La sorprendente performance electoral de Jair Mesías Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones presidenciales del Brasil suscita numerosos interrogantes. Sorprende la meteórica evolución de su intención de voto hasta llegar a arañar la mayoría absoluta. Y no fue el atentado lo que lo catapultó la posibilidad de ganar en primera vuelta.
Veamos: en los últimos dos años su intención de voto fluctuó alrededor del 15 por ciento, pese a que está próximo a cumplir 28 años consecutivos como diputado federal (y con sólo tres proyectos de ley presentados a lo largo de estos años). Ergo, no es un "outsider" y mucho menos la personificación de la “nueva política". Es un astuto impostor, nada más.
A comienzos de Julio su intención de voto era del 17 por ciento: el 22 de Agosto, Datafolha marcaba un 22 por ciento. El 6 de Septiembre sufre el atentado y pocos días después las preferencias crecieron ligeramente hasta alcanzar un 24 y un par de semanas después subía al 26 por ciento. En resumen: un módico aumento de 9 puntos porcentuales entre comienzos de Julio y mediados de Septiembre. Pero a escasos días de las elecciones su intención de voto trepó al 41 y en las elecciones obtuvo el 46 por ciento de los votos válidos. En resumen: en un mes prácticamente duplicó su caudal electoral. ¿Cómo explicar este irresistible ascenso de un personaje que durante casi treinta años jamás había salido de los sótanos de la política brasileña? A continuación ofreceré tres claves interpretativas.
I
Primero, Bolsonaro tuvo éxito en aparecer como el hombre que puede restaurar el orden en un país que, según pregonan los voceros del establishment, fue desquiciado por la corrupción y la demagogia instaurada por los gobiernos del PT y cuyas secuelas son la inseguridad ciudadana, la criminalidad, el narcotráfico, los sobornos, la revuelta de las minorías sexuales, la tolerancia ante la homosexualidad y la degradación del papel de la mujer, extraída de sus roles tradicionales. El escándalo del Lava Jato y el desastroso gobierno de Michel Temer acentuaron los rasgos más negativos de esta situación, que en la percepción de los sectores más conservadores de la sociedad brasileña llegó a extremos inimaginables.
En un país donde el orden es un valor supremo – recordar que la frase estampada en la bandera de Brasil es "Orden y Progreso"- y que fue el último en abolir la esclavitud en el mundo, el “desorden” producido por la irrupción de las “turbas plebeyas” desata en las clases dominantes y las capas medias subordinadas a su hegemonía una incandescente mezcla de pánico y odio, suficiente como para volcarlas en apoyo de quienquiera que sea percibido con las credenciales requeridas para restaurar el orden subvertido. En el desierto lunar de la derecha brasileña, que concurrió con seis candidatos a la elección presidencial y ninguno superó el 5 % de los votos, nadie mejor que el inescrupuloso y transgresor Bolsonaro, capaz de infringir todas las normas de la "corrección política" para realizar esta tarea de limpieza y remoción de legados políticos contestatarios.
El ex capitán del Ejército, eligió como compañero de fórmula a Antonio Hamilton Mourau, un muy reaccionario general retirado que pese a sus orígenes indígenas cree necesario “blanquear la raza” y que no tuvo empachos en declarar que “Brasil está lastrado por una herencia producto de la indolencia de los indígenas y del espíritu taimado de los africanos". Ambos son, en resumidas cuentas, la reencarnación de la dictadura militar de 1964 pero catapultada al gobierno no por la prepotencia de las armas sino por la voluntad de una población envenenada por los grandes medios de comunicación y que, hasta ahora, a dos semanas de la segunda vuelta, parece decidida a votar por sus verdugos.
Ahora bien: ¿por qué la burguesía brasileña se inclinó a favor de Bolsonaro? Algunas pistas para entender esta deriva las ofrece Marx en un brillante pasaje de El 18 Brumario de Luis Bonaparte . En él describió en los siguientes términos la reacción de la burguesía ante la progresiva descomposición del orden social y el desborde del bajo pueblo movilizado en la Francia de 1852: “se comprende que en medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión, revisión, prórroga de poderes, Constitución, conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución el burgués, jadeante, gritase como loco a su república parlamentaria: “¡Antes un final terrible que un terror sin fin!”
