Noviembre 15, 2024

Neruda: Otoño en Peñaflor

Pablo Neruda compró su casa en Isla Negra en el año 1939. A lo largo de su vida fueron centenares las veces que recorrió el viejo camino a Melipilla en dirección a la costa. Varios de sus acompañantes han testimoniado esos viajes en automóvil, en los que el poeta escribía parte de su caudalosa obra. Otros tantos recuerdan las alegres paradas en Melipilla, donde daban buena cuenta de suculentos y regados sanguches de arrollado.

 

 

          Muchos años antes, cuando el poeta era un joven estudiante provinciano en la capital, y cuando aún no soñaba con tener su casa en la playa, también viajaba en esa dirección, pero no llegaba a la costa. En aquel tiempo sus viajes eran en tren, en aquel tren que terminaba su trayecto en Cartagena. Lo abordaba muy temprano por la mañana en la Estación Central y bajaba en la pequeña estación de Malloco. Desde ahí, en un coche de sangre, de aquellos que tiraban cuatro robustos percherones, llegaba al pueblo de Peñaflor.          ¿Por qué hacía esos viajes? Por el único motivo que un poeta joven y bohemio puede hacer el sacrificio de levantarse temprano el día domingo, viajar fuera de su ciudad, sacrificar horas de sueño y gastar su escaso dinero en pasajes y en flores: el poeta estaba profundamente enamorado de una joven maestra, que trabajaba en la escuela pública de Peñaflor. Se llamaba Laura Arrué y el poeta la llamaba “Mi Lala”.

          El 14 de octubre de 1921, en Santiago, durante la Fiesta de la Primavera, Pablo Neruda fue galardonado con el primer premio en el Concurso de Prólogos de la Federación de Estudiantes de Chile por su poema, La canción de la fiesta. El joven premiado, alto, melancólico, callado y tímido, poseedor de una voz delgada y quejumbrosa que pareciera venir desde muy lejos, se presentó al acto vistiendo de negro, con una capa hecha con la tela de un viejo abrigo de su padre y un sombrero alón, al más riguroso estilo de los vates de ese tiempo.

          Ese mismo día, en medio del jolgorio de los jóvenes santiaguinos que celebraban el renacimiento de la naturaleza, en medio de los carros alegóricos que, lanzando chayas y serpentinas, se dirigían a la Quinta Normal, Laura recuerda haber visto por primera vez a Pablo:

          Atracciones inolvidables: el “Corso de Flores”, formado por fantásticos carros alegóricos que se dirigían a la Quinta Normal recorriendo sus avenidas; al enfrentarse, se engalanaban aún más con las serpentinas que sus ocupantes, ingeniosamente disfrazados con vistosas prendas, se lanzaban jubilosamente. En el cerro Santa Lucía, en el Club Hípico, en el Palacio de Bellas Artes, se realizaban los tumultuosos bailes de máscaras.

          Los mejores carros alegóricos y comparsas de disfraces recibían premios.

          En la “Gran Velada Bufa”, en el Teatro Municipal, se coronaba a la Reina y al Rey Feo de la fiesta. Ambos soberanos de la juventud y la alegría eran elegidos en esa tarde de octubre de 1921 en la Federación de Estudiantes de Chile.

          Un par de años después, acompañando a su hermana Berta, Laura asistió a un recital poético en el que participaba Neruda. La hermana estudiaba castellano en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Era compañera de Neruda en algunos ramos, así como de Roberto Meza Fuentes, Rubén Azócar, Víctor Barberis, Romeo Murga, Yolando Pino Saavedra y otros jóvenes escritores que formaban el grupo de amigos de Neruda.

