Vengo escribiendo que uno de los desarrollos políticos más fatales de los últimos cien años ha sido la separación e incluso contradicción entre revolución y democracia como dos paradigmas de transformación social. He afirmado que este hecho es, en parte, responsable de la situación de impasse en la que nos encontramos. Mientras que a principios del siglo XX disponíamos de dos paradigmas de transformación social y los conflictos entre ellos eran intensos, hoy, a comienzos del siglo XXI, no disponemos de ninguno de ellos. La revolución no está en la agenda política y la democracia ha perdido todo el impulso reformista que tenía, habiéndose transformado en un arma del imperialismo y estando secuestrada en muchos países por antidemócratas.
Esta tensión entre revolución y democracia recorrió todo el siglo XIX europeo, pero fue en la Revolución rusa que la separación, o incluso incompatibilidad, tomó forma política. Es discutible la fecha exacta en la que esto ocurrió, pero lo más probable es que fuera en enero de 1918, cuando Lenin ordenó la disolución de la Asamblea Constituyente en la que el Partido Bolchevique no tenía mayoría. La gran revolucionaria Rosa Luxemburgo fue la primera en alertar sobre el peligro de la ruptura entre revolución y democracia. En la prisión, Rosa Luxemburgo escribió en 1919 un panfleto sobre la Revolución rusa cuyo destino fue turbulento, pues solo mucho más tarde se publicó en su totalidad. En este texto, Rosa Luxemburgo escribe de manera lapidaria que la libertad solo para los partidarios del Gobierno o solo para los miembros de un partido no es libertad. La libertad es siempre y exclusivamente la de los que piensan diferentemente, y añade: “Con la represión de la vida política en el conjunto del país, la vida de los sóviets [1] también se deteriorará cada vez más. Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que solo queda la burocracia como elemento activo. Gradualmente se adormece la vida pública y gobiernan unos pocos dirigentes partidarios de energía inagotable y gran experiencia. Entre ellos, en realidad, dirige solo un grupo pequeño de notables, y de vez en cuando se invita a una élite de la clase obrera a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los dirigentes, y aprobar por unanimidad las mociones propuestas. En el fondo, entonces, una camarilla. Una dictadura, por cierto: no la dictadura del proletariado, sino la de un grupo de políticos. […] Esas condiciones deben causar inevitablemente una brutalización de la vida pública: intentos de asesinato, caza de rehenes, etc.” [2]. Un texto premonitorio de alguien que sería, ella misma, asesinada dos años después.
Vivimos un tiempo de posibilidades desfiguradas. La revolución siguió una trayectoria que fue dando cada vez más razón a las previsiones de Rosa Luxemburgo y fue llevando a cabo una transición que, en vez de transitar al socialismo, acabó por transitar al capitalismo, como bien ilustra hoy el caso de China. Por su parte, la democracia (reducida progresivamente a la democracia liberal) perdió el impulso reformista y demostró no ser capaz de defenderse de los fascistas, como lo puso de manifiesto la elección democrática de Adolf Hitler. Además, el “olvido” de la injusticia socioeconómica (además de otras, como la injusticia histórica, racial, sexual, cultural y ambiental) hace que la mayoría de la población viva hoy en sociedades políticamente democráticas, pero socialmente fascistas.
Si el drama político del siglo XX fue separar revolución y democracia, me atrevo a pensar que el siglo XXI solo comenzará políticamente en el momento en el que revolución y democracia vuelvan a unirse. La tarea puede resumirse así: democratizar la revolución y revolucionar la democracia. Veamos cómo. Dadas las limitaciones de espacio, las orientaciones se formulan en términos de principios con escasa explicación.
Democratizar la revolución. En primer lugar, a veces son necesarias rupturas que rompen el orden político existente. Este, cuando se autodesigna democrático, es ciertamente una democracia de minorías para las minorías, en suma, una falsa democracia o una democracia de bajísima intensidad. La ruptura solo se justifica cuando no hay otro recurso para poner fin a este estado de cosas y su objetivo principal es el de construir una democracia digna del nombre, una democracia de alta intensidad para las mayorías, respetuosa con el encaje de las minorías. La revolución no puede correr el riesgo de pervertirse en la sustitución de una minoría por otra.
En segundo lugar, la ruptura, como el nombre indica, rompe con un determinado orden, pero romper no significa hacerlo con violencia física. El día de la toma del Palacio de Invierno murieron pocas personas y los teatros funcionaron con normalidad. Tal como en la Revolución del 25 de abril de 1974 en Portugal, en la que murieron cuatro personas y hubo un herido de gravedad.
En tercer lugar, los fines nunca justifican los medios. La coherencia entre unos y otros no es mecánica, pero deben ser equivalentes en los tipos de acción y de sociabilidad política que promueven. En este sentido, no es admisible que se sacrifiquen generaciones enteras en nombre de un futuro luminoso que hipotéticamente vendrá. Quienes más necesitan de la revolución son las mayorías empobrecidas excluidas, discriminadas y arrojadas por la sociedad injusta en zonas de sacrificio. Su futuro es mañana y es mañana que deben comenzar a sentir los efectos benéficos de la revolución.