Pocas analogías históricas pueden ser más aleccionadoras que esta para entender el súbito apoyo de las clases dominantes brasileñas -enfurecidas y espantadas por el debilitamiento de una secular jerarquía social anclada en los legados de la esclavitud y la colonia- a un psicópata impresentable como Bolsonaro. O para comprender el auge de la Bolsa de Sao Paulo luego de su victoria en la primera vuelta y el júbilo de la canalla mediática, encabezada por la Cadena O Globo. Todo este bloque dominante suplicó, jadeante y como un loco, que alguien viniese a poner fin tanto descalabro. Y allí estaba Bolsonaro.
Y es que como lo observara Antonio Gramsci en un célebre pasaje de sus Cuadernos, en situaciones de “crisis orgánica” cuando se produce una ruptura en la articulación existente entre las clases dominantes y sus representantes políticos e intelectuales (los ya mencionados más arriba, ninguno de los cuales obtuvo siquiera el 5 por ciento de los votos) la burguesía y sus clases aliadas rápidamente se desembarazan de sus voceros y operadores tradicionales y corren en busca de una figura providencial que les permita sortear los desafíos del momento.
“El tránsito de las tropas de muchos partidos bajo la bandera de un partido único que mejor representa y retoma los intereses y las necesidades de la clase en su conjunto” –observa el italiano- “es un fenómeno orgánico y normal, aún cuando su ritmo sea rapidísimo y casi fulminante por comparación a los tiempos tranquilos del pasado: esto representa la fusión de todo un grupo social (las clases dominantes, NdA) bajo una única dirección concebida como la sola capaz de resolver un problema dominante existencial y alejar un peligro mortal.”
Esto fue precisamente lo ocurrido en Brasil una vez que sus clases dominantes comprobaran la obsolescencia de sus fuerzas políticas y liderazgos tradicionales, la bancarrota de los Cardoso, Temer, Neves, Serra, Sarney, Alckmin y compañía, lo que las llevó a la desesperada búsqueda del providencial mesías exigido para restaurar el orden desquiciado por la demagogia petista y la insumisión de las masas y que, a su vez, les permitiera ganar tiempo para reorganizarse políticamente y crear una fuerza y un liderazgo políticos más a tono con sus necesidades sin el riesgo de imprevisibilidad inherente al liderazgo de Bolsonaro.
Pero toda esta movida, la segunda etapa del golpe institucional cuya primera fase fue la destitución de Dilma Rousseff, debía culminar con la detención e ilegal condena de Lula y su proscripción como candidato, única forma de frustrar su seguro retorno al Palacio del Planalto. El efecto combinado de una justicia corrupta y unos medios cuya misión hace rato dejó de ser otra cosa que manipular y “formatear” la conciencia del gran público aseguró ese resultado y, sobre todo, el quietismo dentro de las propias filas de simpatizantes y militantes petistas que sólo en escaso número se movilizaron y tomaron las calles para impedir la consumación de esta maniobra.
La complicidad de la justicia electoral en un proceso que tiene grandes chances de desembocar en el derrumbe de la democracia brasileña y la instauración de un nuevo tipo de dictadura militar es tan inmensa como inocultable. Jueces y fiscales, con la ayuda de los medios, arrasaron con los derechos políticos del ex presidente, lo encerraron física y mediáticamente en su cárcel de Curitiba al prohibirle grabar audios o videos apoyando a la fórmula Haddad-D'Avila e inclusive vetaron la realización de una entrevista acordada con la Folha de Sao Paulo. En términos prácticos la justicia fue un operador más de Bolsonaro, y los pedidos o reclamos de su comité de campaña apenas tardaban horas para convertirse en aberrantes decisiones judiciales. Por eso la justicia, los medios y los legisladores corruptos que avalaron todo este fraudulento proceso son los verdugos que están a punto de destruir a la frágil democracia brasileña, que en treinta y tres años no pudo emanciparse del permanente chantaje de la derecha y su instrumento militar.
