Noviembre 16, 2024

¿Cómo podemos o cómo queremos vivir?

Hace un tiempo un conocido relataba las curiosidades que implicaba tener un hijo más en Chile en comparación con Francia. Cuando fue a la ISAPRE a comunicar que la familia tenía un nuevo miembro, le explicaron con pesar que el retoño conllevaba un alza del precio de su plan; la opción era contratar uno más barato con menos prestaciones.

 

 

Luego de conocer esa mala noticia, por tener el niño ascendencia francesa, nuestro personaje se dirigió a dicha embajada a inscribirlo. A sólo unas pocas cuadras de la ISAPRE… además de felicitarlo por la buena nueva, también le comunicaron que tenía derecho a una ayuda estatal en dinero por el recién nacido.

 

Otra persona, por su trabajo en el área de la salud pública, visitó Japón para conocer la experiencia nipona en dicho ámbito. Le mostraron hospitales con excelentes instalaciones y tecnología, muy superiores a la realidad de nuestros centros de salud públicos. Tal fantástico escenario despertó sospechas en nuestro compatriota y preguntó dónde se atendía la gente con menos o sin recursos. Su anfitrión no entendió la lógica de la duda y, luego de la insistencia, le contestó con el desparpajo de quien dice una obviedad: se atendían en esos mismos hospitales.

 

Más de alguien podría responder ramplonamente que, a diferencia de Chile, esos países sí tienen el dinero para implementar tales planes.[1] Con lo que se olvida algo obvio, algo demasiado obvio. Más allá del dinero, estamos en el campo de la voluntad política fruto de una visión de sociedad, de cómo se quiere vivir en comunidad. El dinero no conlleva de por sí ideas, ni la voluntad de distribuirlo en la forma de subsidios o algún tipo de plan social. Es más, la propia mitología capitalista liberal es la que sostiene que las ideas son el germen del dinero.

 

En Chile los políticos neoliberales y tecnócratas nos han timado con el cuento del tío de la economía “científica”: cuando se haya acumulado suficiente riqueza, en base a medidas de discriminación hiperpositiva en favor de los multimillonarios y grandes empresas, recién ahí podremos pensar en distribuir esa riqueza. De más está decir que es un misterio cuánto es suficiente y hasta cuándo.

 

Esa distribución, nos remarcan, sólo debe realizarse a través del chorreo (o sea, de forma indirecta). El chorreo tendría una doble dimensión: los grandes agentes del mercado gastarán su dinero y así crearán empleo y/o el Estado dispondrá de más recursos vía impuestos a las utilidades de esos grandes agentes. No obstante, nuestro sistema impositivo es regresivo o pro ricos… tan regresivo que el Estado recauda ¡cuatro veces más dinero del IVA que de los millonarios![2] Es más, al ser un impuesto indirecto afecta sobre todo a los pobres: al tener menores entradas, gastan la mayoría o todas ellas pagando IVA.

 

Si no fuera a lo menos curioso guiarse por tan singular estrategia, no hay que olvidar que la propia lógica liberal nos deja en un callejón sin salida. Por una parte, esa fe de ribetes religiosos en el chorreo, no se hace cargo de los propios fundamentos en que se sostiene: la naturaleza egoísta ¡de la especie! implicaría que no sabemos qué monto de la riqueza acumulada se invertirá, ni si se hará con fines pro sociales. Aunque esta última posibilidad sea fruto de un individualismo inconsciente, el cual nunca quiso cooperar con los demás, es esperable que los ricos inviertan su dinero en paraísos fiscales o lo gasten en mero consumo ostentoso como señalaba el economista Thorstein Veblen.[3]

 

Aun así, no faltarán los abogados del lujo, tanto como una opción legítima de la libertad económica individual, como por efectivamente crear trabajo. Sin embargo, se podría especular que esos empleos no son suficientes para mantener un país; o, más importante todavía, es un chorreo que no crea empleos fuera de la producción y comercialización de lujo. Si bien la filantropía de millonarios puede ser una excepción, en general el chorreo no crea trabajos como enfermeras en hospitales públicos, profesores rurales o de sectores marginales-urbanos, psicólogos de consultorios municipales, tampoco construye hospitales, caminos rurales o puentes en zonas pobres y/o apartadas, etc.

 

Sabemos ya la respuesta a la última salvedad, la conocemos desde el siglo XVIII por Adam Smith: el Estado debe asumir todo lo que no despierte la codicia de los privados. Vale, pero aquí tenemos la segunda parte del callejón sin salida en que nos deja la ortodoxia: para ello el Estado requiere ingresos. Y un Estado neoliberal como el chileno tiene prohibido extender su condición de empresario y tiene coartada ideológicamente (y por los poderes fácticos) una reforma impositiva en serio y progresiva. No una “reformita” o un mero ajuste tributario como, por ejemplo, ocurrió en el gobierno de Piñera el 2012.[4]

 

La “ciencia” económica nos deja atados de pies y manos. No hay que olvidar que esa formación ideológica disfrazada de “ciencia”, es la que se imparte en las universidades del país y (de)forma a nuestra juventud al hacer pasar una postura política, adornada con matemáticas, por ciencia.[5]

 