          El joven de Temuco ya había publicado Crepusculario, le editaban sus versos las principales revistas del país y su fama crecía a pasos agigantados. En 1924 era un poeta admirado y solicitado en las reuniones  literarias y,  la Escuela Normal de Preceptoras Nº 1, en la calle Compañía, entre Chacabuco y Herrera, donde estudiaba Laura, no podía ser menos. Laura Arrué recuerda que ella estaba interna en la Normal y le tocó invitar al poeta a su Escuela:

          Con mi compañera de curso, Agustina Villalobos, llevamos a Neruda una invitación de la Directora y profesorado. El motivo exacto no lo recuerdo, pero se reunían en la Normal distinguidas personalidades americanas, entre ellas el poeta guatemalteco Máximo Soto Hall, quien se interesaba por conocer personalmente al vate chileno.

          Pablo arrendaba una pieza interior en la calle Echaurren 330. Allí lo encontramos, acostado en su modesta cama: un somier con patas que, junto a una silla con su ropa y un cajón por velador constituían todo su mobiliario.

          Le entregamos la invitación y también un ramo de claveles blancos. Nos preguntó nuestros nombres, en qué curso estábamos, de qué pueblo éramos, etc. después de breves comentarios volvimos a la escuela con la misión cumplida.

          A raíz de esa visita, Pablo comenzó a visitar a nuestra profesora de historia, señora María Malvar de Leng, domiciliada en el mismo establecimiento. Durante esas visitas, la señora Malvar me llamaba a grandes voces desde el segundo piso, cuya galería daba al primer patio, y fue así como, sin buscarlo, se inició mi amistad con el poeta.

          Una amistad de juventud y poesía, con todo el encanto y todas las limitaciones de la época. Sin embargo, duró bastante. A casa de mis tías, de la calle Arica (hoy Los Muermos) solía enviarme con frecuencia aquellos juguetes que vendían en las noches en los restaurantes. El mensajero era el joven poeta Gerardo Seguel.

          La relación entre Neruda y Laura fue intensa, aunque marcada por la adversidad. Los  padres de la muchacha no veían con buenos ojos que su hija se relacionara con un “juglar espantoso”. Laura, la musa inspiradora y de sus sueños, al decir de los que la conocieron, poseía una gran belleza. Tenía las mismas finas facciones de Greta Garbo, la famosa actriz sueca, mito cinematográfico de aquellos años.

          Muchas veces, ‑recuerda Laura‑, se encontró con Pablo en la Estación Central, donde había una pequeña locomotora que Neruda poco menos que adoraba. Muchas otras lo esperó sentada en uno de los bancos de la Plaza de Armas, frente al edificio de Correos, donde trabajaba su amigo Homero Arce. El poeta subía las escaleras al segundo piso y volvía con diez pesos que le había prestado Homero. De este modo podía invitarla a tomar un café a algún local de la calle Puente.

          En junio de 1924 se edito en Chile un libro que con el tiempo llegaría a ser elegido por la crítica como una de las obras literarias de mayor renombre del siglo XX. A su autor le faltaba aun un mes para cumplir los veinte años. En aquella época, Veinte poemas de amor fue considerado poco menos que un libro de poesía erótica y Laura era una de las musas de tan voluptuosos versos: Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,/ te pareces al mundo en tu actitud de entrega./ Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.

          Por tanto, y previendo la reacción de la familia de la joven, Neruda al regalarle un ejemplar del libro, le dio un consejo perentorio: “…escóndelo bajo el colchón; no te lo vayan a pillar tus tías, porque te lo rompen”.

          La estudiante se tituló de maestra en diciembre de 1924. Fue destinada a la Escuela Pública de Peñaflor, donde comenzó a trabajar en marzo del año siguiente. Era una escuela muy fría en invierno, recuerda, …con sus salas húmedas y desmanteladas que secaba a retazos con un pequeño brasero, rodeada de niños descalzos y desabrigados. Era costumbre de los directores de escuela recibir a los maestros novicios con un primer año hasta con ochenta niños, como los tuve yo en Peñaflor, ochenta y cuatro exactamente. Como secuela de este trabajo llevo conmigo esta afonía.

