Volví al útero materno. Unas sábanas de franela, dos mantas de mercadillo y mi inmovilidad bastaron para trasladarme al refugio de los inicios. No me extraña que nos tengan que sacar a empujones. Justo ahora que divago sobre el final, salto en desorden revisando y juzgando el intermedio. Este refugio es el mejor escondite del mundo. Ahí también soy alimentada y respiro por un tubo. Pero no siempre puedo abandonarme a la calidez del escondite.
Se me van escapando las ganas. Qué más da, me repito ante cada frustración por mi inmovilidad y mudez. Se parece al ni modo de mi niñez y adolescencia en México. Se me han ido acabando los recursos físicos. Me aferro al timón del puente de mando.
Sin duda mis párpados, ojos y esfínteres pelearán por seguir funcionando hasta claudicar, como ha sucedido con cada recurso físico que he ido perdiendo. Aclaro que mi mundo es mi cama en mi habitación “medicalizada” (soy una enferma de ELA) y me acompaña este aparato que me permite leer, escribir y ver películas. Debo admitir que esta ayuda, a pesar de que a veces me exaspera, me ha permitido alargar mi vida junto con una sonda que me permite alimentarme, una traqueotomía y tres o cuatro aparatos que me aspiran flemas, otro que me ayuda a toser, el que mide mi saturación de oxígeno en sangre y el ritmo cardiaco y un ventilador que se ocupa de que respire correctamente.
La mayor complicación es la comunicación. Y la causa de que, me atrevo a sugerir, muchos se rindan. Lo sé bien, yo misma siento el desgarro cuando alguna persona a la que quiero me ve como una extraña que le hace sufrir porque no solo le cuesta hablar o leer mi discurso lento sino incluso acercarse y tocarme. Poder comunicarse evita el aislamiento que nos empujan a la melancolía y a claudicar. Y no es fácil para el que escribe muy lentamente ni para el paciente lector que intenta ayudar adivinando mis palabras. Los malentendidos son constantes y no es fácil mantener la atención necesaria. También disfruto de charlas con personas con una paciencia que parece fácil y no lo es. Lo sé.
Pero volviendo al cómo sobrevivo a esta constante resta, es en mi cabeza, el ático, donde se encuentran las herramientas que se conjuran para no rendirme. Es ahí donde aún puedo leer, escribir y ver el mundo versión internet. Me rebelo allí arriba también, pensando qué daría por empaparme de lluvia, abrazar a mi familia, pasar las páginas de un libro y comer chocolate, incluso buscarme uno o dos amantes que no percibiesen mi fealdad y notar su mirada brillante por el reencuentro… Volver a sentir emociones fuertes de alegría ligera como el primer trago de un buen vino, flotar en el mar o escuchar buena música.
Sin embargo, esto de la degeneración, empezando por el habla hace ya siete años, hace que sienta que me estoy disipando como la niebla o diluyendo como un azucarillo. Las personas más cercanas se han habituado a verme así. Lo cierto es que, domado el pánico inicial, disfruté de muchas cosas que no podía ni imaginar sana y trabajando con dos hijos de 10 y 11 años. Cuando dejé de trabajar los llevaba al colegio, desayunaba (despacio) e iba a tai chi… Paseaba por Madrid sin prisas, me apunté a cursos de escritura, primero por internet y luego presenciales. Leí sin prisa. Conocí personas que se han convertido en amigos importantes. Busqué y encontré amigas de juventud. Intenté aprender a pintar. Recobré la espontaneidad, en mis planes. Ninguna queja. Disfruté. Las escaramuzas con el miedo las resolvía a solas. He llorado mucho, a solas y acompañada. Y les he explicado a mis hijos que además de por pena, dolor o impotencia, hay muchas lágrimas que aparecen por la emoción.
Ahora es distinto. Solo salgo para ir en ambulancia al Hospital de la Paz donde me cuidan muy bien, la planta doce de neumología y la quinta de paliativos, me cobijan con su saber hacer y cariño cada tres meses para cambiar la cánula de la traqueotomía. Llega la ambulancia a la hora que puede, digo yo que faltan medios, me bajan en una silla, me empotran en el ascensor frente al espejo donde confirmo la persona extraña que soy ahora, borradas las facciones, desmadejada, sin fuerza para mantener ninguna parte de mi bulto (cuerpo) erguido. Menos mal que el ático es interior y mis ojos son sus ventanas al mundo y viceversa. Sostenida por mi mente, la más tierna, divertida, extenuante, cruda, indeseable y manipuladora de mis compañeros intento no pensar en la inmovilidad salvo mis ojos y algo la boca. A veces me parece mentira y lanzo órdenes de movimiento que se pierden por algún agujero donde se almacenan las palabras pensadas que nunca alcanzaron su destino. Los ojos y lo oídos, algo más afilados, traducen mejor lo que perciben, que puede ser falso o divertido, veraz o una decepción, y aún intento levantar una pizca mis hombros de cemento dibujando el ni modo que a veces ayuda a conformarse sin carga de frustración.
A estas bajuras de este quejío flamenco, tendencia genética del lado materno, mi entendimiento me susurra la explicación de todo el embrollo vital, sea el capítulo que sea en el que ande enredada. Lo decía mi madre a todo bicho viviente que se quejase o adelantase los labios anunciando un puchero. O te aclimatas o te aclimueres. ¿Sencillo? Solo a veces, como cuando apareció la primera persona que me cuidaría porque ya no me sostenían las piernas. Fue una adaptación anormalmente rápida, digo yo, porque coincidimos en el tipo de buen humor que practicábamos con facilidad. Recuerdo una tarde en el salón y ella, Amparo, generosa y sonriente me ofreció:
—Pídeme lo que quieras, cariño.
Yo, muy seria, escribí: “Baila una sardana”. Y levantó los brazos y así sin música comenzó a dar esos saltitos tan monos mientras me explicaba, sin wikipedia, de qué iba todo eso. Y pregunté:
—¿Oye, pero tú no eres de Toledo!
—Síííí, pero mi ex es catalán.
Y estaba claro que se había aclimatado…
Además de reírnos juntas yo pensaba rencorosa: un unicornio. La próxima vez pediré un unicornio azul.
Ahora me tienen que cuidar 24 horas. Así es que además de Amparo alias infinito por aquí pasan Diose alias susurro, Claudia alias cascabel, Marcelo alias speedy y Adriana alias la peque. Mamen, alias pinganillo, lleva en casa casi veinte años y ayuda mucho también. Más hermanos, marido e hijos, somos como una tribu, siempre aclimatándonos y retrasando lo de aclimorirme en lo posible. Gracias. Sigo. Seguimos.
Isabel Gutiérrez Cobos nació en México en 1960. A los 18 años se trasladó a España y estudió Geografía e Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó en el sector de logística internacional, hasta que la enfermedad la obligó a retirarse a los 51 años de edad. Cómo se aprende a vivir sin pronunciar ‘perro’ y algo más fue escrito dentro del Taller de Periodismo Literario que imparte Doménico Chiappe. En FronteraD ha publicado también Son 77 las ventanas que me acompañan por las mañanas, pero sobre todo por la noche, El día de la felicidad. Respirar, La memoria es un animal extraño, y más cuando la química del cerebro hace el espagat, Lo perdido, perdido. Luchando contra una esclerosis lateral amiotrófica y Los demás, los otros. La autora es paciente y voluntaria de FUNDELA.