si Emmanuel Macron hubiese visto en su elección un mandato para acelerar la “ruptura”: del derecho del trabajo, de la fiscalidad progresiva, de las instancias de negociación y representación profesionales, de los servicios públicos y de las ayudas sociales. Sin duda, la idea subyacente era que se compensaría la devastación de la sociedad “civil”, con sus secuelas potencialmente desmoralizadoras y sus efectos de “desafiliación” o de “inseguridad social” (Robert Castel), por una mezcolanza de propaganda ”empresarial” y de moralismo bien pensante, sin plantearse que pudiese haber una vuelta contraproducente…
Me detengo un momento en este punto y señalaré el cuarto aspecto. No nos referimos únicamente, a la antigua usanza, a la dimensión ideológica del macronismo, sino más bien a una carga simbólica que ha terminado por explotar con extrema violencia, porque encuentra una situación material que se ha vuelto intolerable para un gran número y que se une a aquella. Se ha tenido razón en señalar los rasgos característicos que revelan la conducta del Presidente: su agresividad, su desprecio declarado por los “perdedores”, los “iletrados” y los de bajos ingresos que no llegan a fin de mes, hasta el punto de que su entorno ha tenido que señalarle los efectos negativos respecto a su capacidad de gobernar.
Pero creo que esto no es más que la superficie de un problema mucho más amplio, que expresa la fórmula omnipresente en las reuniones de los chalecos amarillos: “ellos nos toman por imbéciles”; “Ellos”, es decir, toda la tecnocracia dominante en este país, que normalmente es también, una plutocracia, que va desde quien fantasea como “maestro relojero” y de álgebra, hasta los reformadores de programas escolares de palo (o incluso de hacha), y esos arbitristas explicando muy serios en sus tribunas y sus esquemas, que las dificultades de Francia para “seguir en carrera” provienen de la falta de una “cultura económica básica” de los ciudadanos.
Parece difícil de creer que esto no se haya notado, y sobre todo, que la masa de ciudadanos haya olvidado la diferencia entre el postulado democrático, que es competencia del pueblo, una vez dotado de informaciones necesarias, veraces e inteligibles, y el postulado oligárquico de su ignorancia y estupidez, pongamos este resentimiento en contacto con una angustia que os sitúa entre la espada y la pared; añádase una impostura flagrante respecto a la ecología (al día siguiente mismo de la dimisión del ministro que había sido especialmente encargado de defender sus valores y que no ha ocultado el sentirse traicionado) y se obtiene una auténtica revuelta popular quizás incierta en sus conclusiones, pero perfectamente consciente en su objeto y por esta misma razón, irreprimible tanto tiempo como sus motivos no se tomen en consideración.
Un cara a cara
Hemos de volver a la forma en cómo se presenta hoy el cara a cara que el Presidente, representando una vez más desde la “altura” y la “función” ha eludido más que reconocido en su discurso. Para expresarlo en negativo, existe un doble nivel entre su persona, su palabra (extraña, preparada, burlada), su posición palaciega y el gesto democrático de los chalecos amarillos ocupando estratégicamente las “rotondas” y los peajes de Francia; ocasionalmente sus plazas y sus grandes avenidas; entre las capacidades de acción del gobierno y la espera de los ciudadanos o de su gran mayoría que exigen un cambio y no un catálogo de sumas y restas. Entre ambos, hay también la percepción de la opinión pública en que se juega limpio o se finge que se busca una negociación; que se espera beneficiarse del deterioro, o incluso se favorece. Esta opinión pública, medida por sondeos cuyas expresiones se intercambian en la plaza, reflejan su sentido y evolución, de quien a fin de cuentas todo va a depender todo.
