Ortega se reinventó a sí mismo en la soledad y se apropió de los símbolos de la vieja revolución y de su retórica antiimperialista
La Nicaragua bajo opresión hoy día era inimaginable cuando luchábamos por la utopía de la revolución. Los jóvenes de ahora, perseguidos a muerte, son como nosotros entonces, una generación que, igual que esta, convirtió sus ideales en convicciones.
El poder pasó de manos de una casta familiar a las de unos guerrilleros inexpertos. Y no había un caudillo. Las tres tendencias en que el Frente Sandinista se hallaba dividido poco antes del triunfo aportaron cada una tres miembros a la Dirección Nacional, un cuerpo sin cabeza visible. La ruptura de aquel equilibrio implicaba el riesgo de una lucha intestina, con miles de armas en manos de los combatientes que apenas tomaban respiro de la guerra de liberación recién concluida.
Este fenómeno de mutua contención explica el surgimiento de la figura de Daniel Ortega. No era ni histriónico ni demagogo, como, por ejemplo, Tomás Borge. No tenía dones oratorios, ni era carismático. Lo que para un político resultan desventajas obvias, fueron para él ventajas.
En 1985, por lo mismo, resultó electo presidente de la República y secretario general de la Dirección Nacional. Pero eso tampoco creó al caudillo. El colectivo, con sus pesos y contrapesos, seguía rigiendo las políticas de gobierno, las fuerzas armadas y de seguridad, y el propio partido.
En cada sesión el primer punto de la agenda era la crítica y autocrítica. Cualquiera que hubiera sobrepasado sus límites tenía que mostrar firme propósito de enmienda. Pecados de vanidad y soberbia, exceso de figuración.
Estos antecedentes no los ofrezco para arrojar luz sobre los aciertos y fracasos de la revolución, sino para explicar cómo la utopía ha llegado a convertirse hoy en distopía. Esa forma de poder equilibrado se hizo pedazos con la derrota electoral de 1990, cuando la dirección colectiva terminó desintegrándose.
Y la revolución misma, con su caudal de ideales y promesas, desaciertos y errores capitales que fueron pagados al precio de la derrota electoral, desapareció. De esa ausencia fue surgiendo Ortega como caudillo cuando sembró la primera semilla de su poder arbitrario al proclamar que iba a “gobernar desde abajo”.
Es decir, con asonadas en las calles, huelgas fabricadas, barricadas, choques con la policía con saldo de muertos y heridos, decidido a frustrar el gobierno legítimo de doña Violeta de Chamorro. Así se ganó la lealtad de quienes, engañados por la promesa de retorno al poder por la fuerza, empezaron a verlo, con nostalgia agresiva, como encarnación de la revolución perdida y se reagruparon a su alrededor. Viejos combatientes, colaboradores históricos, líderes de los sindicatos en escombros, remanentes de las organizaciones populares.
Se reinventó a sí mismo en la soledad y se apropió de los símbolos de la vieja revolución, de sus consignas, de su retórica antimperialista, y soportó tres derrotas electorales, sin lograr superar nunca el tercio de los votos.
En 2000 pactó con el expresidente liberal Arnoldo Alemán una reforma de la Constitución que rebajaba al 35% los votos para ser electo en primera vuelta. A cambio, le abrió al otro las puertas de la cárcel, condenado por lavado de dinero. Ortega controlaba ya los tribunales de justicia.
Y aunque la Constitución le prohibía reelegirse, hizo que sus fieles magistrados de la Corte Suprema decretaran que semejante prohibición era nula. La Constitución fue declarada inconstitucional.
Cuando en 2006 ganó otra vez la presidencia, se prometió que nunca volvería a perder. Y con los centenares de millones proveniente del petróleo de Chávez, asumió el control del Consejo Supremo Electoral y los demás poderes del Estado. Y fue copando a la Policía Nacional y al Ejército.
También pactó con su acérrimo enemigo el cardenal Obando y Bravo, arzobispo de Managua. Y con los empresarios: a cambio de plenas garantías para sus negocios, les quedaba vedado el territorio político. Y creó, con ventaja, su propio poder empresarial, gracias al petróleo venezolano.
Sin embargo, ahora, tras más de 400 muertos, todo ese poder pensado para siempre se ha cuarteado. La última encuesta de Cid Gallup así lo muestra: Ortega conserva apenas un 20% del electorado; es decir, la fidelidad básica que consiguió en sus años de soledad.
Tarde o temprano tiene que aceptar que el país no puede volver a las condiciones en que se hallaba antes del 18 de abril, cuando empezó la ola de protestas masivas. Que no hay compatibilidad posible entre el caudillo que se apropió de una revolución ya muerta y la sociedad nicaragüense de hoy, que no acepta nada que no sea la democracia.
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Escritor nicaragüense. Premio Cervantes 2017. Vicepresidente de Nicaragua de 1985 hasta 1990, durante el primer mandato de Daniel Ortega. En 1977 encabezó el Grupo de los Doce, formado por intelectuales, empresarios, sacerdotes y dirigentes civiles que apoyaron al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Tras el triunfo de la revolución, en julio de 1979, formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. En1995, se aleja del sandinismo oficial de Ortega. En El País de Madrid, 04.10.18.