Noviembre 16, 2024

Miguel Hernández: un papel de fumar

Este 28 de marzo se cumplen 76 años de la muerte de Miguel Hernández. Como sabemos, el poeta murió muy joven, aquejado por la enfermedad, por el incierto futuro de su familia y rodeado de la indiferencia y la desidia de sus carceleros.

 

          Después de terminada la guerra civil española, el autor de Viento del pueblo padeció un cruel periplo carcelario. A partir de la primera detención, el 30 de abril de 1939, en la frontera de España con Portugal, hasta su muerte, los traslados de prisiones sumarán hasta 13. Su último encierro fue el Reformatorio de Adultos de Alicante, al que llegó el 24 de junio de 1941 para estar más cerca de su familia. Las gestiones para este último traslado las hizo Germán Vergara Donoso, Encargado de Negocios de la Embajada de Chile en España. En esa fecha, Miguel Hernández ya había contraído la tuberculosis en el frío Penal de Ocaña.

          Al joven poeta se le aplicó toda la severidad de la dura disciplina carcelaria. El primer mes en la prisión Alicante, tuvo que cumplir el período de incomunicación y, una vez sacado de su aislamiento, cuando se disponía a estar con los suyos después de un año y medio de no verlos, tampoco fue posible; le permitieron abrazar a su pequeño hijo durante breves instantes y a Josefina, su esposa, sólo pudo verla a través de las rejas del locutorio. Los impedimentos, entre otros, era su matrimonio civil no reconocido como valido por las nuevas autoridades del país.

          A final de año se agrava su salud. Contrajo el tifus y se le declaró una lesión en el pulmón izquierdo con contagio del derecho. A partir del mes de diciembre, las altas fiebres lo mantuvieron postrado en un camastro de la enfermería de la cárcel. Era tal su debilidad que no pudo acudir a dos visitas de Josefina, no era capaz de mantenerse en pie por sí solo. En una de las cartas a su esposa, se queja amargamente: Manda inmediatamente tres o cuatro kilos de algodón y gasa, que no podré curarme hoy si no mandas. Ayer se me hizo la cura con trapos y mal.

          Salvo en dos oportunidades, el 27 de Enero y el 5 de Febrero de 1942, en que fue autorizado a salir de la cárcel para ser reconocido por el médico del Hospital Provincial, la atención dentro de la enfermería carcelaria era un verdadero desastre. Miguel clamaba a su familia: Quiero salir de aquí cuanto antes. Se me hace una cura a fuerza de tirones y todo es desidia, ignorancia y despreocupación.

          Esa desidia y la falta de medios en el tratamiento a la enfermedad del poeta fueron su verdugo. Su hermana, Elvira, recuerda con amargura esos desesperados días en que hacían gestiones para lograr su traslado al Centro Antituberculoso de Valencia: …nos veíamos impotentes para atender debidamente sus peticiones, sus llamadas de auxilio, y, la más dolorosa, la de su traslado como única esperanza de salvar la vida. Muchas veces tropezábamos con la imposibilidad material de hacerle el envío de algunas cosas que pedía, pues escaseaban o tenían precios altos. Josefina recibía algunas ayudas, como las de Vicente Aleixandre, de Pablo Neruda a través de la Embajada de su país, y algunos más, pero su situación familiar y el gasto diario para el cuidado de Miguel suponían un esfuerzo insuperable para todos.

 

          En algunas biografías de Miguel Hernández se cita su matrimonio religioso -se había casado por lo civil el 9 de marzo de 1937, en plena guerra- como un acto de final contrición. Lo cierto es que las visitas de su mujer se dificultaron al ser considerada soltera. En una carta escrita a Josefina, Miguel le dice que se prepare pues el día 4 de marzo se celebraría el acto de matrimonio, añadiendo que; para él era una gran pena, ya que siempre se había considerado casado, desde que contrajeron matrimonio en el año 1937. Josefina Manresa, en su libro “Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández (Madrid. Ediciones de la Torre. 1980) señala que el día anterior a la ceremonia fue a confesarse a la Iglesia de San Nicolás: … ya arrodillada en el confesionario, no me decidí a confesarme porque, en la situación en que nos encontrábamos, de tanta injusticia y sufrimiento, lo consideraba más bien pecar. El padre Vendrell, que era el confesor, al rato de estar esperando el “padre me acuso”, me insistió y yo le dije: “Lo único que puedo decirle es que mi marido se me está muriendo en la cárcel y estoy sufriendo mucho”. Él me contestó, con tono de jesuita: “Hija, la Iglesia no tiene la culpa de eso, la culpa la tienen los hombres”. Yo me marché sin contestarle.