Hay evidencias de una potente dimensión afectiva. Está claro que, más allá de las proclamaciones del diputado Ruffin, se ha manifestado el odio que inspira la figura del Presidente; el modo de ejercicio del poder y el estilo de “gobernanza” que encarna para una gran mayoría de ciudadanos. No hay nada irracional en ello, aunque así se diga, sino más bien de la materialización hic et nunc, en la Francia del siglo XXI, de una verdad política sabida desde Maquiavelo (un autor que al parecer había estudiado Emmanuel Macron): el temor que inspiran los gobernantes puede manejarse, e incluso ser útil, pero no el odio, salvo para el “príncipe” que lleva a cabo una conversión, un cambio ostensible de personalidad (como se ha visto en situaciones excepcionales, en su mayoría vinculadas a las exigencias de “salvación pública”).
Dudo mucho de que esta conversión sea posible, no solo por razones sicológicas, sino porque sería preciso para ello, como le aconsejan algunos partidarios desconcertados, que nuestro Presidente cambie en cierto modo a una familia por otra, “traicionando” a quienes le han “hecho” quien es y le han llevado a las puertas del poder, favoreciendo a quienes en su campaña electoral (realizada, hay que reconocerlo, con eficacia y talento) supo darles el cambio…Seguramente no es bastante maquiavélico para eso.
Pero ante todo la dimensión afectiva se inserta en una situación objetiva que no permite escapatoria. En otra fórmula célebre, apenas la había recordado Lenin, (para hacer de ella el rasgo de las “situaciones revolucionarias”: no vayamos muy rápido hacia una tarea molesta) diciendo: la crisis es irreversible cuando los de arriba ya no pueden gobernar como antes y los de abajo no quieren ser gobernados como antes…Este es el caso actualmente, y es lo que representó entre bambalinas su discurso del 10 de diciembre, con consultas y consejos prudentes (incluyendo, como acabamos de saber, el del ex-presidente Sarkozy), sobre la cuestión neurálgica del umbral, a la vez financiero y simbólico, a hollar o no para resolver el conflicto, a al menos para intentar retrasar los plazos.
Todo ha cristalizado claramente en torno a una única medida, una sola, que concentraba el antagonismo y va a seguir concentrándolo: bien se restablecía, el Impuesto sobre grandes patrimonios, con este nombre u otro equivalente, e incluso se ampliaba de manera que cubriese a la vez las cargas presupuestarias acrecidas de una política social algo más justa y las necesidades de una transición energética real, o al contrario, asistiríamos a una “sacralización” de su abolición, que sellara la alianza de Bercy y el CAC 40 (y Wall Street), incluso Neuilly, que implica recuperar con una mano, ahora o más adelante, lo que se acaba de conceder con la otra. La respuesta ya se tiene: el Presidente no cederá, por lo que perderá a la vez su prestigio, su gobierno y sus consejeros, sin olvidar lo que resta de su mayoría, Se hundirá aún más profundamente en un callejón sin salida, arriesgándose a tener que desplegar una auténtico estado de urgencia (por ahora calificado de “social y económico”, pero ya correlacionado con un discurso de orden público “riguroso”). De ello no puede esperarse ninguna solución, excepto la peor.
Así pues, la situación no puede evolucionar, desbloquearse, o avanzar como se desearía, más que por el lado del propio “movimiento”. Depende claramente de lo que va a suceder. Como todo el mundo, excepto de los que poseen ciencia revolucionaria infusa, estoy a la vez en el punto de vista de la pasión y la expectativa; dispuesto a participar en las iniciativas de solidaridad y defensa de los derechos democráticos (ante todo el derecho a manifestarse libremente y con seguridad, sin ser objeto de un aporreamiento indiscriminado mediante armas de guerra civil) y a formular opiniones necesariamente revisables, que puedan nutrir el debate público.
Evidentemente, no iré a reivindicar por mi cuenta una revalorización del nivel de vida que no necesito. Percibo su urgencia absoluta, determinante; en contrapunto veo aparecer otros intereses, también esenciales, e intento situarme idealmente en el punto de vista del conjunto de un movimiento que abarca, paso a paso, a toda la sociedad, y ahora alcanza a una parte esencial de su futuro. Ciertamente los franceses sin interés en que los chalecos amarillos logren satisfacción, o los que exigen un freno a la lógica neoliberal y por lo tanto se decantan por una transición democrática y social, son una minoría y todos tenemos un deber de comprensión y un derecho de expresión o más bien de hipótesis. Esto puede cambiar, pero es un hecho masivo, ineludible del momento presente.
