La derecha chilena no es democrática. Jamás lo ha sido. En lo tocante a masacres de trabajadores, campesinos e indios, explotación, abusos y tragedias, ha llevado la voz cantante durante lo que va de historia.
Que hoy utilice los mecanismos democráticos que se concordaron luego del retiro planificado de los militares, no borra su esencia antidemocrática, abusadora, criminal y cruel.
Su aparente compromiso con el Estado de derecho no es sino una pose transitoria y eventual: basta que la cosa se le ponga cuesta arriba para patear el tablero y todo lo demás.
A la derecha chilena se le quita lo democrática cuando el juego en el que todos valemos un voto, en donde hay instituciones que funcionan, libertad de expresión y de reunión y separación de poderes, deja de servirles.
La oleada ultraderechista en América Latina es sospechosamente parecida a la que se instaló con el tándem de dictaduras militares brutales en el continente en los sesenta y setenta para detener a los movimientos revolucionarios que se alzaban luego del triunfo y ejemplo de la Revolución Cubana.
Detrás de esas asonadas criminales y su reguero de centenares de miles muertos, desaparecidos y torturados, estuvo la invisible pero muy concreta mano de la CIA y sus cómplices de la derecha de nuestros países. La misma de ahora. La de siempre.
No resulta un delirio sospechar que detrás de la peste de la corrupción que liquidó a los llamados gobiernos progresistas, incluidos los de la Concertación/Nueva Mayoría, haya estado de nuevo y con remozada táctica, la mano de las agencias de intervención norteamericanas.
Dicen algunos que empresas como Odebrecht pueden haber sido creadas como armas de largo alcance para anular a la nueva amenaza en América Latina, los gobiernos de corte izquierdista o progresistas, y sobre todo el empuje de los movimientos sociales.
Ya no son tanques frente a los palacios de gobierno: son maletas con dinero en efectivo.
Así, resulta más silencioso que los cañones desplegar operaciones que impliquen liquidar a figuras potencialmente peligrosas para el orden. Más vale un corrupto, que un muerto con tintes de mártir.
Cabe preguntarse cómo se revierte este proceso de corrimiento a la tragedia.
La despolitización del pueblo ha sido la condición sobre la cual se ha levantado todo.
Entre el discurso del tirano en contra de la política y los políticos y el toque definitivo en camino al desprestigio total, la corrupción generalizada de la que se salva uno que otro, se armó el caldo de cultivo que alimentó lo de ahora.
Y si se agrega el estado crepuscular de la izquierda, entonces no queda más que aceptar al borde del asombro cómo discursos que hasta hace poco eran considerados delitos, hoy se alzan como efectivas arengas electorales.
Lo que queda es un público al que le han metido la bronca al diferente, al cola, al pobre, al indio, al negro, al infeliz, como el origen de sus males.
No es el neoliberalismo, es el otro.
La repolitización del pueblo implica revisar el rol de los movimientos sociales, entendidos como la agrupación de personas que intentan provocar cambios por la vía de levantar reivindicaciones que el sistema niega sistemáticamente.
O deciden luchar con las armas de la política o envejecen gastando el perímetro de la plaza.
La soberanía reside en la gente, cada cual con su pequeña cuota que por sí sola no vale nada.
Se trata de que el pueblo mediante sus organizaciones asuma, recupere, funde, su rol de sujeto de derechos y haga efectiva su cuota de soberanía, las que sumadas, son la mayoría, esa que incluso a veces marcha por las calles.
El más nefasto y eficiente instrumento de dominio logrado por los enemigos de la gente, ha sido voltear a las víctimas a ser soporte de sus victimarios.