Noviembre 16, 2024

Nuevo lapidario informe de la Organización Meteorológica Mundial

El pasado 6 de noviembre la Organización Meteorológica Mundial (OMM) publicó un avance de su informe “Estado del clima mundial 2017”. Allí se anuncia que este año va a ser uno de los tres años más cálidos jamás registrados (los otros dos fueron 2015 y 2016) con cada vez más frecuentes episodios de efectos devastadores, como huracanes, inundaciones, olas de calor y sequías.  De enero a septiembre de 2017 se registró una temperatura media global de aproximadamente 1,1 °C por encima de los niveles preindustriales y el período de 2013 a 2017 será el quinquenio más cálido jamás registrado.

 

Los indicadores del cambio climático a largo plazo, como el incremento de las concentraciones de dióxido de carbono, el aumento del nivel del mar y la acidificación del océano, siguen aumentando mientras los hielos del Ártico, la extensión del hielo marino de la Antártida y los glaciares continúan reduciéndose. El manto de hielo de Groenlandia –elemento clave para la circulación oceánica- ha perdido cerca de 3 600 000 millones de toneladas de masa de hielo desde 2002.

 

“Hemos sido testigos de fenómenos meteorológicos extraordinarios, temperaturas que han llegado a +50 °C en Asia, huracanes sin precedentes en el Caribe y en el Atlántico que han llegado hasta Irlanda, devastadoras inundaciones monzónicas que han afectado a muchos millones de personas y una sequía implacable en África oriental” afirmó el Secretario General de la OMM, Petteri Taalas durante la presentación del informe en el marco de la Convención de Cambio Climático de Bonn (COP 23).

 

Hace dos años -en la COP 21 de París- esta misma Convención había firmado el “Acuerdo de París” con gran algarabía y los muy extendidos aplausos de las delegaciones nacionales de todo el planeta. Seguramente no haya sido igualmente aplaudida la principal noticia del informe de la OMM con los resultados efectivos de aquel Acuerdo: La tasa de aumento del CO2 de 2015 a 2016 fue la más alta jamás registrada, a saber, de 3,3 partes por millón/año, lo que supuso que la concentración de CO2 alcanzara las 403,3 partes por millón. Y los datos en tiempo real de diversos lugares específicos indican que los niveles de dióxido de carbono, metano y óxido nitroso siguieron aumentando en 2017.

 

Aumentan los desastres

 

Según el reporte los fenómenos extremos afectan a la seguridad alimentaria de millones de personas, especialmente a las más vulnerables. En los países en desarrollo, el 26 por ciento de los daños y las pérdidas causados por tormentas, inundaciones y sequías de mediana y gran escala recayó sobre la agricultura (cultivos, ganadería, pesca, acuicultura y silvicultura).

 

El riesgo general de enfermedades o muertes relacionadas con el calor ha aumentado de forma constante desde 1980, y actualmente cerca del 30% de la población mundial vive en condiciones climáticas que provocan olas de calor extremas prolongadas. Entre 2000 y 2016, el número de personas vulnerables expuestas a episodios de olas de calor se ha incrementado en aproximadamente 125 millones.

 

En 2016 se desplazaron 23,5 millones de personas como consecuencia de desastres de origen meteorológico. Al final de 2017 varios millones de personas habrán resultado desplazadas por las inundaciones en Asia y por las sequías en África y se contarán por millares los muertos y enfermos por estas causas.

 

Pero no solo los países menos desarrollados han sido afectados. El índice de energía ciclónica acumulada, que mide la intensidad total y la duración de los ciclones, alcanzó este septiembre su valor mensual más elevado jamás registrado. En el Atlántico Norte hubo tres huracanes de primer orden y de gran impacto, que se sucedieron en un corto intervalo de tiempo: Harvey en agosto e Irma y María en septiembre. Un pluviómetro ubicado cerca de Nederland (Texas) midió un total provisional de 1.539 mm de precipitación en siete días, que fue el mayor volumen jamás registrado para un solo fenómeno en el territorio continental de los Estados Unidos.