 

          A Miguel le agobiaba el razonamiento de que su muerte dejaría en el desamparo a su esposa e hijo al no reconocer las leyes del nuevo régimen los derechos que a éstos correspondían. Ésta, y la posibilidad del trasladado a Valencia, fue la causa de que el poeta accediera al matrimonio eclesiástico. Este se celebró en la enfermería de la cárcel de Alicante. La hermana del poeta fue testigo de la dolorosa ceremonia: Entre los recuerdos que difícilmente podrán separarse de mi pensamiento es aquel día en que se efectuó la ceremonia, allí, junto a la cama. Apenas nos atrevíamos a mirarnos, ni a pronunciar palabras. Sentíamos sobre nosotros como un sonido mortificante la respiración entrecortada de Miguel, que miraba fijamente a Josefina, allí, a su lado, que nos miraba a todos con ojos inmóviles, como si todas sus sensaciones estuvieran concentradas en su pensamiento, en el fondo de sus sentimientos. Sólo se oían las palabras breves del capellán, pues fueron unos minutos solamente, ya que según supimos después el acto se efectuó como si fuera in artículo mortis, habida cuenta del estado de Miguel.

 

          Sólo después de celebrarse la ceremonia religiosa se cursó la petición del traslado al Hospital Penitenciario de Porta Coeli, en Valencia. Las gestiones de sus amigos, entre ellos de Germán Vergara, chocaban con la persistente indiferencia de las autoridades carcelarias. Varios connotados biógrafos, como el profesor Agustín Sánchez Vidal y Ramón Pérez Alvarez, afirman tener testimonios que aseguran que el mayor obstáculo para dicho traslado fue Luis Almarcha, entonces Vicario General de Orihuela y Procurador en Cortes por designación directa de Francisco Franco. La supuesta negativa del ex protector y mecenas del joven poeta a interceder por el urgente traslado, estaban fundadas en el distanciamiento de la Iglesia que había tenido en su metamorfosis literaria. Probablemente también culpaba de este distanciamiento a sus amistades madrileñas, entre los que se encontraba Pablo Neruda.

 

          La autorización de traslado tardó absurdamente. Llegó el día 21 de marzo, cuando el cauce de la enfermedad ya era irreversible. Miguel Hernández, Miguel de España, a quién Neruda llamara “Hijo mío”, y de quién un día esperó que cumpliera el deber de “decir junto a mis huesos algunas de sus violentas y profundas palabras”, expiró en la madrugada del 28 de marzo de 1942, víctima de la tuberculosis desarrollada con el hambre, la falta de cuidados y la desidia de los que podían haber salvado su vida. El poeta aún no cumplía los treinta y dos años. Ese día 28 de marzo otra vez; Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada.

          En el legado de Germán Vergara, custodiado en el Archivo Nacional de Chile, se conserva la carta que días después, -el 31 de marzo-, dirigió desde Alicante Josefina Manresa al Encargado de Negocios chileno:

 

Estimado señor Germán Vergara. Les participo la muerte de Miguel. El sábado, día 28, dejó de existir. Ha muerto donde él no quería, en la cárcel, con la gana de salir al sanatorio. Al mismo tiempo le doy a usted las gracias de cuanto ha hecho V. por nosotros. Yo siempre pensaba que algún día saldría y podríamos agradecerle a V. todo, pero así, nunca. Lo único que me acordaré de V. toda mi vida por lo buen amigo que ha sido V. y por lo tanto que ha hecho.

Le saluda y le recuerda siempre

                                                                     Josefina Manresa

 

          La muerte de Miguel sacudió profundamente a Neruda. Años más tarde escribió esos terribles versos en los que recuerda al amigo e impreca contra Dámaso Alonso y Gerardo Diego. Estaba convencido de que ambos poetas, estando en España, pudieron haber hecho algo más por él. También descarga su ira contra los diplomáticos chilenos que, según creía, negaron el asilo al oriolano. En su poema “A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España”, maldice: Que sepan los que te mataron que pagarán con sangre./ Que sepan los que te dieron tormento que me verán un día./ Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre/ en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos / de perra, silenciosos cómplices del verdugo,/ que no será borrado tu martirio, y tu muerte / caerá sobre toda su luna de cobardes.

          Con los años, Neruda comprendió la difícil posición en que estaban Dámaso Alonso y Gerardo Diego. Tampoco ellos pudieron hacer mucho por aliviar la tragedia de Miguel. Su mediación hubiera resultado del todo inútil. Un amigo de Dámaso y Neruda, el escenógrafo Santiago Ontañón, en su libro de memorias, “Unos pocos amigos verdaderos”, recuerda que un día en Roma, en casa de Rafael Alberti, coincidió con Neruda: –Rafael comenzó a recitar poemas de Gerardo Diego, -dice Ontañón-. De pronto Neruda propuso: -¡Ese niño!… ¡Vamos a ponerle una tarjeta a Gerardo!