En cuarto lugar, históricamente muchas revoluciones fueron rápidas en despolarizar sus diferencias con los enemigos y las antiguas clases dominantes, al mismo tiempo que polarizaban, a veces de manera brutal, sus diferencias con grupos revolucionarios, cuya línea política fue derrotada. Eso se llamó sectarismo y dogmatismo. Esta perversión dominó toda la izquierda política del siglo XX.
En quinto lugar, la lucha de clases es una lucha importante, pero no es la única. Las luchas contra las injusticias y discriminaciones raciales (colonialismo) y sexuales (heteropatriarcado) son igualmente importantes, y la lucha de clases nunca tendrá éxito si las otras tampoco lo tienen. Vivimos en sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales, y las tres formas de dominación actúan articuladamente. Al contrario, los hombres y las mujeres que luchan contra la injusticia se concentran, en general, en una de las luchas, descuidando las otras. Y en tanto las luchas se mantengan separadas, nunca tendrán éxito significativo.
Por último, no hay una única forma de emancipación social. Hay múltiples formas y, por eso, la liberación o es intercultural o nunca será.
Revolucionar la democracia. Primero, no hay democracia: hay democratización progresiva de la sociedad y del Estado. Segundo, no existe una forma legítima de democracia: hay varias y en su conjunto forman lo que designo como demodiversidad [3]. Tal como no podemos vivir sin biodiversidad, tampoco podemos vivir sin demodiversidad.
Tercero, en los distintos espacios-tiempos de nuestra vida colectiva, las tareas de democratización deben llevarse a cabo de modo diferente, y los tipos de democracia serán igualmente distintos. No es posible la democratización del Estado sin la democratización de la sociedad. Distingo seis espacios-tiempo principales: familia, producción, comunidad, mercado, ciudadanía y mundo [4]. En cada uno la necesidad de democratización es la misma, pero los tipos y los ejercicios de democracia son diferentes.
Cuarto, siguiendo el pensamiento político del liberalismo, las sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales en las que vivimos redujeron la democracia al espacio-tiempo de la ciudadanía, el espacio que designamos como político, cuanto todos los otros son igualmente políticos. Por eso la democracia liberal es una isla democrática en un archipiélago de despotismos.
Quinto, incluso restringida al espacio de la ciudadanía, la democracia liberal, también conocida como representativa, es frágil, porque no puede defenderse fácilmente de los antidemócratas y de los fascistas. Para ser sostenible, debe complementarse y articularse con la democracia participativa, o sea, con la participación organizada y apartidaria de ciudadanos y ciudadanas en la vida política mucho más allá del ejercicio del derecho al voto, que obviamente es muy valioso, pero no suficiente.
Sexto, los propios partidos deben reinventarse como entidades que combinan dentro de sí formas de democracia participativa entre sus militantes y simpatizantes, en especial en la formulación de los programas de los partidos y en la selección de candidatos a cargos electivos.
Séptimo, la democracia de alta intensidad debe distinguir entre legalidad y legitimidad, entre la primacía del derecho (que incluye los derechos fundamentales y los derechos humanos) y la primacía de la ley (derecho positivo), o sea, entre rule of law y rule by law. La primacía de la ley (rule by law) puede ser respetada por dictadores, no así la primacía del derecho (rule of law).
Octavo, hoy en día gobernar democráticamente significa gobernar contra la corriente, ya que las sociedades nacionales están sujetas a un doble constitucionalismo: el constitucionalismo nacional, que garantiza los derechos de los ciudadanos y las instituciones democráticas, y el constitucionalismo global de las empresas multinacionales, de los tratados de libre comercio y del capital financiero. Entre los dos constitucionalismos hay enormes contradicciones, ya que el constitucionalismo global no reconoce la democracia como un valor civilizatorio. Y lo más grave es que, en la mayoría de las situaciones, en caso de conflicto entre ellos, el constitucionalismo global es el que prevalece. Quien controla el poder del gobierno no es necesariamente quien controla el poder social y económico. Es lo que sucede con los gobiernos de izquierda. Para que estos se sostengan, no pueden confiar exclusivamente en las instituciones. Deben saber articularse con la sociedad civil organizada y con los movimientos sociales interesados en profundizar la democracia; y disponer de medios de comunicación propios que compitan con los medios corporativos, en general subordinados a los dictámenes del constitucionalismo global.
Democratizar la revolución y revolucionar la democracia no son tareas sencillas, pero constituyen la única vía para frenar el camino al crecimiento de las fuerzas de extrema derecha y fascistas que van ocupando el campo democrático, aprovechándose de las debilidades estructurales de la democracia liberal. La miseria de la libertad será patente cuando la gran mayoría de la población solo tenga libertad para ser miserable.
NOTAS
[1] El poder popular o los consejos de obreros, campesinos y soldados.
[2] Luxemburgo, R., Obras escogidas, Ediciones digitales Izquierda Revolucionaria, 2008, p. 402.
[3] Véase Santos, B. S. y Mendes, J. M., (eds.), Demodiversidad. Imaginar nuevas posibilidades democráticas, Akal, Madrid y México, 2017.
[4] Véase Santos, B. S., Crítica de la razón indolente. Contra el desperdicio de la experiencia. Para un nuevo sentido común: la ciencia, el derecho y la política en la transición paradigmática, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2003.
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*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial. Artículo Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez. En Público.es, 27.12.2017