¿Quiénes son, con todo el volumen y la multiplicidad de su agrupamiento, los chalecos amarillos? Sus declaraciones, las descripciones que dan de sí mismos, corroboradas por algunas notables encuestas en vivo realizadas en tiempo real (lo que bastaría para revalorizar la función cívica de las ciencias sociales), muestran que suponen una muestra representativa, y por esta razón ampliamente apoyada no de la población francesa, en el sentido estadístico del término (el que registran los censos por categorías socio-profesionales, edad, sexo, lugar de residencia, etc.) sino de lo que está a punto de suceder, según las tendencias masivas del capitalismo contemporáneo, y que las políticas evocadas más arriba han significado agravar y hacer más perceptibles.
Diría para complicar inútilmente el razonamiento, que encarnan y denuncian la precarización generalizada de la actividad y de los medios de existencia, que afecta hoy a millones de franceses o inmigrantes de cualquier formación y cualquier residencia geográfica (excepto los “barrios bonitos” y ciertos hogares “bobos”) porque están atrapados entre dos fuertes tendencias características del neoliberalismo, ambas basadas en la aplicación de la ”competencia libre y no falseada”: por un lado, la nueva ley de bronce de reducción de los salarios, directos e indirectos (de la que evidentemente forman parte las pensiones) a la que contribuyen la mundialización y el cambio tecnológico desregulado, así como el debilitamiento de las organizaciones sindicales; y por otro, la uberización acelerada de los empleos “manuales” o “intelectuales”, que no dependen de empresas territorializadas, sino de plataformas numéricas, que realizan una competencia “a muerte” entre individuos (bautizados como “empresarios autónomos”) que sus asociadas mantienen mediante la demanda intermitente y la deuda. Ambas tendencias convergen, y trabajadores y empleados de las ciudades, los suburbios y del campo que non han caído aún al fondo, ven que no tardarán en hacerlo, aunque el discurso oficial preludie la entrada en un paraíso individualista calificado de “nación-vivero de empresas”.
Pero esta representatividad socio-económica se refleja también en una representatividad política que da toda la originalidad al movimiento de los chalecos amarillos y que no ha dejado de suscitar un cúmulo de interpretaciones, digamos de explotaciones: considerando el fracaso de la política representativa o su descalificación, a la cual se han añadido varios factores institucionales y sociológicos de largo recorrido; sin olvidar los métodos de gobierno del poder actual que recordé más arriba, nuestros Chalecos en conjunto han propuesto una alternativa coyuntural al debilitamiento de la política, basado en la auto-representación (y por lo tanto en la presencia personal) de los ciudadanos “indignados” en la plaza pública, con el apoyo de los vecinos y la asistencia técnica de los medios de comunicación en “red”.
Esta alternativa es destacable dado que inventa una nueva modalidad de articulación entre la solidaridad local, la agrupación y la convergencia nacional, aún si esto engendra también tensiones (ver el episodio de “amenazas” contra la delegación propuesta para encontrarse con el primer ministro). Entre estas dos representatividades: la representatividad de las tendencias según la evolución social, y la representatividad política de la acción directa y la expresión no codificada (que implica en concreto mantener a distancia a los aparatos electorales, digamos los meros militantes organizados, incluso aunque pudieran servir como apoyo o portavoces), hay evidentemente una resonancia, hay un paralelismo, pero no hay que apresurarse en transformarlos en una nueva “esencia” de la subjetividad colectiva, ya sea con el título de “multitud”, o de la “plebe”. Creo que hay que considerarla un síntoma del actor potencial de una coyuntura excepcional, rápidamente evolutiva, acaso creadora si se dan ciertas condiciones.