          Pablo llegaba a visitarme. Yo vivía en la casa de la familia Sandoval Carrasco, y sus hijos, mis alumnos de primaria, deben recordarlo. No era fácil llegar a Peñaflor. Desde Santiago salía un tren en las mañanas, que Pablo debía tomar a las ocho en punto, luego se bajaba en Malloco y tomaba un carro tirado por cuatro caballos percherones que llevaba a los viajeros a Peñaflor, (este carro lo conducía un apuesto joven de Chimbarongo llamado Samuel Santander, quien más tarde desposaría a Mariita Sandoval, hija mayor del matrimonio que me hospedaba). En la tarde, Pablo regresaba a Santiago con grandes ramos de flores: las lilas y las madreselvas eran sus preferidas.

          El amor crecía con inconvenientes. Neruda, la mayoría de las veces viajaba a Peñaflor solo, otras lo acompañaba su amigo Gerardo Seguel para hacer menos aburrido el viaje. Al poco tiempo comenzó a cansarse de madrugar y de la distancia que debía recorrer para ver a la joven. Por tanto, buscó una solución propia de adolescentes y muy propia de la época. Planeó huir con ella para así poder estar juntos. Ideó una fórmula que no fallaría. Le informó que llegaría a buscarla de noche y que lo esperara con sus maletas listas. Él le haría señas con las luces de un auto y ese sería el aviso de que él la estaba esperando para llevársela.

          Hernán Loyola, habló largo con Laura Arrué y un día contó la historia a María Inés Cardone, quien la reflejó en su libro Los amores de Neruda. El investigador nerudiano pudo comprobar que el amor fue intenso. Cuenta que para llevar a cabo su plan de secuestro, el poeta tuvo necesidad de un cómplice que tuviera un auto y fuera discreto en el operativo. Su amigo fiel fue nada menos que el escritor Eduardo Barrios, autor de la famosa novela El niño que enloqueció de amor.

          El rapto de Laura no resultó como lo habían planificado. Neruda junto a su amigo llegó a Peñaflor esa noche para llevarse a su amada. Cuando se estacionaron en el punto acordado, frente a la casa de los Sandoval, le hicieron el juego de luces y…, la joven, atemorizada y temblorosa, no se atrevió a tomar la decisión. Le dio tanto miedo que ni siquiera se asomó a la puerta. Fracasado el plan, los amigos se retiraron con la desilusión a cuestas.
          Quizá por esa negativa, Neruda la llamó la niña taimada. Siempre guardó Laura unos versos dedicados a Mi Lala, fechados el 22 de abril de 1925:

 

Tan pequeña la niña taimada

es un ramo de frutas de otoño

el viento la dobla en mis brazos

juguete de tersos metales

a sus ojos emigran los pájaros

el país desolado de mi alma

la tiene como una bandera.

 

          Un día, Laura llegó acompañada de su prima a la residencial de calle García Reyes, donde vivía el poeta. Sucedía que la madre de Laura, nerviosa por la merecida fama de donjuan del poeta, había decidido alejar a su hija de este “peligro” y le comunicó que la llevarían a vivir a San Fernando, donde vivía su familia. La joven no habló expresamente de desilusión en su libro de memorias, pero es fácil imaginarse lo que debe haber significado ser trasladada sin opción a réplica. Llegó a la residencial para despedirse de Pablo y él la acompañó a la Estación Central. Mientras esperaban, el poeta le dictó unas líneas:

          Cómo me costó acostumbrarme a no verte nunca. Apareció el otoño en el rincón del pueblo y las hojas destrozándose señalan las fechas del abandonado. Triste es la soledad. En la puerta estás tú muñeca de ojos redondos (Mayo de 1925)

          Si hacemos cuenta del tiempo que duró ese romance en aquel rincón del pueblo de Peñaflor, veremos que no fueron más que tres meses, de marzo a mayo de 1925, casi lo que dura un otoño. Es tan corto el amor…

          Pasaron algunos años. Laura recuerda que Pablo, en 1927 partió a Oriente a desempeñar su nuevo cargo de Cónsul. El poeta fue a San Fernando para despedirse: Me entregó, para que se lo guardara, el manuscrito de “Tentativa del hombre infinito” y los retratos que le había hecho el francés Georges Sauré y que ilustrarían más tarde muchos de sus libros. Como en toda despedida de enamorados, prometieron escribirse y no olvidarse. Pablo, para asegurar que Laura recibiera sus cartas y que no se las ocultaran sus padres, le propuso que le escribiría a través de su amigo Homero Arce, que trabajaba en el Correo.

