Resulta alarmante ver cómo la élite política y la mayoría de sus publicistas académicos, amén de acólitos de la monarquía, se rasgan las vestiduras señalando que en España se vive en democracia.
El argumento para tal afirmación es pedestre. Aluden a la existencia de un ordenamiento jurídico donde impera la ley. El eslogan es conocido: La ley es igual para todos
. El rey Felipe VI, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Albert Rivera, diputados y senadores se llenan la boca con dicha afirmación. Pero si las leyes son arbitrarias, generan impunidad y se aplican de forma torticera, la democracia es una quimera.
La existencia de códigos civiles, mercantiles, penales, procesales o de trabajo constituyen un marco desde el cual administrar derecho, pero su articulado puede no ser democrático. La existencia de leyes no garantiza que exista democracia. Las mismas pueden no serlo. Por ejemplo, la de partidos políticos en España, hecha a la medida para que la izquierda abertzale no se pueda presentar en las elecciones o para imputar, encarcelar y restar derechos cívicos a personas físicas y jurídicas, cuando el poder político lo considere y los jueces lo consientan. Periodistas, actores, dirigentes sindicales, representantes estudiantiles, cualquiera puede hoy ser objeto de imputación bajo el cartel de sedicioso, terrorista, subversivo, alborotador, antisistema, etcétera. La ley es la ley. Algunos ejemplos nos ayudan. Sin ir más lejos, la incautación y cierre del periódico vasco Egin, durante el gobierno de Aznar, llevado a cabo por el juez Baltasar Garzón. Más tarde la clausura de la revista Ardi Beltza y la detención de su director, Pepe Rei. El resultado: prisión para la plana mayor de ambas publicaciones durante más de un lustro. Curiosamente, el Tribunal Supremo, en un fallo de 2010, concluyó que su actividad no podía ser considerada ilícita, las publicaciones clausuradas y sus responsables encarcelados. La anulación de la sentencia llegó tarde, de manera deliberada. Al momento de su cierre, vendía 52 mil ejemplares diarios y tenía 210 trabajadores, todos al paro. Tampoco olvidemos el caso del joven Alfonso Fernández, Alfon, detenido en la puerta de su casa el 14 de noviembre de 2012, bajo la falsa acusación de portar una mochila con artefactos explosivos caseros. Hoy cumple una condena de cuatro años. Es bueno recordar el caso de Arnaldo Otegui. Han sido muchos, estos años, los casos en que el concepto de preso político cobra toda su dimensión al interior de la monarquía parlamentaria y de economía de mercado. Salvo que se quiera señalar que la democracia es la del mercado. ¿Será por eso que se rescatan los bancos, se privatiza la educación, la sanidad y se desahucia a quienes no pueden pagar su hipoteca, venden las viviendas sociales a los fondos buitres y crean leyes para el despido libre y la devaluación de las pensiones? ¿Democracia, estado social de derecho? España vive en una mentira que ha transformando a sus ciudadanos en loritos repetidores, dogmáticos y convencidos de vivir en la mejor de las democracias posibles.
Pocos quieren reconocer la existencia de cientos de cadáveres de republicanos, gente asesinada por la dictadura en cunetas, fosas comunes y personas que no pueden ser enterradas dignamente. Ningún detenido, no digo imputado y menos condenado, por crímenes de lesa humanidad cometidos durante el franquismo y protegidos por la monarquía. Una ley de amnistía bastarda los protege. ¿Democracia?
¿Hay presos políticos en España? Sin duda. Lo difícil es denunciarlo y decirlo en voz alta. Las consecuencias no se hacen esperar. Difamación, aislamiento, amenazas y el san Benito de terrorista disfrazado, antisistema y pro etarra. La sociedad española ha decidido mirar hacia otro lado, justificar detenciones ilegales, torturas y persecución política. Parece no querer enterarse, vivir en un mundo feliz. ¿Cómo? ¿Presos políticos? No.
España, se dice, es una democracia consolidada, un país respetable y respetado, donde la ley es igual para todos. Pero si las leyes son arbitrarias y responden a un control ideológico en su aplicación, entonces la democracia no existe. En democracia las leyes deben cumplir tres condiciones: ser justas, buenas y aplicables por igual. Eso se llama justicia, y hoy brilla por su ausencia en España. Hay leyes, se aplican, pero no hay justicia. Jueces sumisos prosperan a la palestra de los partidos que gobiernan. El tribunal constitucional ha perdido su carácter de árbitro para someterse a las presiones del poder político, circunstancia que propició la renuncia a su presidencia del más destacado constitucionalista de España: Manuel García Pelayo. Hastiado de sufrir indirectas, presiones de Felipe González y el PSOE para amañar sentencias en una u otra dirección, prefirió el autoexilio y murió en Caracas en 1991.
Hoy, la detención de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, acusados de sedición, dirigentes de la Asamblea Nacional Catalana y Omiun Cultural, organizaciones de la sociedad civil catalana, con un ideario independentista y republicano, se adjetiva como política. La tensión se acrecienta y eso destapa la olla de las esencias del nacional-catolicismo, cuya aparición se convierte en reclamo de una población educada en la desafección democrática y el autoritarismo. Por eso pide la intervención en Cataluña y, si es posible, que los metan a todos a la cárcel, cuando no los fusilen. La ley es la ley.