Tres condiciones
Muchas condiciones, de hecho. Pues el movimiento es a la vez potente, dado el apoyo que suscita, por su desesperación, por su novedad, por la dimensión estratégica del doble “problema” que le sirve de causa y que lo ha provocado : la injusticia fiscal, la contradicción económica y ecológica; y frágil, como lo es toda revuelta que vive sobre la resistencia de los individuos que la llevan, pues ninguna organización asegura la espalda y contra quienes quieren vincularse poco a poco a las clases privilegiadas, une buena parte de los medios de difusión y sobre todo, la máquina del Estado. ¿En qué condiciones puede durar; es decir, vencer, dado que su propia existencia es lo que está en juego en la batalla? De forma parcial, sugeriré tres: convergencia con otros movimientos, menos originales, pero no menos representativos; civismo, o capacidad para resistir al engranaje de una violencia mimética respecto al Estado; finalmente, y sobre todo, la emergencia de una idea política que prologue la invención coyuntural, anclándola en las instituciones, y que así le confiera la capacidad de un “contra-poder”.
Evidentemente la cuestión de la convergencia es crucial, tanto en términos de duración como de eficacia. Hay que distinguir a la vez, el simple fenómeno de opinión pública, o como dicen los sondeadores, de simpatía, digamos de solidaridad, que tanto puede desviar la orientación, como dar lugar a una fusión histórica de los movimientos de resistencia y las aspiraciones a una sociedad diferente: bien bajo la forma de una organización emergente o, al contrario, a una “insurrección que venga”, anárquicamente cristalizada en torno a un poder genérico de rechazo o de destitución. Pero por otro lado, debemos ver claramente que sus posibilidades engloban la clave de un cambio profundo en las relaciones de fuerza y de poder en el seno de nuestra sociedad. Sin ella, por fuerte que sea la motivación del movimiento de los chalecos amarillos y por resilientes que sean las causas que lo han engendrado, se arriesga a encontrarse atrapado entre dos efectos probables de aislamiento: el desánimo y la radicalización, en los que se hundiría su capacidad política.
Pero pensar en una convergencia virtual, en estado naciente, reclama ahora prudencia en las formulaciones y al mismo tiempo, apertura respecto al acontecimiento y a su imprevisión. Diría, por una parte, que es necesaria una compatibilidad entre exigencias y expresiones heterogéneas, que no tiene garantía, pues no hay nada de ella o solo una “comunión” espontanea de demandas sociales (frente a un “adversario único”, que sería el monstruo neo-liberal) y sobre todo, hay muchas contradicciones coyunturales muy reales entre las lógicas de cambio (en que el choque entre los proyectos de lucha contra el calentamiento global y las urgencias de una energía barata para el consumo de masas, constituye un buen ejemplo) y por otro lado, es necesaria una diversidad asumida, reconocida de los componentes de la aspiración “popular” a la democratización social y política, autorizando las discusiones, incluso las negociaciones entre ellas, pero preservando al máximo la singularidad de sus orígenes y de sus propias voces.
Por eso, en efecto, podemos hablar en terminología gramsciana, de constitución de un “bloque histórico” y de “transformación de la hegemonía”. Pero sobre todo, no hay que entrar en las “cadenas de equivalencia” imaginadas por los defensores del “populismo de izquierdas” que inspira el pensamiento de Ernesto Laclau, que quiere traducir todas las demandas en un único lenguaje convenientemente idealizado (y cuya contrapartida, como ha vuelto a decirlo Chantal Mouffe, es poner el acento en el poder de los afectos en vez de los razonamientos y la necesidad de una dirección encarnada y personalizada donde se ve hoy lo poco que se corresponde con las aspiraciones del movimiento).
Me atreveré de nuevo con la expresión que utilicé hace años en la revuelta de los ciudadanos griegos contra el diktat de la troika europea: se trataría más bien de un contra-populismo, igualmente distante de la política oligárquica anti-popular y de los populismo ideológicos de izquierda o derecha. No es un pequeño enigma…Pues lo que se ve, me parece en la coyuntura actual, es, por un lado, el formidable valor de arrastre de un movimiento de reivindicación y de revuelta que se remite a la idea de ciudadanía activa puesta al día, y por otro, la extrema desigualdad de los efectos que produce en la expresión de otras demandas de justicia, de igualdad y de emancipación.