          En marzo del año 1928, la muchacha volvió a Santiago y volvió a ver a sus amigos, el poetas Alberto Rojas Jiménez, los pintores Paschin Bustamante y Julio Ortíz de Zárate, los narradores José Santos González Vera y Rubén Azócar, Orlando Oyarzún, Alvaro Hinojosa, Tomás Lago, Juan Gandulfo, Juan Gómez Milla y tantos otros que sería largo enumerar.

          Una tarde se encontró en la Plaza de Armas con Rojas Jiménez. No se fugue, vuelvo en seguida, le dijo el poeta. Y así lo hizo. Lo espero sentada en un banco, frente al Correo Central. A los minutos, Rojas Jiménez regresó con Homero Arce. Fuimos los tres a tomar once a un café de la calle Puente, frente al Correo, al lado de la zapatería que allí había en ese tiempo.
         
Parecía que el destino se había confabulado. A los pocos días, Laura recibió el aviso de pago de su último sueldo como maestra en San Fernando: cosa extraña, que aún no me explico, yo no tenía carnet para cobrarlo. Recordé entonces a Homero, quien era Secretario del Correo Central; averigué cuál era su oficina y una vez frente a él le conté la dificultad en que me encontraba. Bajamos a la Sección Giros y ahí terminó mi problema. Homero, con su gentileza innata me invitó a una tacita de café; allí conversamos…

          Homero Arce se dedicó a cortejar a Laura. No le bastó con los galanteos. Usó su puesto en la oficina de correos para esconder a Laura las numerosas cartas que el poeta le enviaba desde Birmania y Ceylán. Una de aquellas cartas, la dirigía Neruda a Homero: Al fin una carta para ti, Homero recordado y querido (…) Quieres decirme si has visto en este último tiempo a lalita Arrué? Si es así, sé un ángel y dime qué es de ella. No me escribe hace meses. Si no la has visto serás tan bueno como para encontrarla y escribirme con detalles lo que está haciendo, su salud, y todos los detalles, sin necesidad de mostrar esta carta.

          Laura creyó que Pablo la había olvidado y ya no le escribió más. Neruda pensó lo mismo y, angustiado por su soledad, en 1932 se casó con María Antonieta Hagenaar, una javanesa de origen holandés. Homero logró su objetivo y tres años después se casó con Laura.

          Nunca se sabe qué misterios esconde el corazón de una mujer. Tampoco sabemos si Laura logró olvidar del todo su truncado amor de juventud. Lo que si sabemos es que, ella, una mujer bellísima y con varios pretendientes, se casó con Homero Arce, un moreno bajito, apellinado, de suave carácter, con grandes ojos oscuros.
          Sin embargo, un día el diablo metió la cola en el matrimonio. Una mala mañana, ordenando su casa, Laura Arrué encontró un paquete en el que su esposo escondía las cartas que, durante cinco años, le había escrito Pablo desde Oriente. De alguna forma, el funcionario de Correo se las había ingeniado para ocultar las palabras de tan peligroso rival. Fue tal su indignación, contó a María Inés Cardone una sobrina nieta de la esposa despechada-, que cuando apareció su marido, le gritó: “¿Qué significa esto? Homero enmudeció. Acto seguido, mi tía se sacó la argolla de matrimonio y se la tiró por la cabeza”. Laura se fue de casa. La cobijó una tía y le ayudó en su dolor. Homero, que la amaba con desesperación, pidió perdón una y otra vez y la esperó hasta que volviera. Al cabo de un tiempo, Laura regresó a su casa. Aunque esta revelación no acabó con el matrimonio, sí lo resintió de por vida. Y según el mismo testimonio, Homero terminó quemando las cartas.

