Noviembre 17, 2024

Elena Garro vino, vio y cuestionó

A 19 años de su partida del mundo terrenal, Elena Garro sigue tan viva y presente entre nosotros gracias no sólo a su legado literario, sino también a su lucha incansable en pro de la democracia y la justicia social. El número de sus lectores sigue en aumento pues cuando asisten al teatro y ven alguna de sus obras, o leen sus novelas, cuentos, poemas, o memorias, descubren a una escritora imprescindible en nuestras letras. Y ya no hay marcha atrás.

 

 

            En este aniversario luctuoso la recordamos con el último artículo periodístico de su autoría: “Lo que vi y lo que no vi” (1993), texto que escribió a su regreso a México, después de 20 años de exilio.

            Recontemos los hechos. En 1957 Garro se involucró en la defensa de los campesinos despojados de sus tierras y dos años más tarde se le expulsó del territorio nacional por su activismo y por su supuesta conducta “inmoral”.1 En enero de 1959 ganó en un juicio las propiedadescomunales de Ahuatepec, Morelos, junto con el líder agrarista Enedino Montiel Barona. Adolfo López Mateos, entonces presidente de México, la obligó a salir del país en febrero de ese año para aislarla de la vida política y de los movimientos sociales. Su activismo y su rebeldía en contra de la sociedad patriarcal la exiliaron de México y se trasladó con su hija Helena a Nueva York y después a Europa. En el periodo de 1959-1963 radicó principalmente en la capital francesa.

            A mediados de 1963 regresó a su país de origen y reinició sus actividades literarias, así como su lucha por los pueblos indiosprivados de sus derechos y de su patrimonio. Defendió la Reforma Agraria Integral y se alió con el político tabasqueño Carlos Alberto Madrazo Becerra2 ante la necesidad imperante de terminar con la violencia, las injusticias sociales y la corrupción electoral que sostenía al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el poder, sexenio tras sexenio.

            La represión del presidente Gustavo Díaz Ordaz y su gabinete se recrudeció a mediados de los años 60 y desembocó en la masacre del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Este acontecimiento la marcó para siempre. Desde la cúpula del poder se orquestó una farsa para culpar a los “enemigos” del régimen de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas, perpetrada por las fuerzas armadas. Madrazo y Garro, entre otros funcionarios, fueron acusados de conspiradores, de encabezar un complot comunista para derrocar al gobierno y de instigar y patrocinar el Movimiento estudiantil. Ni Estados Unidos, ni Gustavo Díaz Ordaz y sus colaboradores, podían permitir que se pusieran en juego sus intereses. Eran los años de la guerra fría y la guerra sucia… Por lo tanto, la policía secreta, bajo la dirección de Luis Echeverría Álvarez, secretario de Gobernación, echó a andar su maquinaria y los eliminaron: a Madrazo en un crimen de Estado, manipulado como “accidente” aéreo, el 4 de junio de 1969,3y a Elena Garro mediante el descrédito, la difamación, la burla, el silenciamiento. Así lo registró en uno de sus versos: “No hay sangre,/ sólo la súbita voz infame” (“Vamos unidas”).4

            Y comenzó el ostracismo más feroz para Elena Garro. En 1972 madre e hija abandonaron México rumbo a Nueva York. Ahí radicaron dos años. Se les negó el asilo político. Se trasladaron a España, en donde residieron de 1974 a 1981. Años de hambre, soledad y terror.

            En México, Joaquín Mortiz rompió el silencio alrededor de su producción literaria y dio a conocer la colección de relatos Andamos huyendo Lola en 1980, mientras que Testimonios sobre Mariana obtuvo el Premio de Novela Juan Grijalbo y la publicó en 1981. Los ocho mil dólares del galardón le permitieron trasladarse a París con su hija y sus gatos. De sus baúles continuaron saliendo otras obras. En la capital francesa sobrevivieron de 1981 a 1993.

            Un día, a diez años de haberse instalado en la Ciudad Luz, comenzaron los preparativos para que la autora de Un hogar sólido (1957) visitara México en 1991. Elena, como “Ulises”, había cruzado mares tenebrosos y desde 1968 seguía venciendo el hambre y la soledad.

