No soy experto en olores. Si lo fuera, vendería flores a la entrada del cementerio o tendría una perfumería. Distinguir el olor de quien ha fallecido o está a punto de ser cadáver es facultad de peritos. A menudo los médicos diagnostican la muerte de un enfermo, el cual termina por sobrevivirlos. Leí y no recuerdo si en “La Rama Dorada” o en una novela, que en ciertas islas de Oceanía, hay expertos en olores. Con los ojos vendados se aproximan a un cadáver y saben si se trata de una virgen, de un guerrero o de un carcamal. Esta antigua ceremonia se realiza para saber cómo amortajarlos y así agradar a los dioses.
Todo esto se relata, con el objeto de saber cómo van a ser amortajados los cadáveres, que produjo en Chile, el terremoto del 17 de diciembre. Si esos brujos de Oceanía pudiesen venir a nuestro país a olerlos, determinarían que el sepelio será con honras fúnebres de primera clase. Se cree que el boato y la asistencia a estas ceremonias, superarán las expectativas. Es cierto qué, podría suceder un milagro y los graciosos cadáver se conviertan en seres vivos y nos acusen de difamación. “Cuídese señor pendolista de no matar a los vivos, porque no constituye gracia alguna matar a los muertos”, nos podrían enrostrar. Son los riesgos de quienes escriben cuentos y novelas, donde narran puras mentiras. Y la política, novela mal escrita, no debe estimarse ajena a este fenómeno. Sabe sobrevivir y jamás ha sido cadáver. Anunciar la muerte de quien está vivo, porque si estuviese muerto no constituye novedad, es jugar a la ruleta rusa. Como esa frase tan socorrida de Lope de Vega o tal vez de Zorrilla: “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”.
Anunciar muertes prematuras o de quienes creemos que por su vejez deberían estar muertos, constituye un peligro. A menudo encontramos en la calle a quien creíamos muerto y dan deseos de huir despavorido. En cierta oportunidad, vi a un sujeto igual a Daniel López Riggs en la avenida Libertad de Viña del Mar, quien caminaba a mi encuentro. Huí aterrado a esconderme en el café, donde suelo reunirme con colegas. Sufrí insomnio durante semanas. A uno de mis más ilustres amigos, cuyo oficio es escribir poesía y de calidad, a menudo lo dan por muerto. Se queja: “Ignoro quién difunde la falacia sobre mi defunción, siendo que estoy más vivo que Nicanor Parra. Me voy a morir en silencio y a nadie se lo voy a comunicar”.
Ahora, dar por muertos a quienes se equivocaron en sus pronósticos electorales, armaron alianzas espurias y actuaron con ingenuidad, es innecesario. Permanecen en su condición de cadáveres desde hace varios años, cuando creyeron que recuperaban la libertad. Desde septiembre de 1973 hasta la fecha, apenas si ha cambiado el ceremonial de saber quiénes están vivo o han emprendido el viaje sin retorno. ¿Cómo negarlo? Yo mismo siento esa sensación de haber muerto, de ser cadáver y que mi funeral se prepara en silencio, sometido a los rituales de los brujos de la Oceanía.
No se trata de resucitar a ninguno de los cadáveres antiguos o actuales, para que venga a recomponer este país robado, engatusado, asesinado, torturado hasta la saciedad, donde la farándula y la alienación, han invadido nuestra vida. El poeta Edmundo Moure acierta, cuando dice que nos hemos puesto adictos a frecuentar los templos del Mall, estas iglesias modernas, obsesionados por el consumismo.
Nuestros integrantes del mundo de la cultura, que han dedicado una vida entera a la creación, miran con recelo a Sebastián Piñera. Nada ha dicho o casi nada sobre el desarrollo de la cultura. Para él, y lo ha manifestado en sus declaraciones, privilegia la economía salvaje, el desenfreno del capitalismo, como si fuese bandera de bucanero. El uso de la pirinola, donde siempre hay alguien que se queda con todo. Como quien dijo: “Si me hablan de cultura, echo mano a mi pistola”. Esta expresión se la disputan varios personajes de la historia, cuyo amor a la cultura, acrecentaba su ideología de muerte. Entre ellos, están los nazis Göring, Goebbels y el franquista Millán-Astray. No se le vaya a ocurrir decir al señor Piñera, que esto lo expresó Atila, mientras asolaba a Europa o Nerón, quien usaba una inofensiva lira y no una pistola.
Muy pronto será falacia hablar de cultura, mientras se acorralará a los creadores y se les va a negar los espacios que algún día tuvieron. A menudo se les critica su postura por su proximidad a la espiritualidad y cercanía a la belleza, las que son vistas como inútiles. Ha llegado la oscuridad de la mano del desenfrenado materialismo. No supimos por soberbia, combatir la aparición del becerro de oro de la Biblia. Descubrir a tiempo a los sacerdotes del templo de la avaricia. Es necesario recordar la socorrida frase de la madre de Boabdil el Chico: “No llores con lágrimas de mujer, lo que no supiste defender como hombre”.
A todos nos calza el sayo del oprobio, los zapatos de buzo, que nos mantiene sumergidos. La vergüenza de no haber trabajado día y noche imbuidos de coraje, en beneficio de una genuina cultura cercana al pueblo. No una cultura de elite, exclusiva, que por conveniencia se ha impuesto.