Para Soren Kierkegaard la vida es una enfermedad mortal; para Albert Camus, en el Mito de Sísifo, el suicidio es el principal problema de la filosofía – recordemos que Sísifo fue condenado al absurdo de arrastrar una piedra, una y otra vez, hacia la cumbre de una montaña -; los nihilistas niegan todo sentido de la vida, pero no todos se suicidan pues conviven con el absurdo; para J. P. Sartre la muerte es el fin de toda posibilidad de elección; para Martín Heidegger el dasein es una perpetua elección de posibilidades – en la obra El ser y TIEMPO, la muerte es el fin de todo proyecto de elección -.
El filósofo vasco Miguel de Unamuno decía “… y no me da la gana de morirme…”: el viejo conflicto entre la finitud y la búsqueda de la trascendencia y del infinito. En la “apuesta” de B. Pascal ante la muerte existen dos posibilidades: o la nada, o la otra vida después de la muerte, dice que es mejor apostar a la segunda pues, de seguro, ganará, pero de no existir otra vida, nada arriesga con poner la ficha a la segunda.
El premio Nobel de Literatura, el portugués José Saramago, en su novela Las intermitencias de la muerte, relata que un buen día la muerte decidió declararse en huelga: en el primer día, ninguna persona murió; en el segundo ocurrió de igual manera, lo mismo en la tercera y en los subsiguientes días, pero la vida seguirá tal cual, es decir, los enfermos graves copaban los hospitales, pero no morían; los desgraciados seguían siendo tales, como antes; los pobres seguían comiendo mierda; a los ricos no les restaba país por visitar, como tampoco sabían qué hacer con toda la riqueza acumulada; al final todos pidieron que la muerte volviera a sus labores cotidianas.
Para el maestro Epicuro, el temor a la muerte es una estupidez, pues mientras estemos vivos la muerte no existe, y cuando llega la muerte, nosotros ya no existimos. Si no existiera la resurrección, el cristianismo no existiría y Jesús pasaría a convertirse en sólo un personaje histórico desconocido, perteneciente a la secta de los esenios, muy poco conocido por los historiadores de la época – apenas citado por Javio Josefo -.
Pedro de Valdivia – fundador de Santiago – decía que “la muerte menos temida da más vida”; Francisco de Quevedo, por su parte, decía que “serán cenizas, pero tendrán sentido”. Santa Teresa de Ávila: “no me mueve Señor para quererte la muerte tan temida del cielo que me tienes prometido…” o “vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”.
Los médicos están familiarizados con la muerte biológica, y puede interesarnos científicamente, pero no mueve los sentimientos del hombre de carne y hueso; las demás personas conocen la muerte de los seres queridos y de los otros. Para el filósofo existencialista cristiano, Gabriel Marcel, la más profunda experiencia sobre la muerte es el acompañamiento en la agonía de la persona cercana.
El saber que todos vamos a morirnos y que la muerte no llega nunca la víspera – sólo el condenado a muerte sabe bien el día y la hora de su ejecución <aún en este caso hay sorpresas, pues los métodos pueden fallar o, en el último minuto puede ser amnistiado> – debería tenernos sin cuidado.
En nuestra época nihilista se trata de eliminar el miedo a la muerte y exaltar el desprecio al cuerpo; no en vano el cristianismo no es más que el platonismo, practicado por los seres comunes y no es otra que la filosofía de Platino, mezclado con los evangelios sinópticos y las Cartas del apóstol San Pablo – deberían llamarse paulinos y no cristianos – y, como el alma es eterna y el cuerpo está condenado a podrirse, el ser humano no tiene más que esperar “la resurrección en cuerpo y alma; (es de esperar que cuando llegue ese día resucitemos con el mejor de nuestro caracho, un cuerpo atlético y una sonrisa en los labios).
En esta época, cuando ya llevamos dos décadas del siglo XXI, se trata de negar la existencia del cuerpo y, sobre todo, esconder a la muerte y creer que bastará con no referirnos a ella para escapar del sino de su la existencia. Nos conformamos con el lugar común de que pasamos de la nada a la nada y que ambos acontecimientos están regidos por el azar, pues nadie eligió ni a sus padres, ni al lugar, ni el día ni la hora en que el espermio se iba a encontrar con el óvulo de nuestros progenitores. Nadie elije ser pobre o rico, negro o blanco, hombre o mujer…pero cuando ocurre el acto de la existencia de esta galera, los pobres serán siempre más pobres y los ricos más ricos, y sólo los ingenuos esperarán que en la otra vida la tortilla se vuelva a su favor: “que los pobres coman pan y los ricos mierda mierda…”
Si a Platón no se hubiera ocurrido plantear el dualismo alma cuerpo, espíritu materia, el mundo de las ideas y el mundo material – el mito de la caverna – las religiones monoteístas judaísmo, cristianismo e islamismo, no tendrían adeptos y no hubieran causado el daño a la humanidad al cual hemos asistido a través de la historia. Por suerte, según F. Nietzsche, en La Gaya Ciencia, describe la muerte de Dios y la necesidad de tener el valor de sobrevivir en el nihilismo sin sentido. (Por la voluntad de poder, el súper hombre y el perpetuo retorno).