            Con la venia de Octavio Paz, las dos Elenas permanecieron en suelo mexicano de noviembre de 1991 a enero de 1992. Después de una serie de homenajes por diferentes ciudades, regresaron a París.

            Al poco tiempo se les invitó a vivir definitivamente en México con falsas promesas de empleo y de una casa. El 10 de junio de 1993 Elena Garro volvió a la “suave patria” para reunirse con ella, sin abandonarla jamás. En Cuernavaca, Morelos, donde se instaló al lado de su hija y sus entrañables gatos, escribió la crónica “Lo que vi y lo que no vi” para la Revista del Consumidor, en septiembre de ese año. En esta remembranza del México de su infancia y juventud su pluma no pudo volver a dar la batalla por la justicia ni por los desheredados, ya no habló de política ni de los problemas del campo, tampoco de los intelectuales. Se nota que estaba amordazada:

 

¿Escribe algo ahora?

—Ahorita un artículo, sobre esto del regreso. Lo empiezo y no sirve, lo empiezo y no sirve. Porque mira, yo he aprendido una cosa: que no debes hablar. ¡Chitón! Oye, porque si hablas ya ves a dónde vas a dar, ¡25 años fuera!5 Mejor callarse. Entonces, como no puedo decir nada, invento tarugadas; y, no, saco la hoja, no me sirve… No voy a escribir nada al final.6

           

            Pero el silencio no fue amigo de Elena Garro. A pesar de la exclusión, logró escribir. En esta semblanza nostálgica manifiesta su visión —nada alentadora— sobre México, sin entrar directamente en los temas políticos o sociales. Como una cámara cinematográfica se detiene para describir los cambios físicos que ha sufrido la capital mexicana, no en favor sino en contra de quienes la habitan. Aunque no mencione los despojos y atropellos con aquella voz indignada e incisiva que le acarreó el más violento ostracismo, las metáforas siguen siendo su mejor arma. Describe la metamorfosis de una ciudad que albergó la lucha por la justicia, la esperanza por la democracia y cobijó a un grupo vanguardista que hacía cultura, ahora convertida en una metrópoli bombardeada y despojada de su antigua frescura. De manera velada da testimonio del proceso destructivo que sigue padeciendo la nación, porque sus gobernantes se niegan a cimentar un país que ofrezca bienestar y seguridad para cada uno de sus habitantes.

            Desde el inicio de la crónica revela la autocensura que experimenta al escribir este relato. Tiene que cumplir con el protocolo de agradecer al gobierno sus atenciones, aunque éste no haya participado de forma directa en su regreso. Cuando dice: “Había que volver a México”, expresa que no regresó por su propia voluntad; sabía que la situación en su país no había cambiado respecto a su persona. Sutilmente ataca al régimen cuando indica que sólo se siente segura al lado de sus gatos, con quienes ha vivido en armonía y afecto, ya que no confía en el Estado. Se trata del mismo sistema que la expulsó de la vida cultural y política a causa de su activismo.

            Mediante la yuxtaposición o el contrapunteo de lo que vio, lo que existió, en contraste a lo que ya desapareció, visita y recrea la Ciudad de México en las primeras décadas del siglo XX. Sin romantizar el pasado, a la par de esta travesía “aparentemente inocente”, se transforma en la memoria colectiva y ética al condensar la historia fraudulenta del país. Señala las casas de los generales omnipotentes que construyeron el sistema político posrevolucionario a punta de pistola, nepotismo y compadrazgos. Rememora un pasado feroz y despótico con el compromiso de reactualizarlo y otorgarle significación en el presente. Es decir, revela el México sangriento de los líderes que defraudaron los principios de la lucha armada popular para recordarnos que esos crímenes no sólo continúan impunes, sino que siguen cometiéndose porque el aparato gubernamental no ha evolucionado. Por eso el pasado, el presente y el porvenir son un mismo tiempo.

