Para quienes nos negamos a atosigar Santiago con más autos y camionetas–cuyos usuarios, dicho sea de paso, reclaman por el valor del tag cuando van al mall– el transporte público personificado en el Metro, la Micro, los taxis y Uber constituyen las alternativas. El más rápido y eficiente a la hora peak es el Metro. Y el más ingrato también. Es un sumidero de incivilización. Credencia, Transporte y Proscenio: todo a la vez. Haga el ejercicio de viajar de una estación a otra y es como pasar una temporada entre Sierra Leona y Liberia. Abandonarlo da sentido de alivio, al fin un poco de consuelo, aire fresco, pero momento, si es que puede hacer entender a la gente de las escaleras mecánicas que si van a estar allí plantados, al menos dejen el lado izquierdo libre. Libre.
Desde el momento en que se pisan las baldosas de la Estación del Metro comienza a desatarse la tontera chilena. Primero es ir a cargar con plata la tarjeta BIP, cuya transacción finaliza con un papel inútil, tan inútil, que el mismo Metro dispone una cajita plástica para tirarlo ahí dentro y no derechamente al piso. ¿Para qué dan ese papel? ¿Por qué en países normales preguntan “¿quiere el recibo?”? Luego es menester resolver si se va para los Domínicos o Para San Pablo (aquí nos remitimos a la Línea 1). Tanta decisión libre deja atolondrado a algunos y de oídas nos llegan historias macabras de gentes decentes que en la realidad inmediata iban hacia Los Leones y terminaron en Universidad de Santiago. Sobre ellos no se puede escribir ni decir gran cosa porque sus obras pasan realmente desapercibidas, tal como su bolsita plástica H&M. Dicen que no son más altos que una vara de junco, de labios rojos de gasa viva y hálito de cremas capilares.
La fiesta empieza dentro, cuando uno muy civilizadamente espera detrás de la línea amarilla, aguanta hasta que el tren se detiene, se pone de costado permitiendo que bajen antes de subir, y así abordar la nave. Gran, grandísimo error. Las instrucciones repetidas no logran entrar al cerebro atrofiado; entonces apenas se detienen las ruedas ahí va el tropel encima de los que pálidamente exigen bajar con o sin antorchas encendidas. Lo que allí ocurre es de un salvajismo grotesco. Empujones, zancadillas, la muy traicionera patada de carnero. Más de algún abrigo pierde sus adornos y los botines de charol exhiben preciosas manchas de caca externa. Pero lo importante es subir, el protagonista soy yo ¿Cómo he de empatizar con quienes van saliendo? ¿Qué son esos cardenales mustios? ¿Esas piltrafas? La Doña 1 estaría completamente loca si solidarizara con la Doña 2 y sus crías, ella se ganó su espacio en el metro a punta de empujones, qué se han creído, a ella nadien le para los carros: ella es igual que su ídolo Maldonado y Raquel Argandoña, ella dice lo que piensa, es conocida por dictar sus opiniones si te gusta bueno, sino también.
Dentro hay mujeres ancianas y embarazadas que reclaman en silencio los puestos que usurpan los señorones cuyas piernas cortas deben necesariamente extender lo más que puedan a fin de que quede muy en claro que ellos son hombres: ellos son dueños del cuadrado invisible de su lugar y del de la derecha y el de la izquierda. El espagat a lo Van Damme es la nada misma al lado de este señor y su masculinidad en tela de juicio ¿Quién es Ganna Rizatdinova al lado de él? Absolutamente nada.
Si se tiene un poco de menos mala suerte –lo que en ningún caso quiere decir buena suerte– tal vez sea posible que el Metro vaya muy repleto de personas, evitando así el espacio mínimo para los representantes de la alta cultura que se dejan caer con amplificadores y guitarra eléctrica. Pero en tanto vaya lleno, uno simplemente se expone a las conversaciones ajenas que en su mayor parte tienen que ver con hablar muy mal de terceros (que desde luego brillan por su ausencia) o con demandas de pensión alimenticia o que la amiga es prima de un gerente multimillonario: y fíjate que yo le dije que me dijera lo que le dijo y yo no soy así lo cual me dijo que don Rodrigo me tenía que sí o sí pagar lo que me debía porque si no yo lo voy a denunciar a la inspección del trabajo lo cual yo tengo derechos lo cual me dijo denúncialo no más y sácale todo y yo estoy con depresión y estrés y de hecho inclusive ahora estoy durmiendo en el futón y a mi me encanta ver Pasapalabra lo cual igual es bueno dormir en el futón porque tengo la tele grande que sacamos para el mundial y ahí mismo yo veo la tele. De vez en cuando dos amigos van tomando té: con los frenazos del Metro salpican de alegría al público, pero qué importancia tiene el otro ¿Cierto? Otro tanto con las que cepillan sus hebras capilares e introducen las puntas partidas en los ojos del que va detrás, pero qué importancia tiene ese, si la susodicha pagó por subirse ahí. Mientras se pague se hace lo que se quiere. Y además se oponen a la AFP.
¡Pero quién nos libre cuando hace su aparición la doña mala suerte! Encima piden permiso. Son finos. Señores pasajeros, ahora vamos a amenizar el viaje con unas rimas libres que criticarán duramente al explotador, pero que se entenderá poco, lo importante es el ruido. Que haya ciegos o extranjeros dependiendo de los anuncios del altavoz de Metro, eso, todo eso a ellos los tiene sin cuidado porque el arte debe necesariamente romper con los cánones y los límites. Así piensa el que toca la flauta, el timbal, las maracas, y si la mala sombra es mucha, el trío con batería incluida. Tal vez nos toparíamos menos con los “artistas” si no existieran pasajeros que erróneamente piensan que dando unas monedas se están elevando culturalmente. Ellos sí son finos. De esa manera se ha normalizado una práctica ilegal al interior del transporte público respecto a la cual hay que guardar silencio si no se quiere poner en riesgo la integridad moral y recibir pullas de la gente del Metro.
Y es que entre tanto empujón, pisotones, escupo, tos seca en la cara, peligro de carterazo, mechas ajenas en la boca y tímpanos severamente dañados ¿Existe algo bueno aparte de la velocidad y la mentada limpieza del Metro? Sí: en la medida de lo posible, salir de él. En el afán de querer arrancar de ese infierno –que en verano se multiplica ya que el Aire Acondicionado no funciona con las ventanas que obstinadamente abren los usuarios– los pasajeros arrancan lo más rápido que pueden, luchando con quienes quieren meterse sin escuchar las instrucciones de ingreso. Increíble, realmente increíble la gente del Metro.