A mi madre le gustaba contar historias que salían tibias alrededor del brasero y uno las veía vivas en sus ojos campesinos.
De las que contaba una de las que más me gustó era la que evocaba a su amiga Rosa y sus aventuras de niñas de seis años cuando debían llevar la vianda con el almuerzo a los padres que trabajaban en los lavaderos de oro que había por entonces en esa parte de la provincia de Malleco.
Cuando los campesinos quedaban cesantes, no les quedaba más que enfundarse perneras de chivo y atinar con una challa a la siga de las esquivas pepitas doradas de los riachuelos de las cercanías de Santa Rosa, en la región que llegó a ser el granero de Chile y hoy no es más que una desértica plantación de árboles que matan el suelo, los animales, las aves y los insectos.
Contaba mi madre que con su amiga del alma, la Rosa, partían a medio día para llevar el almuerzo a los viejos mineros.
Iban soñando qué iban a hacer con las pepitas ínfimas que sus padres les regalaban para premiarlas por el esfuerzo de caminar varios kilómetros con una vianda caliente y una tortilla envuelta en un trozo de saco de harina.
De ida, planificaban qué harían con el tesoro. Comprarían pastillas dulces envueltas en papeles brillantes que guardarían estiraditos en las páginas de algún libro y para sus madres, comprarían un puñado de yerba y un poco de azúcar. O alguna revista para recortar. O un figurín con los vestidos de moda. O unas horquillas y cintas de colores para las trenzas.
Cuando los mineros improvisados por el hambre, las veían venir, detenían la faena y se acomodaban para almorzar. Era cuando les ponían entre sus manos las diminutas pintitas de oro, y las niñas puntualmente las depositaban en un frasquito de vidrio, de esos en los que venía la penicilina.
La Blanca y la Rosa se iban a las rocas del riachuelo y se disponían a soñar mirando el tesoro cubierto por un tapón de goma. Y luego llegaba la discrepancia por la forma de gastar ese tesoro de pintitas misteriosas. Una decía que eran para una cosa y la otra, para una muy distinta. El asunto terminaba inevitablemente con las amigas disgustadas repartiéndose el ínfimo tesoro mineral, apartando de una en una las pepitas de manera que cuando terminaban la larga repartición, ya eran las mismas amigas de siempre. Y volvían a mezclar el oro en una sola y amistosa botellita de vidrio.
Los inviernos de nuestra niñez estaban entibiados por esos cuentos de mi madre. Desfilaban por nuestra imaginación personajes, comadres, diálogos y paisajes de otros tiempos. El televisor no hacía falta. Miento. Sí hacía. Pero no había más opción que escuchar las historias y chascarros que mi madre nos contaba mientras asaba las castañas y los huevos en el rescoldo del brasero.
Recuerdo que una vez durante el gobierno de Salvador Allende, llegó hasta nuestra casa de la calle Los Cardenales, al final de El Salto, una señora preguntando si ahí vivía la Blanca, tal fue lo que dijo. Era su amiga Rosa que había llegado por algunos datos tenues que luego fueron dando más precisión de donde vivía su amiga de los lavaderos de Santa Rosa y las pepitas de oro de la infancia perdida.
No recuerdo haber visto tan contenta a mi madre como esa vez en que se reunía con su amiga Rosa, luego de cuarenta años de ese tiempo sin Internet. Era su amiga tan allendista como mi madre y tenía en sus gestos lo majestuoso de la mujer dirigente de aquellos tiempos increíbles.
Luego, vendría la tristeza.
Y un tiempo que no ha terminado de ofrecer al poderoso la venganza que despliega a diario para castigar ese intento magnífico en el que cada día parecía el primero y de manera simultánea, el último.
En todos estos años hemos intentado vivir del modo en que la madre hubiera querido: intentando ser buena persona, respetando a los demás, queriendo a los animales, cocinando como si fuera para todos, aborreciendo la humillación al otro, combatiendo siempre.
Tengo un años más de los que tenía mi madre cuando murió aquel lejano siete de julio.
Y desde entonces he intentado buscar en las señas de los que la heredaron, sus gestos, modos y decires. Y he ahí que mi madre me persigue y con certeza me cuida desde los ojos de mi pequeña Renata, que reproduce sus ojeras, su amplia frente y su mirada buena.
Por los siglos de los siglos.