En Chile los ricos son intocables. Cualquier propuesta al respecto es de inmediato tildada de “irresponsable”, “populista”, o se rechaza porque de seguro espantará la inversión. Hasta hemos visto la estupidez y/o la bajeza de afirmar que medidas redistributivas serían catastróficas: Chile se transformará en Venezuela… Lo cual no le ha ocurrido a ningún país capitalista exitoso en términos de crecimiento e igualdad de oportunidades; como Bélgica, Canadá, Suecia o Dinamarca entre otros. Todos ellos lejísimos de haber emprendido el Camino de servidumbre hacia las garras del comunismo, como nos advirtiera Friedrich von Hayek. Ni la lógica, ni las cifras, ni los hechos son considerados por la “ciencia” económica y la consiguiente política económica chilena y, puntualmente, por la tributaria.[6]

 

Por supuesto es útil una técnica preocupada de que cada peso sea efectivamente bien invertido. Mas, no es aceptable el extremo actual en que técnicos con una formación precaria y sin más criterio que la eficiencia —una especie de contadores-mercanchifles megalómanos—, sean quienes determinan todas las políticas del país. Los buenos técnicos deben reasumir su lugar como consejeros y realizadores de políticas que se deciden en instancias reflexivas superiores.

 

El realismo es conveniente. No así el inmovilismo y la pérdida de horizontes más amplios a causa de un pragmatismo simplón. El cual, para peor, insiste en las mismas recetas que ya han demostrado su fracaso… redistributivo, no en cuanto creación y acumulación de riqueza.

 

Nadie quiere promesas incumplibles. En ese sentido, es rescatable cierta influencia económica en la política. Pero, es una exageración que toda propuesta sea enjuiciada desde el (des)criterio de la “buena economía” neoliberal. Las ideologías o los ideales más altos que hacer caja, no implican inexorablemente que alguien pudiera prometer transformar a Chile en el primer importador mundial de carne de unicornio. La obtusa mirada maniquea es asimismo parte de la mediocridad tecnocrática.[7]

 

En tiempos de elecciones es bueno recordar lo que está en juego, o lo que debería estar en juego, son proyectos de sociedad: propuestas de cómo queremos vivir en comunidad. No sólo por qué estilo de administración de lo que hay optaremos o de lo que nos dicen es lo posible … postura que, a menudo se olvida, también es un modelo ideológico de sociedad.

 

A principios del siglo XX el gran historiador inglés de la economía, R. H. Tawney escribía en La sociedad adquisitiva unas palabras que, casi un siglo después, calzan perfectamente con nuestro país:

 

“Hay muchos, por supuesto, que no quieren que se produzcan cambios y que se opondrán a ellos si se intenta llevarlos a cabo. Para estas personas, el orden económico existente ha demostrado ser ventajoso. Desean únicamente aquellos cambios que les aseguren igual provecho en el futuro (…) Lo que necesitan no son argumentos: el cielo les ha negado una de las facultades que se requieren para comprenderlos”.

 


[1]Chile es un país OCDE, no es pobre sino desigual: “Chilenos suben en ranking mundial de patrimonio: somos los más ricos en América Latina” (http://www.biobiochile.cl/noticias/economia/actualidad-economica/2017/10/02/chilenos-suben-en-ranking-mundial-de-patrimonio-somos-los-mas-ricos-en-america-latina.shtml); “Mercado del lujo no siente la desaceleración y este año se espera que crezca 5%, por sobre la media mundial” (http://www.elmostrador.cl/mercados/2017/06/29/los-ricos-no-lloran-mercado-del-lujo-en-chile-espera-crecer-5-en-2017-por-sobre-la-media-mundial/); “US $120 mil millones en 10 años: el regalo de Chile a la gran minería privada del cobre” (http://ciperchile.cl/2017/01/10/us120-mil-millones-en-10-anos-el-regalo-de-chile-a-la-gran-mineria-privada-del-cobre/).

[2]“Chile recauda cuatro veces más impuestos por el IVA que por lo que pagan los más ricos” (https://www.publimetro.cl/cl/noticias/2017/11/24/chile-recauda-cuatro-veces-mas-impuestos-iva-lo-pagan-los-mas-ricos.html).

[3]Teoría de la clase ociosa. 2da. ed. México: FCE, 1974.

[5]Por citar un ejemplo entre tantos posibles, desde la academia no se escuchó voz alguna denunciando que “las concesionarias a cargo de las carreteras (…) recuperan desde el doble hasta 14 veces el monto de inversión de una ruta”. ¿Esto no se supone acaso una pésima asignación de recursos o a lo menos una pérdida catastrófica para todos los chilenos? (“Las brutales ganancias de las rutas concesionadas: se podrían hacer más de 90 carreteras”; http://www.biobiochile.cl/especial/noticias/reportajes/reportajes-economia/2016/10/07/las-brutales-ganancias-de-las-rutas-concesionadas-se-podrian-hacer-mas-de-90-carreteras.shtml).

[6]“La parte del león: cómo los súper ricos se apropian de los ingresos de Chile” (http://ciperchile.cl/2013/03/28/la-parte-del-leon-como-los-super-ricos-se-apropian-de-los-ingresos-de-chile/). “Cómo captar la riqueza regalada del cobre” (http://ciperchile.cl/2017/01/19/como-captar-la-riqueza-regalada-del-cobre/).

[7]Curiosamente, esta verdadera cruzada en contra de los ideales y loideológico, olvida a esos soñadores neoclásicos que a mitad del siglo XX eran ridiculizados por su utopía extremista de una sociedad abierta con ajuste automático… Con no poca ironía, su sueño cumplido es hoy nuestra pesadilla.

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