El fascismo ha resurgido en todas partes, tras la crisis que se inició con el siglo, como no sucedía desde los años 1930. Considerando los horrores que generó entonces, desde la principal potencia europea, no hace falta imaginación para apreciar el peligro que representa hoy agudizando todos los conflictos desde el gobierno de la superpotencia global. En Chile, asimismo, están dadas condiciones para su resurgimiento. Es un peligro real, frente al cual nadie puede cerrar los ojos ni permanecer indiferente, sino reaccionar con amplitud, unidad y decisión. El antifascismo ha vuelto a ser el imperativo político de toda la humanidad civilizada, para asegurar su supervivencia y florecimiento en paz.
El fenómeno que en el siglo XX recibió el nombre de fascismo, como es sabido, es la expresión en la sociedad y Estado modernos de la reacción atávica de la turba asustada que, incapaz de enfrentar la verdadera causa de sus temores, se revuelve de modo agresivo y cobarde, contra aquellos que en su propio seno percibe como diferentes y débiles.
Este rasgo humano bien desgraciado ha adquirido una forma letal en la era moderna. La transición de la sociedad agraria tradicional a la modernidad urbana y capitalista ha traído las maravillas que se le reconocen allí donde ha llegado al mundo, que considerado como un todo se encuentra, exactamente a medio camino de este auténtico cambio epocal. Sin embargo, el siglo XX demostró que ese progreso extraordinario va acompañado de gigantescas tensiones que, recurrentemente, despiertan tres demonios espantosos: la depredación de la naturaleza, la guerra y el fascismo. El último es el peor, porque en su irracionalidad criminal y suicida puede azuzar los otros hasta el paroxismo catastrófico.
Como decía Eric Hobsbawn, el fascismo habría pasado a la historia como un pie de página vergonzante, junto a pogromos y caza de brujas medievales, si no hubiese alcanzado el poder estatal en Alemania, la potencia emergente de ese momento. Ello resultaba tan inimaginable, entonces, como que Trump haya alcanzado hoy la presidencia de los EE.UU. Pero, ocurrió y puede suceder de nuevo, como reza la frase de Primo Levi, grabada en el portal del Memorial del Holocausto en Berlín.
El fascismo resurge cada vez que las sociedades modernas enfrentan crisis que atemorizan a la ciudadanía, sus dirigentes no las atienden de modo debido y son percibidos como venales. Peor aún si al agravio de no resolver los problemas del pueblo agregan el insulto de pasar a llevar sus creencias y costumbres atávicas. En tales condiciones, aparecen demagogos que intentan desviar la ira popular hacia chivos expiatorios que nunca faltan o se inventan. Se trata de sujetos de la peor ralea, alentados y, muchas veces, prohijados deliberadamente por quienes son responsables de las crisis en primer lugar y no quieren verse afectados por las duras medidas requeridas para resolverlas.
En el mundo desarrollado es urgente impedir que se siga extendiendo en el caldo de cultivo de la justa indignación del pueblo con la ceguera, frivolidad y venalidad de élites que no han sido capaces de tomar las medidas radicales —al estilo del New Deal de Roosevelt*—, que se requieren para enfrentar las grandes crisis, atendiendo los problemas del pueblo. En ese contexto, la progresista agenda ambiental, valórica y de inmigración, a la cual dichas élites ‘liberales’ han restringido su accionar, para evitar enfrentarse a los grandes intereses que provocaron la crisis y entraban su superación, muchas veces ha violentado creencias y costumbres populares, allanando el camino a demagogos.
El fascismo no se combate con argumentos, puesto que en esencia es un asalto la razón y el intento de dominar por la fuerza. Se lo aísla, social y políticamente y reprime sin contemplaciones, en lo posible legalmente, pero además, y necesariamente, si el sistema político no es capaz de hacerlo en la medida requerida, con la fuerza de la sociedad civil. Esa es la principal lección política del siglo XX y ningún ser humano responsable, de izquierda, centro o derecha, puede olvidarla, jamás. El que esta lección sea bien aprendida en el siglo XXI puede determinar nuestra supervivencia como especie, ni más ni menos, puesto que se trata de maniatar al más peligroso de los demonios modernos.
En Chile, a fines del siglo pasado, el fenómeno fascista se extendió en capas acomodadas, cuyo temor frente a las indispensables transformaciones modernizadoras impulsadas por los gobiernos de Frei Montalva y Allende fueron exacerbadas, intencionalmente, hasta el paroxismo, por la vieja élite agraria resentida de su irreversible pérdida de legitimidad y la intervención estadounidense que, en el marco de la Guerra Fría, fue capaz de arrastrar a sectores políticos afines y la oficialidad de las FF.AA. al Golpe y dictadura de Pinochet.
La cara del fascismo en nuestro país es el pinochetismo que, avalado por la impunidad política, económica y social de la transición, es añorado por sectores de la elite y militares. El camino judicial ha sido, hasta ahora, el más efectivo para perseguir los crímenes contra la humanidad, pero la legislación es todavía muy débil para reprimir a quienes defienden, abiertamente, a los criminales y el supuesto legado de la Dictadura. El Parlamento puede y debe corregirlo, sin remilgos. Si el Estado ejerce contra estas manifestaciones la represión que ameritan, ahorrará bastantes molestias a la sociedad civil.