Va de suyo que este perverso tridente reaccionario y bastión antidemocrático es convenientemente entrenado y promovido por Estados Unidos a través de numerosos programas de “buenas prácticas” donde se les enseña a jueces, fiscales, legisladores y periodistas de la región a desempeñar sus funciones de manera “apropiada". En el caso de la justicia uno de sus más aventajados alumnos es el Juez Sergio Moro, que perpetró un colosal retroceso del derecho moderno al condenar a Lula a la cárcel no por las pruebas -que no tenía, como él mismo lo reconoció- sino por su convicción de que el ex presidente era culpable y había recibido un departamento como parte de un soborno.
¡Condena sin pruebas y por la sola convicción del juez! La legión de periodistas que mienten y difaman a diario a lo largo y a lo ancho del continente también son entrenados en Estados Unidos para hacerlo "profesionalmente", en lo que sería la versión civil de la tristemente célebre Escuela de las Américas. Si antes, durante décadas se entrenó a los militares latinoamericanos a torturar, matar y desaparecer ciudadanas y ciudadanos sospechados de ser un peligro para el mantenimiento del orden social vigente hoy se entrena a jueces, fiscales y “paraperiodistas” (tan letales para las democracias como los “paramilitares”) a mentir, ocultar, difamar y destruir a quienes no se plieguen a los mandatos del imperio. Lo mismo ocurre con los legisladores y, en cierta menor medida, con los académicos.
IV
Las interpretaciones ofrecidas hasta aquí tienen por objetivo ofrecer algunos antecedentes que ayuden a la elaboración de hipótesis más específicas y precisas que den cuenta del sorprendente ascenso de Bolsonaro en las preferencias electorales de los brasileños. El hilo conductor del argumento revela la trama de una gigantesca conspiración pergeñada por la burguesía local, el imperialismo y sus personeros en los medios y en la política que va desde la ilegal destitución de Dilma pasando por la no menos ilegal condena y encarcelamiento de Lula hasta la emisión, días atrás, de los falsos certificados médicos que le permiten al mediocre Bolsonaro rehuir el debate con su contrincante que, sin duda alguna, le haría perder muchos votos.
Toda la institucionalidad del estado burgués así como las clases dominantes y sus representantes políticos y su emporio mediático se prestan para concretar esta gigantesca estafa al pueblo brasileño. Y en este sentido no podríamos dejar de proponer como hipótesis adicional que tal vez el avasallante éxito electoral de un farsante como Bolsonaro pueda responder, al menos en parte, a un sofisticado fraude electrónico que pudo haberle agregado un 4 o 5 por ciento más de votos a los que legítimamente había obtenido. No estamos diciendo aquí que ganó gracias a un fraude electrónico -como ocurriera en la elección presidencial que en 1988 consagró el triunfo de Carlos Salinas de Gortari sobre Cuauhtémoc Cárdenas en México y tantas otras, dentro y fuera de América Latina- sino que sería imprudente y temerario descartar esa posibilidad.
Sobre todo cuando se sabe que a diferencia del venezolano el sistema electoral brasileño no emite un comprobante en soporte papel del voto emitido en la urna electrónica, lo cual facilita enormemente la posibilidad de manipular los resultados. Es sorprendente que esto no haya sido considerado por los sectores democráticos en Brasil habida cuenta de la existencia de varios antecedentes en América Latina y en otras partes del mundo en donde la voluntad popular fue desvirtuada por el voto electrónico. Por algo países como Alemania, Holanda, Noruega, Irlanda, Reino Unido, Francia, Finlandia y Suecia han prohibido expresamente el voto electrónico. ¿Por qué no pensar que la pasmosa performance electoral de Bolsonaro podría haber sido potenciada –si bien sólo en parte, insistimos- por el hackeo de la informática electoral?