Es una especie de falta de caridad el hecho de que el Papa Francisco, de una vez por todas, acepte la renuncia del cardenal Ricardo Ezzati, presentada en dos oportunidades.
Después de los delitos del obispo Meneses, en la época colonial, nunca había existido una jerarquía eclesiástica chilena con tantos cuestionamientos e imputaciones, que deslindan con la ilegalidad, que han llevado a cabo los dos últimos arzobispos de Santiago, (Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati).
Cualquier persona, con un mínimo de dignidad ante acusaciones tan graves como las que consignó el Santo Padre en su carta a los obispos de la Conferencia Episcopal, que los acusa, poco menos que de olvidarse de Jesucristo, no sólo renuncia, sino que lo hace indeclinablemente, así tenga que quebrantar sus votos de obediencia, pues ningún ser humano con una onza de dignidad, al ser acusado del delito de encubrimiento de quienes destruyeron documentos fundamentales para el esclarecimiento de abusos, que se encontraban en los archivos secretos del arzobispado.
Que el Papa sea prisionero de la mafia de la curia romana – obligó a su antecesor a reconocer que no se la podía ante el poder de estos masones de la P2 y, por lo tanto, a dimitir de su cargo – no justifica que mantenga activo por tanto tiempo a este pobre hombre, hoy completamente solo y rechazado por el pueblo de Dios y, para más remate, llamado a declarar en calidad de imputado por el fiscal de Rancagua, Emiliano Arias, bajo el cargo de encubrimiento, hecho que ocurre por primera vez en la Iglesia chilena después de la independencia.
Todos los actuales obispos chilenos, en distintos grados, están podridos por una falsa espiritualidad narcisista, mafiosa, elitista, que se auto colocan por encima de la gente sencilla, humilde y creyente. En la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, disfrutando de los manjares en los cocteles de los dueños de Chile, ni siquiera mirarán al “pobre Lázaro”, sólo pide un mendrugo de pan y los obispos, en su prepotencia, se lo han negado.
Es evidente que el problema no se resuelve con el reemplazo de todos los miembros de la Conferencia Episcopal, pues el cáncer de una jerarquía enferma de narcisismo – nada menos que echó a Jesús de la Iglesia jerárquica para entregarse a los mercaderes del templo – ya se expandió por todo el cuerpo: El problema es de fondo: la mafia vaticana, dirigida por el cardenal Ángelo Sodano logró, durante el papado del polaco, Juan Pablo II, aduciendo un infantil anticomunismo, expulsar a los pobres que habían irrumpido en la Iglesia – lo decía el gran teólogo, Ronaldo Muñoz, de los SS CC -, incluso, perseguido a los seguidores de la teología de la liberación y a las comunidades de base.
Una Iglesia desprovista de amor a los pobres, a las víctimas de los abusos, a los que sufren por la justicia, es decir, sin las Bienaventuranzas, el cristianismo sería una de las tantas sectas, como las que existían en Jerusalén y en imperio romano en tiempos de Jesús.
La jerarquía eclesiástica hace tiempo dejó de creer en Jesucristo reemplazando la fe por el culto a sí mismo y el servilismo ante quienes detentan el poder. La pastoral se convirtió en concurrir a inauguraciones de hospitales y colegios, exclusivos para ricos, donde se engorda a base de canapés, cada vez más suculentos y variados.
Visitar las comunidades de base era un formulismo vacío de contenido, un acto de “caridad” – lo hacían también las señoras democratacristianas durante la candidatura de Eduardo Frei Montalva, en 1964 -. Se trataba de evitar que la Iglesia se desangrara de fieles, que empezaban a ser atraídos por los “canutos” y otras sectas protestantes.
Tanto para Francisco Javier Errázuriz, como para Ricardo Ezzati, las “serpientes” eran las víctimas de Karadima – lo expresaron en sendos correos que, en su momento, causaron impacto en la opinión pública -. Los curas pederastas eran apenas pecadores y no delincuentes y no había razón para denunciarlos a la justicia; los sacerdotes, como Mariano Puga, Felipe Berríos, José Aldunate, entre otros buenos curas, eran tildados como enemigos del magisterio de la iglesia, por consiguiente, se hacía necesario que Errázuriz usara su poder ante el Papa Francisco para que hiciera el nombramiento de Felipe Berríos como capellán de La Moneda – ¡cómo si a él le interesara semejante siutiquería ser el cura de los poderosos !.
Ezzati, cada vez más torpe en el manejo de la jerarquía a su cargo, – el pueblo de Dios hace tiempo que le perdió el respeto, y clama a gritos el cese inmediato de sus funciones -, se expresa con palabras soeces y despectivas del drama de los transgénero, comparándolos con los animales “un gato, aunque se llame gato, nunca va a ser perro…”, según el cardenal, una metáfora para explicar el difícil problema filosófica del nominalismo, todos estos tópicos sólo demuestran que este pobre obispo lo está pasando muy mal, y que está incapacitado para continuar en el alto cargo para el cual se designado por el Papa Francisco.
A estas alturas de su vida la solución no está en sentenciarlo a una vida de recogimiento, oración y penitencia, sino que, como cardenal emérito, disfrute de unas muy lindas vacaciones en la casa de playa de los obispos, en Punta de Tralca.
Hay que ser justo: el cardenal, como todo chileno, tiene derecho a la presunción de inocencia, pues ser llamado a declarar por encubrimiento sólo quiere decir que está siendo investigado.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
13/08/2018