Por el lado de los efectos positivos, situaré sin duda el hecho de que los “mercados por el clima” del 8 de diciembre, no se han visto minimizados o disuadidos por la simultaneidad de la manifestación de los chalecos amarillos, sino que incluso han aprovechado la ocasión para que se escuche con más fuerza la idea de que no habrá transición ecológica sin un enorme esfuerzo de justicia social y de reparto de costes. De ahí los encuentros que se han llevado a cabo aquí y allá entre diferentes partes. Con mayor prudencia, situaría también a este lado, las posibles convergencias con el sindicalismo de oposición, obrero o campesino, dado que no doy por sentado que su crisis histórica equivalga a su desaparición programada, y es evidente en el núcleo de una coyuntura de crisis que sus capacidades militantes podrían regenerarse, si han de hacerlo. Hay señales que van en tal sentido.
En cambio, leeré en otro sentido el hecho, de que la Jornada de lucha contra la violencia de género (el 25 de noviembre) ha sufrido visiblemente, en su asistencia tanto como en su visibilidad, la competencia del movimiento de los chalecos amarillos en pleno despliegue. Esto no quiere decir que exista incompatibilidad, sino que están en registros muy heterogéneos, discursiva y afectivamente, ideológica y socialmente; no necesariamente para siempre, dado que todos los observadores coinciden en señalar como un auténtico signo de cambio de época la presencia activa de mujeres en el movimiento de los chalecos, pero con otras lineas de movilización y selección.
Y reservaré como la gran incógnita, quizás decisiva, la cuestión de saber sí y cómo puede haber una convergencia entre el movimiento de los chalecos amarillos y la revuelta potencial de la juventud de los barrios cuya existencia está dominada por el desempleo preeminente, la segregación urbana y escolar, el abandono de los servicios públicos y los estragos del racismo de Estado. El movimiento del “anti-racismo político” que denuncia este racismo institucional, sobre todo las discriminaciones en la vivienda y la contratación, la violencia policial contra los jóvenes “no-blancos”, se ha dividido tácticamente en sus relaciones con el movimiento de chalecos: una parte, con el “colectivo Rosa Parks”, tratando de mantener su independencia para subrayar la permanencia de la opresión racial; otra, con el “Comité Adama”, prefiriendo llamar de inmediato a una fusión o una interpenetración.
Evidentemente no sé lo que ocurrirá… Una política de lo peor practicada por el gobierno, puede consistir en multiplicar las brutalidades y la humillaciones contra los jóvenes de la periferia, tal y como se ha visto vilmente en el Liceo de Mantes-la-Jolie, para desplazar hacia este lado la intensidad máxima del conflicto y dotarle de formas más violentas, a riesgo de hacerle incontrolable. Una evolución deseable ¿llamémosla utópica? Sería poner en marcha un diálogo, quizás a distancia, quizás intermitente, entre los ciudadanos que sufren sobre todo la violencia social y los que sufren la violencia racial, pues es evidente que se superponen ampliamente, pero cuyos discursos y afectos no son los mismos.
Lo que quiero decir también es que la cuestiones “identitarias” con las que quiere jugar ahora el Presidente, no pueden neutralizarse indefinidamente, y todos saben las derivaciones que pueden significar. Hay que formularlas como tales. Quizás los estudiantes y bachilleres que han iniciado huelgas por reivindicaciones que van desde el rechazo a los mecanismos de exclusión y segregación por las calificaciones escolares hasta la afirmación de la igualdad de derechos entre estudiantes de todas las nacionalidades y de todas las razas, jugarán en este asunto, como en otros momentos, un papel de mediadores y catalizadores…La convergencia es un problema, lo que quiere decir a la vez, un horizonte de posibilidades y un nudo de contradicciones, cada una puede explotar para deshacer el apoyo al movimiento.
