Los acontecimientos pronto han mostrado que el llamado progresismo que ‑‑mutatis mutandis‑‑ brotó a comienzos de siglo por varios puntos de América Latina estuvo lejos de constituir un “ciclo” y haberse acabado. Y mucho más de haber sido mero efecto de una oscilación de los precios internacionales de las materias primas.
Al inicio de los años 90, la primera gran ofensiva neoliberal se potenció con el colapso soviético y, además de imponer grandes cambios de política económica, asimismo articuló un extendido tsunami ideológico, que unas izquierdas divididas y desorientadas malamente pudieron enfrentar. Ni esa política ni los efectos culturales de este tsunami han concluido; la crisis global aflorada en 2008 desenmascaró al neoliberalismo sin remplazarlo todavía.
En menos de 10 años, los efectos de las políticas neoliberales sumaron disgustos sociales suficientes para dinamizar una variopinta marea progresista, pero aún más nutrida de rechazos que de proyectos sostenibles, que animó los primeros tres lustros de este siglo. Los gobiernos que ese proceso permitió elegir, además de aportar avances contra la pobreza y la inequidad, dieron lugar a significativos adelantos en autodeterminación nacional y solidaridad latinoamericana.
Era más que ingenuo suponer que esto pudiera ocurrir sin motivar, a su vez, una contraofensiva del imperialismo estadunidense y las élites locales. Con sobrados respaldos económicos, sociales y mediáticos, la derecha reconfiguró imagen, reactualizó métodos y recuperó iniciativa política, para volver a Palacio y emprender un roll back más ambicioso: revertir asimismo las conquistas ciudadanas obtenidas desde los años 50. Del pormenor de esos fenómenos ya me ocupé en su momento.[1][1]
Pero no todos los éxitos obtenidos por la contraofensiva reaccionaria pueden achacarse a la avidez, las artimañas y el poder económico y mediático de las derechas, ni al patrocinio común del imperialismo. Más debe atribuirse a acomodamientos, imprevisiones y equívocos del liderazgo que administró sus gobiernos y minusvaloró el papel de sus partidos y de las organizaciones populares. Poco útil es atribuir su actual reflujo solo a las vilezas de los medios de la clase dominante y sus mentores foráneos: esos medios solo son tan eficaces como las deficiencias de las izquierdas se lo facilitan al hacer más vulnerables a sus gobiernos.
Tres lustros de éxitos y fiascos de esa diversidad de gobiernos progresistas suman una experiencia de enorme valor político, que debe analizarse con autocrítica responsabilidad. Lo que dará sentido a evaluarla es obtener lecciones prácticas para erradicar las equivocaciones y desarrollar los aciertos de la recién pasada oleada progresista, para darle mejor armazón ética, política y de organización popular a la que ahora viene.
Porque esta viene, y antes de lo que nos figurábamos. Las barrabasadas de Macri y de Temer, como las de otros que también remplazaron gobiernos progresistas, vuelven a exhibir el fracaso de las derechas ‑‑viejas o “nuevas”‑‑ como opción de gobierno. Sus hazañas ya alimentan nuevas ofensivas sociales que demandan liderazgos y proyectos confiables. La votación obtenida por Petro, las expectativas que levantan un Lula y un PT regenerados, la potente victoria electoral de López Obrador, están entre sus primeros indicios.
Como, por su parte, en Washington los desplantes de un paquidermo desorbitado hacen ver que el sistema global de dominación está lejos de poder recuperar visión y coherencia estratégicas.
El asunto radica, pues, no en si los procesos progresistas, de liberación nacional u orientados al socialismo democrático han menguado o concluido, sino en cómo toca liderar su próxima oleada, para que esta sea más eficaz y concrete objetivos sostenibles de mucho mayor alcance.
Esto es: ¿cuánto aprendimos de nuestra pasada experiencia?
-* Nils Castro es escritor y catedrático panameño. (Alai Amatina)