Para unos, los más entusiastas, representantes de la Candidatura de Unidad Popular (CUP), patrocinadores de la propuesta, la proclamación de la república catalana es un proceso revolucionario, un acto constituyente que arrastra a todo el nacionalismo catalán, uniendo de forma inesperada a republicanos de derecha, democristianos, liberales, conservadores, progresistas e independentistas.
¿Cómo han llegado a tal conclusión? No hay mucho análisis, sólo una afirmación. Para la CUP, la decisión del Parlamento pone en entredicho el poder del Estado. Es el momento de alzarse contra la Corona haciendo trizas el régimen de 1978. Una oportunidad que no debe desaprovecharse. En esta perspectiva, el pueblo español se lanzaría a las calles de forma pacífica exigiendo un nuevo orden constitucional, producto de la crisis económica, la corrupción, el desempleo, el trabajo basura, las privatizaciones y el empobrecimiento generalizado de la clase media. Premisa grandilocuente para un estado de ánimo que se hizo carne en las elecciones generales y autonómicas de 2015 y 2016, donde entran en escena fuerzas emergentes. En Cataluña, Podemos, Ciudadanos e izquierda anticapitalista canalizan la regeneración política, entran en el Parlamento y los ayuntamientos. La derecha nacionalista se divide, CiU se rompe. El caso Puyol, los cobros irregulares merman la legitimidad del nacionalismo, el plan independentista cubre las vergüenzas y desvía la atención. Para la derecha nacionalista catalana es una salida a corto plazo, cree controlar la situación. Madrid nos roba. Discurso primitivo, pero efectivo, cohesiona. Han sido años de atizar el fuego.
En principio, pocos son los adeptos al plan independentista, más bien lo instrumentalizan para ganar posiciones. La izquierda se divide, unos se unen al carro constitucional, sea por necesidad o convicción, otros aceptan el envite. Hay un acuerdo de base, pedir un referendo de autodeterminación. Votar. En Madrid, se le resta importancia. Los problemas no están en Cataluña. El Partido Popular (PP) se encuentra atascado en su corrupción, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) inmerso en una crisis de identidad, Izquierda Unida se torna irrelevante y Ciudadanos le roba espacio al PP.
En estos casos, frente al discurso independentista, nada mejor que enarbolar los rituales patrios, los símbolos, el valor de la lengua, la indivisibilidad del territorio. Ya no son los fantasmas de la guerra civil, eso es pasado, ahora se agita el fantasma de la secesión. Unos y otros se enfrascan en un sinsentido donde el diálogo y la negociación se frustran por incompetencia de unos y otros. El PP, atado a un relato excluyente, se presenta como el reservorio de la nación, garante de la democracia, las libertades públicas, el orden político y la defensa territorial. Desde el primero de octubre han presionado a empresarios, amenazado y exigido el pago de los atrasos a la seguridad social si no abandonan Cataluña. La Corona ejerce su influencia, pide el cierre de Seat y el despido de sus trabajadores. Una campaña desestabilizadora, en la cual la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) sigue el juego. Cientos de empresas son las afectadas por chantaje del Estado. Cataluña debe quedar reducida a la nada. El miedo como arma política emerge en la escena.
Una situación sin precedente para la monarquía reinstalada en 1975 y refrendada en la Constitución de 1978. Nada será igual, resentimiento, odios y fractura social, ese es el resultado de un proceso espurio alejado de la propuesta inicial de referendo.
La proclamación de la república es el fracaso de la política, resultado de múltiples desatinos, un brindis al sol, cuyas consecuencias son imprevisibles. Supone el inicio de una ola de recortes democráticos. Se abre un periodo represivo y restaurador. Un momento dulce para el PP, que junto a Ciudadanos y el PSOE ha liderado la aplicación del artículo 155, proclamando el estado de excepción en Cataluña. La destitución de su presidente y consejeros, junto al jefe de policía, es el comienzo de la aplanadora conservadora, encubierta bajo el pretexto de restablecer el orden constitucional. El gobierno del PP ejerce un control absoluto en las instituciones autonómicas, anula las competencias de seguridad, educación, salud, justicia, seguridad, etcétera. Igualmente, la convocatoria de elecciones anunciadas por el gobierno de Mariano Rajoy, para el 21 de diciembre, genera más incertidumbre y se antojan conflictivas. ¿Aplicará la ley de partidos? Sea o no esta la opción, la persecución política se atisba en el horizonte. Acusaciones de sedición, inhabilitaciones, listas impugnadas, llenarán los tribunales. Una situación sin precedente para la monarquía reinstalada en 1975 y refrendada en la Constitución de 1978. Nada será igual, resentimiento, odios y fractura social, ese es el resultado de un proceso espurio alejado de la propuesta inicial de referendo.
El Parlamento declara su independencia, rompe amarras con el Estado español. Ahora es una república independiente, abre un proceso constituyente. Victoria pírrica. La república catalana nace muerta. Los sindicatos Comisiones Obreras (CC.OO) y Unión General de Trabajadores (UGT), la patronal representada en la CEOE, las pequeñas y medianas empresas, las fuerzas políticas parlamentarias que apoyaron la celebración de un referendo con condiciones, como Podemos, Izquierda Unida contrarias a la aplicación del artículo 155 de la Constitución, impugnan la declaración de independencia. La sociedad internacional se pronuncia en la misma dirección. Rajoy y el PP se frotan las manos, su prestigio crece dentro de esta España rancia que llena los balcones, pueblos y ciudades en un acto poco espontáneo, con la bandera roja y gualda, símbolo de unidad de la patria y sentimiento de odio hacia los catalanes. La derecha puede estar contenta, tiene motivos, España, una, grande y libre.