¿Y la violencia?, pues, a ello vamos. Cuando escribo esto, el atentado terrorista de Estrasburgo acaba de ocurrir, lo que crea una emoción y una tensión fácilmente comprensibles. Y como en otras circunstancias, el gobierno, seguido por una parte de la prensa, parece no poder resistir la tentación de instrumentalizarlo, combinando la llamada a la unidad nacional, como si pudiera ocultar todo, y el despliegue de seguridad que puede servir para varios usos. La violencia principal, permanente, omnipresente, a la que hay que esperar que nuestros conciudadanos no se acostumbren, es la violencia policial y judicial. Viene de lejos: pensemos en las brutalidades contra los estudiantes que protestaban contra la ley El Khomri en el precedente quinquenio; en el asesinato “legalizado” del joven Rémi Fraisse; en el desmantelamiento por la fuerza de la ZAD de Notre-Dame des Landes; en las múltiples infracciones de las fuerzas del orden contra las libertades individuales y colectivas; en las condenas inicuas o desproporcionadas. Se apoya en elementos fascistizantes de la policía o los estimula (Benalla…). Intenta ahora incluso crear en torno de una nueva manifestación de los chalecos amarillos una atmósfera de miedo, y como una espera de enfrentamiento y destrucciones.
Esto plantea un problema fundamental, tanto estratégico como táctico. Lo digo sin ambages, creo que la simetría de una violencia estatal y de una contra-violencia “popular” es una trampa mortal para la que hay que encontrar colectivamente a cualquier precio, medios para distanciarse. Las claves no están todas en manos del movimiento, pero ha de tomar una opción y análogamente cada uno de sus componentes debe elegir. Entiendo y comprendo la argumentación que dice que sin irrupción de la violencia, el poder no hubiera tomado conciencia de la existencia de la confrontación.
Pero señalo, que el elemento decisivo no es la propia violencia; es el hecho de que no ha rebajado el apoyo de la opinión pública, según señalan los sondeos. Sin embargo este fenómeno es meramente coyuntural. No hay nada permanente o logrado. Por lo mismo, entiendo y comprendo el análisis concreto que muestra que los ataques contra policías o los pillajes en tiendas no son en absoluto realizados únicamente por “vándalos” organizados (Black Blocs u otros) o de delincuentes, sino que implican a manifestantes a quienes la acumulación de humillaciones y golpes han hecho moverse hacia una “justa” cólera contra los representantes y los símbolos de una sociedad de injusticia. Es a ellos a quienes, por inclinación o por cálculo, Macron ha señalado en su discurso pretendiendo disociarlos del buen pueblo. Ello no frena la teoría que plantea una equivalencia o una simetría, entre la violencia económica o “estructural” sufrida y la violencia política o “insurrecional” predicada o premeditada, como si la segunda fuese, no solo una revancha contra la primera, sino una forma de hacerla desaparecer, que es tan falso históricamente como peligroso políticamente. Bertolt Brecht ha escrito con precisión en una hermosa frase citada a menudo: “peor que desvalijar un banco, es fundar uno”, esto no es un burrada y menos en la coyuntura presente. Los bancos se burlan de una sucursal dañada, y todos los ciudadanos tienen una cuenta bancaria, loase una deuda.