 

A mediados de octubre, Ophelia se convirtió en el huracán de primer orden (categoría 3) ubicado a más de 1 000 kilómetros al noreste que ningún otro huracán anterior del Atlántico Norte. Causó daños importantes en Irlanda, mientras que los vientos asociados a este sistema contribuyeron a provocar incendios de gran magnitud en Portugal y el noroeste de España.

 

En muchas zonas del Mediterráneo predominaron unas condiciones secas. La sequía más grave se dio en Italia, afectando a la producción agrícola y provocando una caída del 62% de la producción de aceite de oliva con respecto a la producción de 2016. Además, se dieron las temperaturas más altas registradas en Italia para el período de enero a agosto, con una anomalía de 1,31 °C superior a la media del período 1981-2010.

 

En varios países las altas temperaturas alcanzaron niveles nunca antes registrados como en Australia, Pakistán, Irán, Barhein, Omán, China, España, Italia, Francia y Estados Unidos. En particular en América del Sur, Santiago de Chile registró la mayor temperatura conocida (37,4 °C) lo que contribuyó a la propagación de los mayores incendios forestales en la historia chilena que arrasaron 614 mil hectáreas de bosque.  En Puerto Madryn (Argentina) se alcanzó una temperatura de 43,5 °C, la más alta registrada tan al sur (43° S) en ningún lugar del mundo. En el otro extremo térmico, el frío intenso y grandes nevadas afectaron partes de la Argentina en julio. En Bariloche, la temperatura descendió hasta -25,4 °C, más de cuatro grados por debajo de la temperatura más baja registrada anteriormente en esa ciudad.

 

La esperanza es lo último que se perdió

 

Este informe es demoledor. Mucho más que los similares anteriores de la OMM. Los indicadores de la crisis ambiental planetaria empeoran y no hay acuerdo internacional que sea capaz de revertirlo por más aplausos, felicitaciones mutuas y grandilocuentes alocuciones con que sean anunciadas.

 

Y este no es el único reporte. Hace pocos días la revista médica Lancet publicó otro informe donde se revela que la contaminación ambiental, desde el aire sucio hasta el agua contaminada, está matando a más personas cada año que todas las guerras y la violencia en el mundo. Más que fumar, el hambre o los desastres naturales. Más que el SIDA, la tuberculosis y la malaria combinados. Una de cada seis muertes prematuras en el mundo en 2015 – alrededor de 9 millones – podría atribuirse a la enfermedad por exposición tóxica, según el estudio publicado el jueves 19 de octubre. El costo financiero de la muerte, la enfermedad y el bienestar relacionados con la contaminación es igualmente masivo -dice el informe- y cuesta unos U$D 4,6 billones en pérdidas anuales, o alrededor del 6,2 por ciento de la economía mundial.

 

Desde la publicación del histórico informe del Club de Roma de 1972 –Los límites del crecimiento-, que anunciaba el colapso de la civilización para el año 2030 si se seguía insistiendo con las políticas de crecimiento económico, muchos autores (llamados más o menos despectivamente “colapsistas”) han estado alertando sobre la certeza de aquellos escenarios y la corroboración de la trayectoria de los indicadores proyectados.

 

Muchas veces estos analistas han estado utilizando la imagen del “Titanic” para ejemplificar como nuestra civilización, ante el choque evidente contra el iceberg, continúa la fiesta a bordo sin intentar tomar las previsiones necesarias para evitar el choque. En estos momentos estoy tentado a pensar que ese momento ya pasó, que nuestro barco ya chocó contra el iceberg y que estamos viendo a los primeros náufragos caer al mar y a los demás aferrarse a cualquier cosa que los ayude a sostenerse en la cubierta del barco inclinado.

 

Lo que nos muestra la evidencia de los datos de estos informes científicos, es la irreversibilidad del  proceso y que no hay ya posibilidad de recuperar la salud del ecosistema planetario. El calentamiento global, la acidificación de los océanos, la pérdida de biodiversidad, la desertificación, la muerte de las zonas marinas costeras y la contaminación del agua, no son procesos reversibles. No al menos en la escala de tiempo de vida de los que aún estamos sobre el barco.

 

El Titanic se hunde. Habrá sobrevivientes sin duda. Pero su vida estará condenada a flotar sobre los restos de madera de algo que alguna vez supo ser un barco esplendoroso.

 

* Gerardo Honty es analista de CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social)

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