No, la moraleja de los experimentos con seres humanos, financiados por Volkswagen, BMW y Daimler para demostrar que las emisiones de sus motores diesel son menos nocivas de lo que se creía, no es que la afición por gasear a la gente sea otra costumbre alemana más, como beber cerveza o comer salchichas. Lo que se esconde tras el escándalo es la verdadera naturaleza de las grandes multinacionales, que son los escorpiones del cuento y nosotros las ranas que cruzan confiadas el río con su aliento en el cogote.
Siendo éticamente reprobables unos ensayos que los fabricantes pillados en renuncio se han apresurado a condenar, no dejan de ser el medio para alcanzar un fin: manipular a la opinión pública con una supuesta ‘prueba irrefutable’, hacernos dudar del consenso científico y de nuestro propio sentido común y seguir ganando dinero a espuertas. El procedimiento no es nuevo. La industria encarga un estudio a un organismo con un nombre pomposo –Asociación Europea de Estudios sobre la Salud y el Medio Ambiente-, financiado por ella misma para que certifique lo que ella quiere. Todos somos cobayas y no sólo las personas y los monos que inhalaron el dióxido de nitrógeno del tubo de escape de la prueba.
El origen del caso se remonta a los años 90 cuando las empresas citadas y otras marcas como Audi y Porsche montaron un cártel en el que secretamente acordaron cómo proceder con sus motores diesel y especificaron cuáles debían ser suministradores e, incluso, cómo limpiar las emisiones de gases. Para reducir los costes decidieron montar depósitos pequeños para albergar la disolución de urea que atenúa las emisiones de óxidos de nitrógeno y, posteriormente, manipular el software que debía medirlas para ajustarse a los límites legales establecidos. La consecuencia fue un fraude colosal, emisiones hasta 40 veces superiores a lo permitido y multas que, en el caso de Volkswagen, alcanzaron en Estados Unidos los 22.000 millones de dólares. Con el experimento descubierto ahora se pretendía extender la idea de que respirar diesel es casi como hacer una excursión a la montaña y lavar su imagen de envenenadores profesionales.
Estas prácticas no son exclusivas de los fabricantes de coches. Los horrores de la experimentación con seres humanos no terminó en el juicio de Nuremberg, de donde por cierto surgió una especie de código hipocrático con el que regular éticamente en el futuro este tipo de pruebas, sino que han sido el pan de cada día de la industria farmacéutica y de algunos Gobiernos pioneros en la guerra química y bacteriológica. La manipulación fue ensayada con éxito por los gigantes de la alimentación y de la producción de refrescos para culpar a las grasas saturadas y no al azúcar del incremento de las enfermedades cardiovasculares. Tres investigadores de la Universidad de Harvard se prestaron a finales de la década de los 60 a publicar un artículo en esa dirección tras recibir el equivalente a 43.000 euros de la Fundación para la Investigación del Azúcar.
Técnicas similares y a mayor escala han venido siendo utilizadas por las multinacionales del tabaco, en sucesivos intentos de demostrar primero la inocuidad de su producto o dulcificar después sus efectos y su relación con el cáncer. Algunas de estos gigantes han perfeccionado su respuesta ante las evidencias sobre el daño para la salud de sus productos. Destaca el caso de Monsanto que, tras el informe de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer, dependiente de la OMS, en el que concluía que el glifosato de sus herbicidas dañaba el ADN y provocaba cáncer en animales y posiblemente en humanos, promovió todo tipo de campañas de difamación contra estas instituciones y sus científicos.
Desenmascarar las patrañas de estas multinacionales no es tarea fácil porque siempre habrá científicos que se vendan por platos de lentejas servidos en cubertería de oro y porque su control sobre la información con fundaciones que financian universidades, centros de investigación, congresos y conferencias es prácticamente absoluto. Difícilmente habrá quien muerda la mano que le da de comer. Dicho control se extiende a Gobiernos y legisladores, que le han cogido tanto gusto a las puertas giratorias que han llegado a marearse de tanto ir y venir, beneficiándose a un lado de la normativa que elaboran en el otro o, simplemente, de la que nunca llegaba a los boletines oficiales.
En la naturaleza de estos escorpiones está aguijonearnos la espalda, hacer sayos con sus capas y saltarse a la torera cualquier barrera ética o legal. Puede que no todas las compañías sean demonios pero entre todos los que conocemos sale un infierno muy apañadito. Ahí vivimos las ranas y los conejillos de indias.