          Al día siguiente, Ontañón viajaba a España y se ofreció para llevarle la nota firmada por Neruda, María Teresa León y Rafael Alberti. Recuerda que cuando llegó a Madrid era verano y Gerardo Diego estaba fuera de la capital. Continúa Ontañón: Al cabo de un mes me lo encuentro por la calle y le digo lo que tenía guardado para él. Entonces Gerardo se puso muy nervioso. Tanto, que casi no podía hablar. Al fin me dijo: -Santiago: recibiría la tarjeta encantado, pero antes Pablo tendría que rectificar la infamia que cometió contra nosotros, a propósito de Miguel Hernández. Lo siento, pero ahora no puedo recibirla. Le dije que en guerra se cometen bestialidades y como consecuencia de ella notorias injusticias, pero que había que perdonar porque no podía uno pasarse toda la vida odiando y no hubo forma de sacarle de sus siete.… Una tarde, al cabo de varios meses, viene Gerardo a la mesa donde estaba sentado en el café Gijón y me dice que si podía darle la tarjeta de Pablo Neruda. Cuando pude encontrarla se la entregué.

          Con este episodio, señala Ontañón, quedó demostrado que Neruda había pedido perdón, aunque muy sutilmente, y Gerardo Diego lo había otorgado.

 

          En ese libro de memorias, Ontañón recuerda que a comienzos de 1940, mientras estaban asilado en la Embajada de Chile, recibieron de manos del Encargado de Negocios una nota realmente patética:

 

Un día, Germán Vergara Donoso nos entregó una nota escrita en un papel de fumar que nos remitía Miguel desde la cárcel. Decía escuetamente: “Me han condenado a muerte. Haced lo que podáis. Miguel Hernández”. Así nos llegó la noticia de su suerte. Cabe imaginar la profunda tristeza y la impotencia que nos embargó al grupo, asediado como estábamos en un Madrid hostil, dispuesto también a hacer carnaza de nosotros a la menor oportunidad. Aquel leve papel de fumar, manuscrito con noticia tan tremenda, nos angustió indeciblemente.

 

                    Desde que leí el libro de memorias de don Santiago, he tenido curiosidad por aquel misterioso papel de fumar que contenía tan nefasta noticia. Su libro, escrito a cuatro manos con José María Moreiro, fue publicado en 1988, a casi cincuenta años de ocurridos los hechos. Aun consciente de que en las palabras preliminares del libro, Ontañón avisa de su gran memoria; ¿Puede haberle fallado un poco la evocación a don Santiago? Es posible y comprensible.

                    Entre las cartas de Germán Vergara Donoso encontré un mensaje contenido en un pequeño papel, de tamaño y textura similar a una hoja de papel de fumar. Es un mensaje escueto, escrito con lápiz de grafito y con una letra menuda, pero clara, que da cuenta de la condena a muerte a Miguel Hernández, dictada el 18 de enero de 1940. La nota procedía de la cárcel del Conde de Toreno y está fechado el 22 de enero de 1940, por tanto, lo más probable es que este mensaje, remitido por Fernando Fernández Revuelta, compañero de celda de Miguel, sea el mismo que Santiago Ontañón recuerda haber recibido de manos de Vergara Donoso. La nota dice:

                   

          Sr. Vergara: el pasado viernes fue juzgado M.H.G. siéndole pedida por el fiscal la pena de muerte. Sé bien su gran interés por nosotros y por ello considero innecesario rogar a Ud. su intervención, aunque sí suplicar la máxima rapidez para evitar otro caso como el del pobre Javier Bueno. Sin perjuicio de que Ud. decida lo más conveniente, creo es preferible en el caso que mucho temo que el Tribunal haya fallado de acuerdo con la petición, conseguir el indulto a la revisión de la causa, ya que el fallo sería análogo al de la primera, y con él aun mayor la angustiosa espera de nuestro buen amigo.

Una vez más, señor Vergara, el mayor agradecimiento y consideración.

                                       Fernández Revuelta. En prisión, 22 -1 – 40

                   

                    Ese día 18 de enero de 1940, Miguel Hernández fue juzgado rápidamente y condenado a muerte. En el mismo acto fueron juzgadas 29 personas, de las que 17 recibieron condena a muerte. Uno de los procesados, el escritor Eduardo de Guzmán, ha dado testimonio: El abogado defensor es un hombre joven… No ha hablado con ninguno de nosotros, no conocía siquiera nuestra existencia hasta hace muy pocas horas Como más tarde dirá a los familiares de algunos, recibió los expedientes la noche anterior. Cree que Miguel Hernández es un buen poeta. De temperamento ardoroso y exaltado; pero excelente persona. En el sumario hay avales y testimonios de algunos intelectuales encabezados por Cossío… Contra él no hay más que sus versos políticos, su labor en el Comisariado Cultural y su adscripción al comunismo; pero nadie le imputa ninguna acción deshonesta o sanguinaria.
         
La vista, para juzgar a 29 personas, duró aproximadamente una hora y media. La acusación se tomó seis o siete minutos para encarnizarse con el resto de los acusados. Se reservo el doble de tiempo para arrojar inculpaciones sobre el poeta. El Presidente del Tribunal, al preguntar si alguno deseaba alegar razones de inocencia, advirtió que no consentiría discursos ni expresiones subversivas. El abogado defensor, recién el día anterior tuvo el expediente para estudiar la causa.

                    Cinco meses después de dictada su sentencia de muerte, le fue conmutada por la de 30 años de prisión. Para entonces, Miguel Hernández ya había contraído la enfermedad que lo

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