          Neruda ha sido reconocido por algunos de sus biógrafos como un poeta casamentero. Ha logrado unir en matrimonio a varios de sus amigos con sus ex novias. Esta vez el matrimonio de Homero con Laura tampoco logró quebrar la honda relación entre ambos poetas. El diligente funcionario, luego de una larga carrera en Correos, jubiló en 1951. Desde este momento pasó a ser secretario de Pablo Neruda. Laura describe con propiedad el trabajo que desempeñó Homero: Cuando hablo de “secretario”, no reflejo fielmente lo que él era para Neruda. No un funcionario a sueldo, por supuesto, sino un desinteresado y leal amigo, que vivió siempre atento a sus necesidades, resolviéndole infinidad de problemas para que el Poeta dispusiera de más tiempo para su creación.

          Los estudiosos de la poesía consideran hoy a Homero Arce como uno de los mejores sonetistas de Chile, sin embargo, casi abandonó su propia producción literaria en función de su labor como colaborador de su amigo Pablito.

          En el libro Memorial de Isla Negra, Neruda le hizo un tierno reconocimiento con un poema que llamó simplemente “Arce”:

 

Aquí otra vez te doy porque has vivido

mi propia vida cual si fuera tuya,

gracias, y por los dones

de la amistad y de la transparencia,

y por aquel dinero que me diste

cuando no tuve pan, y por la mano

tuya cuando mis manos no existían,

y por cada trabajo

en que resucitó mi poesía

gracias a tu dulzura laboriosa.

 

          Neruda dependía en gran parte de su trabajo y asistencia. Por esto Homero trabajaba en las memorias del Nobel, y el único viaje que hizo fue precisamente por este motivo a Francia, trabajo que continuó a su regreso con el poeta en Isla Negra hasta pocos días antes del fatídico y desgraciado 11 de septiembre de 1973. Cuando el poeta fue trasladado a la Clinica Santa María, Homero Arce lo siguió acompañando. Recogió dictados, correcciones y estuvo hasta el final.

          El postrer grito de dolor de Neruda fue para su pueblo: ¡Los están fusilando! ¡Los están fusilando! Este grito, en medio del delirio, fue escuchado por Homero Arce poco antes de que su amigo muriera.
          Laura señala que una vez muerto Neruda, Homero le dijo: “Ahora voy a escribir mis propias cosas”. Fue demasiado tarde. Cuatro años después de la muerte del Nobel, también moría Homero. Había salido por la mañana de su casa para cobrar su jubilación. Hay testigos que señalan que a la salida de la Caja, varios sujetos lo apresaron y lo metieron en un automóvil, alejándose a toda velocidad. Regresó por la tarde a su casa, pálido, demacrado y con un golpe en la cabeza que no provocó ni una gota de sangre. De sus pertenencias, sólo le faltaba el carnet de identidad. Murió en el hospital Barros Luco cuatro días después. ¿Su delito? haber sido secretario y, sobre todo, amigo íntimo de Pablo Neruda.
          Siempre me acompañará su mirada desesperada y su grito desgarrador: “¡Defiéndeme Laurita!” Después, silencio, sólo silencio y angustia. Así se fue de mi lado, de mi vida, físicamente, pero yo lo siento, lo oigo, siempre está presente.

          La muerte de Laura también fue trágica y horrorosa. Sucedió en el invierno de 1986, en uno de esos siniestros días en que cortaban la electricidad. Laurita estaba leyendo en su cama, alumbrada por una vela. Se levantó para apagar la estufa y pasó a llevar la vela, que incendió su camisa de dormir. Dejó este mundo convertida en una hoguera.
          Cuatro años antes de su muerte, Laura Arrué dejó su testimonio en un precioso libro que llamó Ventana del recuerdo, texto que ha hecho posible que su nombre sea incluido en la memoria de muchos.

 

*Julio Gálvez Barraza es escritor – investigador. Autor de los libros: “Neruda y España”, Ril, Chile, 2003; “Winnipeg. Testimonios de un exilio”, Renacimiento, Sevilla, España, 2014; “Juvencio Valle. El hijo del Molinero”, Nueva Imperial, Chile, 2014.

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