            De manera subrepticia, para no “meterse de nuevo con el gobierno”, menciona las atrocidades de los hombres fuertes que ejercieron el poder con intolerancia y mano dura cuando el país cerraba el capítulo de la Revolución. Al aludir a los crímenes no resueltos de los caudillos traidores, Garro asume los problemas morales y políticos que todavía hoy nos conciernen como ciudadanos. Recuerda la casa de su abuela Francisca, la madre de sus tíos Benito, Samuel y Saulo Navarro, todos villistas, los dos últimos muertos en su pugna por la democracia y la justicia. Entrelaza la casa de su abuela con la de Álvaro Obregón, el general que derrotó el ejército de los Dorados de Pancho Villa en 1915, para indicar la felonía y la deslealtad de Obregón en contra de los hombres honestos y limpios, simbolizados en los hijos de su abuela Francisca. Aunque las dos casas se encontraban en la misma avenida, para la periodista representan dos cosmovisiones opuestas.

            Al señalar el cambio del nombre de la avenida Jalisco por el de Álvaro Obregón, comenta cómo la traición a los ideales de un pueblo paga bien en una nación de cobardes, ambiciosos y acomodaticios; recuerda al militar que a fuerza de asesinar a sus opositores, se convirtió en Presidente de México en 1920 y se reeligió en 1928. Como acertadamente apuntó José Vasconcelos: “Los presidentes en México se presentan a presidir el tribunal de la justicia con el pecho decorado con los cráneos de sus enemigos”.7

            En su trayecto a Cuernavaca, evoca la casa del general Francisco Serrano y alude, de manera oblicua, a su horrendo asesinato y al de sus trece acompañantes a través de la mención de las cruces que indicaban la matanza de Huitzilac, Morelos. Los generales Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Claudio Fox y Joaquín Amaro, orquestaron un complot el 3 de octubre de 1927 para eliminar a Francisco Serrano,8 el insurrecto que se atrevió a creer en el postulado de Francisco I. Madero: “Sufragio efectivo, no reelección” y se sublevó en contra del nepotismo, las argucias y los favoritismos de Obregón, quien buscaba reelegirse. Serrano había arrancado su campaña para Presidente de México en junio de ese año. Su castigo no se hizo esperar en un régimen de asesinos, en una nación cuyos hombres habían dejado de ser revolucionarios. Adheridos a las canonjías del erario para su beneficio personal, los jefes se olvidaron de las necesidades de su pueblo.

            Al decir que no vio las cruces, pero que deben seguir ahí, señala la inmunidad de este crimen que se prolonga hasta nuestros días. Las cruces ya no están físicamente en el espacio,  no se ven, como el pasado es invisible, pero permanecen intactas en la memoria de aquellos que se niegan a trivializar el pretérito sangriento. La autora asume el papel de la memoria de un pueblo engañado (otra vez es Ixtepec9): “Ahí deben seguir, sólo que yo no las vi” es la metáfora para no olvidar el militarismo triunfante de los generales tiranos, ya que nunca se castigó a los culpables. Y culmina esta lección sucinta, pero profunda y reveladora, con la casa del Jefe Máximo de la Revolución: Plutarco Elías Calles. Al señalar que la residencia de Joaquín Amaro, el creador de las fuerzas armadas mexicanas, era más ostentosa que la del mismo Presidente de la República, menciona el poder absoluto y privilegiado que ostenta elEjército. Con la última observación, “sin llegar jamás a las proporciones de las casas de los actuales poderosos”, mezcla los tiempos y los espacios: la autocracia, los crímenes, el nepotismo, la impunidad, los excesos, la ilegalidad, los abusos, las injusticias no sólo se repiten, sino que han escalado de manera alarmante con el neoliberalismo y la globalización.

            Para Elena Garro la memoria representa un principio ético. En esta incursión por los espectros, los traumas que no han cicatrizado, se transforma en un sujeto histórico que no olvida y forma parte crucial de la articulación de una memoria colectiva. Nos señala cómo se debe de recordar y cómo se debe de estudiar la historia. Hoy en día, cuando en México no se ha castigado a los culpables de la masacre del 2 de octubre de 1968, ni a los de la guerra sucia, ni a los de la masacre de Acteal, por sólo mencionar algunas de ellas, en “Lo que vi y lo que no vi” nos recuerda la responsabilidad que tiene la clase pensante ante la historia y ante la construcción de una memoria regida por la deontología.

            Y así como estos asesinos destruyeron las esperanzas de un pueblo, señala que se trata del mismo aniquilamiento infligido por el hombre sobre la naturaleza. La sobrepoblación fuerza a los seres humanos a arrasar con los árboles y los nidos de los pájaros para sus caprichos materialistas.

