La post Guerra Fría ha marcado un nuevo tipo de intervencionismo en América Latina por parte de los gobiernos de Estados Unidos. Aquel que se caracterizaba por la ocupación armada de nuestros países, la contratación de mercenarios para desestabilizar gobiernos nacionalistas o simplemente el sustento de regímenes dictatoriales, ha dado paso a nuevas formas de injerencia o manipulación política, económica y social, caracterizadas por el objetivo permanente de consolidar su poderío imperial, a través de un contundente mecanismo de destrucción de Estados y naciones.
A partir de 1991, el nuevo orden mundial se transformaba en una panacea de intereses económicos capitalistas, la distribución geográfica del poder se concentraba en el mundo occidental, y la división social mundial del trabajo daba lugar a un nuevo ciclo intensivo de pauperización y disgregación social.
En este nuevo escenario de transformación geopolítica, América Latina continuó alineada al poder hegemónico de Estados Unidos. Con la excepción de Cuba, todos los países del continente respondieron a los principios ideológicos del neoliberalismo y como efecto de esto, tal como sucedió en el pasado, problemas de deuda externa, déficit fiscal, desempleo y pobreza se expandieron en la región. Al parecer, el “unipolarismo” no venía a salvar al mundo de la desigualdad.
Pero tampoco la post Guerra Fría significó paz; el mundo se vio envuelto en un ciclo de nuevas violencias. A partir del año 2000, el espacio post soviético, con las llamadas “Revoluciones de colores”, revelaron la priorización de una nueva forma de intervención. Los golpes suaves o lo que también se llama “subversión política-ideológica”[i][i], mostraron que la guerra de posiciones de carácter imperial estaba vigente y era efectiva. Frente a la posible influencia de Rusia y China, Estados Unidos garantizó su control en Serbia-Yugoslavia (2000), Georgia (2003), Ucrania (2004), Kirguistán (2005) y Líbano (2005).
Paralelamente, luego del acto terrorista de 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, este gobierno junto con sus aliados europeos a través de la OTAN, decidieron invadir y ocupar Afganistán (2001) e Irak (2003), con saldos humanos aún desconocidos –entre muertos, heridos y torturados–, pero con un amplio espectro de ganancias económicas distribuidas entre los contratistas privados en materia de reconstrucción, guerra, venta de armas y acceso directo a territorios estratégicos y recursos petroleros. A esto se debe sumar las acciones en Libia y Siria el año 2011, ambas con una conjugación inteligente de estrategias: primero la subversión política-ideológica y luego la invasión. El común denominador de todos estos acontecimientos fue la participación activa del gobierno de Estados Unidos y sus agencias de “cooperación”. Su acción conspirativa y desestabilizadora no sólo fue capaz de propiciar la intervención, peor aún, de destruir los Estados intervenidos…
Un impacto movilizador
Por su parte, en América Latina, donde el balance geopolítico siempre favoreció al imperio, en el mismo periodo en el que se realizaban las revoluciones de colores y las invasiones en Medio Oriente, Asia central y África, ocurría un proceso inédito: varios países se alineaban en contra del imperialismo y el dominio despótico del capitalismo. Los años comprendidos entre el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela en 1999 y la conformación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2010, marca en la región la Década de la resistencia y la unidad. Nunca antes se había visto un avance tan certero de lo que en su tiempo soñaron Martí y Bolívar.
Venezuela con Chávez, Brasil con Lula (2003), Argentina con Néstor Kirchner (2003) y Cristina Fernández (2007), Uruguay con Tabaré Vásquez (2005) y José Mujica (2010), Honduras con Manuel Zelaya (2006), Bolivia con Evo Morales (2006), Nicaragua con Daniel Ortega (2007), Ecuador con Rafael Correa (2007) y Paraguay con Fernando Lugo (2008), marcaron un ciclo histórico que se vio reflejado, en cada uno de sus países, en la aplicación de políticas de carácter social y económico con resultados satisfactorios en los sectores más vulnerables de la sociedad.
A nivel regional el impacto fue movilizador. La creación de la Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA) en 2004, la derrota del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) un año después, junto con la constitución de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en 2008 y la CELAC en 2010, mostraron al mundo la construcción de un bloque unido, capaz de tener voz propia y de afrontar todo aquello que iba en contra de sus intereses estatales y regionales. Sin duda, la historia marcará este periodo como aquel en el cual América Latina estuvo muy cerca de lograr su independencia.
