Para un sector de la política criolla –algo así como una centroizquierda colmada de matices–, la gratuidad es como la niña bonita del baile, a la que no obstante reconocerle su enorme inteligencia y exuberancia, al día siguiente todos desprecian y olvidan, hasta que alguien la invita al próximo dancing; para el otro lado –algo así como una centroderecha colmada de matices–, la gratuidad es como la chica casquivana a la que todos encuentran guapa y deseable, pero pobretona e izquierdosa, con la que por ningún motivo se casarían; ninguna familia tradicional –conservadora, pechoña, etcétera– quiere tener en sus filas a una muchacha tan rojiza y revolucionaria.
La educación, o es pública, o es privada. La primera es gratuita y la segunda es pagada. Eso es todo; ahí están los colegios particulares y los municipales para entender esa concepción semántica. Si a contar de 1966, cuando Chile adscribe al Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, cada uno de los sucesivos gobiernos hubiesen entendido esa diferencia, de seguro hoy nadie discutiría si conviene o no tener una ley especial de financiamiento de la educación superior, o si es mejor hacerlo cada año mediante una glosa presupuestaria, a través de la cual el Parlamento decide a qué estudiantes otorga la gratuidad.
De haberlo entendido, el Estado habría dado curso a la implementación gradual y progresiva de la gratuidad en virtud del Pacto suscrito por Chile en la Asamblea Anual de la ONU de 1966, y ratificado en 1969, 1972 y 1989. En esa ocasión, los estados firmantes reconocieron a la educación como un derecho humano, obligándose a proveerla de manera gratuita a todos sus connacionales, sin más requisito que la capacidad intelectual del individuo, y en ningún caso considerando las condiciones adscritas del estudiante, como son las de tipo familiar o económico. En efecto, la única condición exigible es que el individuo sea capaz de demostrar sus reales capacidades, sin importar si sus padres son millonarios o indigentes.
El derecho a la educación pública superior gratuita se encuentra consagrado en el artículo 13 Nº 2 letra c) del Pacto, el que es de rango al menos constitucional, ya que el artículo 5°, inciso segundo, de la Constitución Política establece que el Estado en el ejercicio de la soberanía debe respetar los derechos humanos, tanto los establecidos en la Carta Fundamental como en los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes, que es el caso del citado Pacto (Carola Canelo).
No obstante, desde 1989 a la fecha todos los gobiernos han incumplido ese compromiso, así se desprende del informe final del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas, compuesto por 18 expertos, que entrega las recomendaciones al Estado chileno tras el proceso de examinación al que éste fuera sometido los días 9 y 10 de junio de 2015, en Ginebra, en el marco de los compromisos contraídos por Chile al ratificar el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC).
“Las constataciones realizadas por el Comité DESC son preocupantes, ya que las últimas observaciones realizadas al Estado chileno por este Comité datan de 2004, hace 11 años atrás, lo que da cuenta de la ausencia de avances sustanciales para asegurar la vigencia de estos derechos fundamentales en el país”, explica en El Mostrador José Aylwin, codirector del Observatorio Ciudadano.
El Comité DESC constata el grave déficit que el Estado de Chile tiene en el cumplimiento de sus obligaciones, “particularmente en el reconocimiento y la protección efectiva de derechos como la vivienda, la educación, los derechos sindicales, el derecho al agua y a la alimentación, así como al constatar la persistencia de brechas de desigualdad y pobreza extremas, que afecta a grupos más vulnerables, como los pueblos indígenas”, consigna el medio. Para mayor abundamiento, Aylwin comenta que “temas como las pensiones, la salud, la educación son vistos principalmente como negocio, agravado por más de 30 años en que ha funcionado un sistema basado en la subsidiariedad, los resultados son segregación y déficit”.
La terrible paradoja con la que deben convivir las centroizquierdas y las centroderechas –que han gobernado desde 1990– es que el derecho humano a la educación fue reconocido por un dictador, a quien se sindica como el mayor violador de los derechos humanos de la historia de Chile (Y POR CUANTO, dicho Pacto ha sido aceptado por mí, previa aprobación legislativa, y el Instrumento de Ratificación fue depositado en la Secretaria General de las Naciones Unidas con fecha 10 de febrero de 1972 –sentencia Pinochet en 1989. Y agrega: POR TANTO, en uso de la facultad que me confiere el artículo 32 N° 17 de la Constitución Política de la República, dispongo y mando que se cumpla y lleve a efecto como Ley dicho Pacto Internacional y que se publique copia autorizada de su texto en el Diario Oficial).
Qué paradójico es que los mismos que lo sacaron del poder, hoy se yergan como defensores-violadores del derecho humano a la educación superior pública gratuita, y tratan de subsidiar su desidia a través del otorgamiento de becas y créditos como fuentes de financiamiento, en circunstancias que, como se sabe, las becas son discrecionales, ya que su otorgamiento depende de la condición socioeconómica familiar del estudiante; en tanto, los créditos bancarios, como se sabe, son instrumentos cobrables a mediano o largo plazo.
En rigor, el Estado está obligado a implementar la gratuidad en la educación superior pública, esto es, en aquellas instituciones que le pertenecen, y en modo alguno está obligado a otorgarla a través de entidades privadas, como son las universidades o institutos particulares (empresas con fines de lucro). Que alguien recoja este guante, por favor.