La extendida indignación popular es justa, porque la élite prohijada por la Dictadura ha impedido que, al cabo de tres décadas, el sistema democrático corrija los abusos y distorsiones heredados de aquella. Principalmente, que el gran empresariado se haya apropiado recursos naturales que pertenecen a todos y viva principalmente de sus rentas y, no contentos con ello, escamotean además a los trabajadores un tercio de sus ya modestos y precarios salarios, mediante cobros forzosos supuestamente destinados a contribuir al ahorro nacional y pagar la educación, y mediante intereses usurarios. El Estado mismo es aun insuficientemente democrático, instituciones fundamentales que se mandan solas se han corrompido y servicios públicos arrastran deficiencias inaceptables.
En subsidio de resolver estos problemas de fondo, los gobiernos de “transición” han impulsado una agenda valórica y ambiental progresista y ambiciosa —la así llamada Agenda de Futuro, con la cual algunos hacen gárgaras, para disimular su venal sumisión a los grandes intereses que abusan del pueblo y distorsionan la economía—; pero, no siempre lo han hecho con respeto de la forma de vida y costumbres populares, a lo que se agrega la inédita presencia masiva de trabajadores llegados de otras tierras. Todo ello genera temor en una sociedad insular y conservadora, que recién viene dejando atrás su pasado campesino.
Lo anterior constituye una enorme irresponsabilidad, que puede llevar al sistema político surgido en 1990 a una hecatombe equivalente a la que constató Arturo Alessandri Palma, respecto de la república parlamentaria que surgió de la Contrarrevolución de 1891.
Para quitarle el oxígeno al fascismo es urgente atender los problemas que generan la justa indignación del pueblo, que es su caldo de cultivo. Se requiere poner término a los abusos y distorsiones antes mencionados; en ello consiste, ni más ni menos, el programa liberal radical que se requiere llevar a la práctica. Son transformaciones no menores, que necesitan coaliciones muy amplias y decididas a realizarlas, como nos enseñaron los gobiernos de Frei Montalva y Allende. Al igual que entonces, son posibles de realizar si el sistema político logra canalizar constructivamente la indignación popular, que no va a amainar sino, muy por el contrario, se va a agudizar y extender como muestran las manifestaciones feministas sin precedentes de estos días, mientras los problemas mencionados no se resuelvan.
La coalición decidida a hacer esos cambios no se logrará sacando mínimo común denominador de lo que piensan las actuales direcciones de los partidos progresistas, en los cuales la influencia del lobby empresarial, las intromisiones internacionales todavía ancladas en la Guerra Fría, y los resabios aún extendidos del extremista pensamiento económico y social neoliberal, no permiten avanzar más allá del tímido programa de la candidatura, por eso mismo, derrotada en la última elección presidencial. Por el contrario, lo primero es desarrollar un profundo debate autocrítico que lleve a todas las fuerzas democráticas a la convicción de realizar los cambios que hay que hacer.
El programa liberal radical requerido puede surgir de una oposición decidida al actual gobierno, que no pretende ir más allá de los anteriores, en el mejor de los casos, sino más bien retroceder, agravando los problemas. Sin embargo, no se puede perder de vista que para enfrentar la compleja situación internacional y eventuales crisis que se puedan desatar en el País, muchas veces será imperativo poner en el centro la unidad de todos los antifascistas, estén donde estén. La actual coalición de gobierno incluye a quienes añoran el pinochetismo, pero no está controlada por estos, ni mucho menos. De hecho, su estridente campaña de provocaciones, de estos días, ostensiblemente dirigidas contra los comunistas, tiene como destinatario principal al propio gobierno.
Lo principal, sin embargo, es que la oposición se vuelque a trabajar en el seno del pueblo, mostrar cuáles son los reales problemas y cómo se pueden resolver, encabezar cada una de sus luchas en esa dirección, logrando avances día a día, de modo de no permitir que sean demagogos fascistas quienes canalicen y desvíen sus temores hacia la miserable agresión a los más débiles, en su propio seno.
Se equivocan, medio a medio, quienes imaginan un camino protegido de poderosos padrinos como el que tuvieron antes, para impulsar un rebrote fascista en Chile. La situación internacional ha cambiado y la Guerra Fría tendrá que dar paso, tarde o temprano, a la conformación de un gran frente antifascista, a nivel internacional. El pueblo y las fuerzas democráticas chilenas, por su parte, perdieron la ingenuidad tras el Golpe y adquirieron toda la experiencia necesaria en la lucha contra la Dictadura.
Esta vez, ¡no pasarán!
*New Deal[Nuevo Trato] es el nombre dado por el presidente de los Estados Unidos Franklin D. Roosevelt [alcanzó a ejercer como el trigésimo segundo presidente, desde 1933 hasta su muerte, en 1945, habiendo sido el único que ganar cuatro elecciones presidenciales, en 1932, 1936, 1940 y 1944] a su política intervencionista para luchar contra los efectos de la Gran Depresión en el País, iniciada con la crisis de 1929.