Pero cual tentáculos que luchan en varios frentes, el gobierno de Estados Unidos y sus respectivos mecanismos de injerencia, llámese Embajadas, Comando Sur, CIA, USAID, DEA, NED, IRI, NDI[ii][ii], etc., trabajaron arduamente para revertir este alineamiento regional autónomo. Los procesos contra hegemónicos se vieron atacados por el montaje de golpes de estado, golpes suaves, uso de la diplomacia de la intervención[iii][iii], y todo aquel mecanismo que desestabilice y acabe con los gobiernos de corte progresista.
Nada más se debe recordar los golpes de Estado frustrados contra Hugo Chávez (2002), Evo Morales (2008) y Rafael Correa (2010), los golpes exitosos contra Manuel Zelaya (2009) y Fernando Lugo (2012), el despliegue de seguridad norteamericano con la reactivación de la IV Flota del Comando Sur (2008), la instalación de nuevas bases militares de avanzada (FOL) en varios países de la región y la implementación de estrategias más flexibles y ágiles del Departamento de Defensa, en cuanto a despliegue de personal de inteligencia y entrenamiento de Fuerzas Especiales.
En este mismo periodo, financiados por el gobierno norteamericano, Colombia y México implementaron planes contra el narcotráfico y el terrorismo, tal es el caso del Plan Colombia (2000) y el Plan Mérida (2008), que más allá de sus catastróficos resultados internos, cumplían la función de militarizar la región; que junto con los diversos acuerdos de libre comercio firmados por Estados Unidos y algunos países latinoamericanos[iv][iv], tenían el objetivo de hacer un contrapeso al poder emergente de los gobiernos de izquierda.
La vuelta al pasado
Lamentablemente, en los últimos años el alineamiento contra hegemónico ha sido debilitado por aquellos dos actores que históricamente han usurpado la independencia política y económica de nuestros países: el gobierno de Estados Unidos y las élites antinacionales latinoamericanas. Un nuevo oleaje intervencionista ataca la región. La unidad latinoamericana lograda en la década irredenta, cada día se debilita más. El ALBA, UNASUR y la propia CELAC están siendo desestructurados por parte de sus propios creadores.
Los otrora grandes países con tendencia progresista como Brasil y Argentina, hoy están en manos de la derecha entreguista. El golpe parlamentario a Dilma (2016) y el encarcelamiento de Lula (2018), no hace más que mostrarnos que están dispuestos a todo para liquidar cualquier vestigio del pasado inmediato. Quizás esto nos enseñe a entender que el poder es un medio eficaz, no sólo para redistribuir la riqueza, sino para acabar con aquellos que nos la arrebataron. Por su parte, Argentina está de nuevo en el “Fondo” con Macri, como una fatídica señal de que la historia se repite.
Estados Unidos está retomando sus dominios. Con la Organización de Estados Americanos (OEA) bajo sus designios, el apoyo siempre subordinado de países como Perú, Chile y Colombia[v][v], entre otros, y la recuperación de su influencia imperial en Argentina, Brasil y Ecuador, siente que es capaz de volver al pasado y con ello, tener en sus manos el control de una región estratégica en el mundo, capaz de proporcionarle una ventaja importante en el actual tablero geopolítico mundial, en el cual Rusia y China adquieren protagonismo.
Mientras tanto, la arremetida contra Venezuela, Nicaragua y Bolivia, únicos países que mantienen la línea esperanzadora del cambio, se presenta cada vez más implacable. El despliegue de los mecanismos intervencionistas no cesa y estos países deben luchar no solo contra la subversión política-ideológica interna, sino contra el entramado mediático orquestado en su contra. Los tres países, junto con la soberana Cuba, y el esperanzador triunfo de López Obrador en México, nos muestran un camino de resistencia y rebelión que debe continuar, porque aún, no todo está ganado.
*Loreta Telleria Escobares politóloga y economista boliviana. Magíster en Estudios Sociales y Políticos Latinoamericanos, Investigadora en temas de seguridad, defensa y relaciones Estados Unidos-Bolivia. loretatelleria@yahoo.es