La violencia física en tanto que es contra-violencia, anti-estatal o anti-capitalista, no crea ninguna relación de fuerzas favorable, y aún menos, “conciencia revolucionaria”. Al contrario, deja la decisión final a merced de las pelotas de goma, a las granadas lacrimógenas, quizás a los blindados. Ha podido crear apenas movimientos de simpatía (por supuesto no hablo de las situaciones coloniales y de las guerras de liberación): bastó un muerto (como en 1986, o un aporreamiento masivo (como en mayo de 1968), a condición de no estar planificado con tal fin. Pero en el lugar y el movimiento actuales, le veo tres inconvenientes absolutamente rechazables: se convertirá pronto en un factor de rechazo público explotable por el poder, sobre todo si añade dificultades económicas imputables al movimiento; situará tendencialmente el conflicto en el terreno de la aceptación o rechazo al “Estado”, que no es en absoluto lo pretendido; finalmente, favorecerá el acercamiento de extremistas de derecha e izquierda, con el pretexto de que “el enemigo de mi enemigo no puede ser mi enemigo” ( si entiendo bien esta fórmula temeraria que empleó Eric Hazan). Me parece necesario que el movimiento de los chalecos amarillos, profundamente cívico, mantenga también el privilegio del civismo, o de la anti-violencia, por difícil que pueda parecer en ocasiones a sus participantes o de sus apoyos y por perversas que puedan ser las estrategias de provocación que quieren su pérdida. No se trata de ceder al chantaje del caos, de abonar el miedo en el seno del movimiento, sino de demostrar una fuerza y una inteligencia superiores en las maniobras, indispensables hoy para abrir grandes posibilidades estratégicas.
En búsqueda de una idea política
Pero para esto se precisa también que se desplieguen rápidamente perspectivas creíbles de acción colectiva; de debate y también de confrontación entre distintas sensibilidades; incluso de las diversas ideologías presentes en el movimiento; de encuentro con otras demandas sociales y la creación de una relación de fuerzas en el seno de las instituciones. Tales perspectivas, se ha dicho desde varias posturas y concuerdo con ellas, no apuntan a las próximas elecciones (que ineluctablemente supondrán el avance de la extrema derecha, mientras se trate de elecciones “europeas”); recogen un impulso democrático radical, por supuesto presente en la novedad de los chalecos amarillos: lo que llamé antes su alternativa a la decadencia de la política. Pero un impulso no basta, necesita un desarrollo continuo, y por lo tanto precisa de una idea política, esta vez en el sentido de la inteligencia ante las situaciones, para tener la oportunidad de empuñar las palancas que necesita. Busquemos esta idea, o más bien oigamos si en ciertas palabras que circulan por Internet u otros medios no habrá ya proporcionado su nombre.
Una expresión ha dado en el blanco en tal sentido: la de los Estados Generales, que evoca para cualquiera (virtud de la Educación Nacional francesa…) el gran momento histórico de constitución del “pueblo político” frente a las capas privilegiadas, evidentemente reclamado también por la comparación persistente, y que el mismo ha pedido, del poder presidencial actual con la tradición monárquica. No estamos aquí en el famoso “antiguo disfraz” evocado por Marx en textos célebres, que emplearía los movimientos de masa como una pantalla imaginaria en la que proyectar su deseo de revolución. Más bien estamos, en una confrontación que se diseña entre los dos extremos del gran ciclo que han recorrido en nuestro país en la época moderna, las instituciones del liberalismo y que señala en cada ocasión la ampliación de las exigencias y de la propia forma de participación en los asuntos públicos.
Lo que encuentro interesante, en concreto, en esta idea, es que se haya formulado de manera destacable relacionándola con la justicia fiscal (y como consecuencia, en el nivel de vida y las prestaciones sociales), en el “centro”, como en la “periferia”, por intelectuales e incluso políticos, y por los chalecos amarillos de Bretaña reunidos para ponerlos en marcha en Carthaix el 8 de diciembre pasado, y que han de reencontrase de nuevo pronto. Está en la tradición de los “Memoriales de agravios”; conjuga la idea de una redacción colectiva desde abajo con la exigencia de una salida nacional; de una nueva gobernación de las opciones económicas e impositivas, que ya no encierra a los ciudadanos en la alternativa de sufrir o rebelarse. Pero otras iniciativas también constructivas usan un lenguaje diferente, como el de los chalecos amarillos de Commercy dans la Meuse, que hablan de asambleas o de comités populares, y en consecuencia, ponen el acento no tanto en la “subida” de las demandas o en la gobernación, sino en la democracia local directa y la experiencia vivida de la igualdad. O como la “Casa del Pueblo” de Saint-Nazaire, instalada en la antigua sede del Servicio de Ocupación próximo a ser demolido, donde se organiza día a día la jornada auto gestionada de las iniciativas del movimiento como eco de una larga y heroica historia de luchas obreras y de autonomía. ¿Es eso contradictorio? No me es permitido decidirlo prematura y presuntuosamente, aunque tenga tendencia a ver más bien una complementariedad que una cacofonía. Veremos si el movimiento se mantiene firme.