La muerte de “los otros” es un hecho, pero la tragedia de la vida es nuestra propia muerte, por consiguiente, como es inevitable y, además, está dominada por el “aún no”, ni el “nadie muere la víspera”, los más sabios de los filósofos nos enseñan a domesticarla durante el tiempo que la vida nos permite hacerlo. Según el filósofo griego Sócrates, la preparación para la muerte, mucho más valioso que la idea de un Dios juzgador y cruel, es vivir una buena vida, es decir amable y solidaria con el prójimo.
Nietzsche pensaba que las duras reglas de la moral cristiana conducían a los hombres a una doble muerte, pues no habríamos sabido aprovechar el “Carpe Diem”, la vida dionisiaca en razón de la apolínea, cultivada por Sócrates, Platón, Kant y la filosofía racionalista y, sobre todo, la nietzscheana. Como nada conocemos acerca de la otra vida tenemos que, a veces, inventar falsas historias – la de la luz al final del túnel, de la cual dan crédito hasta médicos, que pretenden seriedad científica -.
Si algunos no creyeran en la inmortalidad no acumularían tanto dinero: los millones de los potentados no podrían gastarse en lo que les queda de vida y me parece, por tanto, muy estúpido dejárselos en herencia a sus hijos que, de seguro, lo dilapidarán – recordemos la parábola del hijo pródigo -, (nuestro Presidente, tan católico como se muestra, parece que no cree mucho en la resurrección de la carne, ni menos en el dios de los banqueros, que es la razón por la cual incluye a sus nietos en sus empresas), los ricos Epulones, que se dicen católicos, creen más en su capital y en la herencia que en Dios y su segunda venida en gloria y majestad.
Al ignorar todo sobre la muerte y, sobre todo que de la nuestra no nos daremos ni cuenta, es necesario celebrar el día llamado de Todos los Santos, como corresponde: algunos, los yanquis y los copiones chilenos, con la Noche de Brujas y la compañía a sus difuntos el día 1º de noviembre; en México, con desfile pintoresco de las calaveras, seguida de una sibarita comilona, en que los finados no dejan ni las migas. Estos ritos son muy valiosos cuando consideramos que miles de latinoamericanos, ni siquiera han podido enterrar a sus seres queridos, por culpa de los cerdos dictadores y sus esbirros.
En lo personal, como nada sé de mi próxima propia muerte a venir, sólo me va quedando la constatación de que cada día que pasa tengo uno más de viejo y uno menos que vivir, y así empiezo a captar el frío de la “parca” que cuando me entero de la muerte de tantos y tantos amigos personales – el caso de mi mejor amigo, Agapito Santander, de amigos de infancia, como Manuel Francisco Sánchez, Santiago del Campo Nelson Soucy y de otros, pero sobre todo de mi padre y mi madre, quienes me contaban historias sobre la muerte, que aún recuerdo – la historia de un purgatorio donde a cada uno de los seleccionados al paraíso se les hacía elegir un momento de su vida, que se repetiría en la eternidad, una especie de “eterno retorno”, de Nietzsche.
El hospital “Tanatos” es un sanatorio en Suiza destinado a recibir la muerte dulce a un “suicida”, mediante un contrato que no puede violarse por ninguna de las partes firmantes, designando el día y la hora en que el sujeto ha elegido para morir sin dolor. Durante la estadía en ese centro, dos de los huéspedes se enamoran y redescubren el amor a la vida, por efímera que sea, y deciden, en consecuencia, romper el contrato, pero el director les recuerda la irreversibilidad de este.
Otra de las historias sobre la muerte se localiza en una sala común de un hospital, en la cual uno de los enfermos está ubicada hacia la ventana, con vista al jardín, y le cuenta al compañero que no puede mirar al exterior maravillosos paisajes que observa desde su cama. Envidioso el segundo, lo asesina. Cuando es trasladado a la cama de su víctima, que da a la ventana – descubre que sólo divisaba un lúgubre muro.
En Canadá, donde tuve un infarto, soñaba que en cielo había tanta gente que no había sillas para todos: era una especie de restaurant y yo quería sentarme al lado de mi abuelo Gumucio y, para lograrlo, había que pasar por la mesa de los políticos, quienes hablaban y reían a carcajadas de cosas tan superfluas que me puse a llorar suplicándole a Dios que me cambiara de lugar, no supe más, pues desperté junto al médico que me atendió por ese temido ataque al corazón.
Un gran filósofo dice que la muerte es un dormir sin soñar y la vejez es una isla rodeada de pasados.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
03/11/2018