Pero precisamente, creo que todas estas fórmulas con que se expresa potentemente la “expresión” colectiva (como escribió de Certau en mayo de 68) y la voluntad de escapar de una posición “subalterna” en la sociedad y en la vida pública, necesitan un anclaje institucional para construir realmente un contra-poder frente al monopolio tecnocrático blindado de experiencia económica, de fuerza pública y de legitimidad jurídica. Esta idea me parece en parte la misma que adelantó Antonio Negri, excepto que yo no hablo de “doble poder”, sino de contra-poder: no estamos en 1917 (y no volveremos allí sin duda nunca más. Hallar un anclaje institucional no quiere decir “entrar” en el redil de las instituciones, bajo el yugo de los cuadros administrativos y representativos, de las delegaciones y de las concesiones.
Quizás al contrario, es atrapar una posibilidad ofrecida, y volverla contra su instrumentación descendente y condescendiente. Por tanto sugiero que todo esto podría concretarse en particular, abriendo una dialéctica de la auto-representación y la gobernación, si los municipios (comenzando por algunos de ellos que den el ejemplo: los más sensibles a la urgencia de la situación o los más abiertos a la imaginación democrática) decidiesen ahora abrir sus puertas a la organización local del movimiento, declarándose prestos a hacerse eco de las exigencias o propuestas hasta la cumbre del Estado. La legitimidad de los municipios de Francia es innegable mientras seamos una República. Y la función estratégica que cumplen en la comunicación entre el poder y los ciudadanos (por tanto entre los ciudadanos y el poder), desde que el Parlamento es únicamente una sala de grabación y un lugar de justas oratorias entre gobierno y oposición, lo acaba de reconocer explícitamente el Presidente. Ciertamente se sitúan potencialmente en el núcleo de la confrontación que se ha comenzado, dado que la única concesión democrática de que hay datos consistió en anunciar que iría “región por región” ante los alcaldes de Francia “que “llevan la República sobre el terreno” para recoger, a través suyo, las “demandas” de los ciudadanos…Pero los alcaldes son, precisamente, lo que quieren los ciudadanos o lo que les piden ser. Y no hay ninguna razón, en el seno de una crisis social, donde la responsabilidad de un dirigente político parece abrumadora, para esperar a que dicte por sí mismo las modalidades, el momento y los límites de la consulta que necesita para re-legitimarse. Al contrario, se necesita que el lugar “natural” de la ciudadanía activa, donde, desde su origen y en el principio del poder constituyente (el pueblo) y los poderes constituidos (los elegidos de base) puedan intercambiar su lugar y sus medios, tenga su autonomía y reivindique sus prerrogativas.
Así que la confrontación que se quiso el lunes eludir a cualquier precio se impondrá por los hechos. Es así como la democracia se inventa y quizás, a fin de cuentas, puede cambiar un régimen. De la rotonda a la alcaldía, pasando por la plaza pública, el camino no es largo, lo que no equivale a fácil de recorrer. Manifestaciones, asambleas populares, contra-poder municipal, Estados Generales o su equivalente moderno, tal puede ser quizás la cuadratura del círculo que hay que resolver día a día y en las próximas semanas, pero probablemente con rapidez, para que de una revuelta de la que nadie esperaba que surgiese una idea política que todos necesitamos ahora. Se ha iniciado una carrera de velocidad y debemos encontrar los medios de ganarla. Es la hipótesis que modestamente he querido someter a discusión.
Fuente:
Traducción: Ramón Sánchez Tabarés