            La última imagen desoladora es la reubicación de la estatua ecuestre de Carlos IV, mejor conocida como El Caballito. Este desencuentro con el pasado le da jaque mate a la escritora. Sin familia, sin ciudad, sin nación, ingresa al mundo de los muertos. Elena adivinó en menos de tres meses de haber arribado a su país, cómo serían los últimos cinco años de su existencia en Cuernavaca. Lo más probable es que lo haya intuido siempre y por eso se resistía al regreso; en París, Ramón López Velarde, uno de sus poetas de cabecera, le susurraba “El retorno maléfico”:

 

Mejor será no regresar al pueblo,

al edén subvertido que se calla

en la mutilación de la metralla.

 

Hasta los fresnos mancos,

los dignatarios de cúpula oronda,

han de rodar las quejas de la torre

acribillada en los vientos de fronda.

 

Y la fusilería grabó en la cal

de todas las paredes

de la aldea espectral,

negros y aciagos mapas,

porque en ellos leyese el hijo pródigo

al volver a su umbral

en un anochecer de maleficio,

a la luz de petróleo de una mecha

su esperanza deshecha. (…)

 

            “Lo que vi y lo que no vi” cerró su círculo periodístico. Elena siempre fue Lidia, la protagonista de aquella pieza de muertos vivos con la que ingresó al mundo de la fama, la mujer que no encontró Un hogar sólido, ni una “suave patria”. Con esta crónica difundida tres meses después de su regreso definitvo a México (junio-septiembre de 1993), clausuró su intensa y valiente actividad como una de las reporteras más audaces y valientes de la segunda mitad del siglo XX.

            La escritora pasó los últimos cinco años de su existencia en Cuernavaca, silenciada y recluida en la miseria, la alta factura que tuvo que pagar por su eterna rebeldía en contra del poder. El 22 de agosto de 1998 Elena Garro abandonó el mundo de los vivos y se fue a vivir a otras dimensiones en donde por fin pudo exclamar con Friedrich Hölderlin: “Y en la Perfección ya no hay lugar para ninguna queja”.10

 

 

Lo que vi y lo que no vi11

 

Elena Garro

 

—¡Vente a México! Allá tendrás trabajo para ti y para Helena. Amistades, afecto, una casa en donde tú la escojas… Ya hablamos con el ministro Vignals y le entusiasmó la idea de que vuelvan a México.

            —¿Y el empleo de canciller en la embajada que le consiguió su padre a Helena?

            —Es lo de menos… le darán una licencia por un año, sin goce de sueldo, y podrá recuperarse de la depresión.

            Era verdad que Helena después de ser diez años canciller estaba deprimida. Había publicado dos libros de poemas. Uno en España, que le valió elogios en las dos páginas centrales del diario El País; y otro libro de poemas en francés, con un magnífico prólogo de Ernst Jünger, quien, según Mitterrand, es el mejor escritor de nuestro tiempo. Se hicieron comentarios en Radio France y en Alemania. El propio Jünger declaró haber descubierto a una gran poeta mexicana.

            Helena pensó que estos dos libros, tan bien recibidos, le servirían para salir de su eterno empleo de canciller, ya que la Secretaría de Relaciones Exteriores toma en cuenta cualquier publicación para otorgar un ascenso. Pero Helena siguió de canciller. El ascenso no obtenido la hundió más en la depresión y ésta, según los certificados médicos, se transformó en una depresión profunda y peligrosa.

            Pero ahí estaban esos dos enviados de la Divina Providencia: mi querido Emilio Carballido y la risueña Rosario Casco, que llegaban con la salvación en la mano. Olvidaron decirme que el siempre encantador Rafael Tovar y de Teresa era quien sufragaba los gastos y que obedecían a sus instrucciones. Lo supe hace unos días y en verdad lo siento, pues hubiera querido agradecer todas las bondades que le debo. Debía liquidar la casa y tomar el avión rumbo a México en unos cuantos días.

            Teníamos que resolver muchos problemas antes de aceptar la tentadora invitación de Rosario y de Emilio.

            —Te advierto que si no te vienes ahora, no debes ya contar con nadie —me explicó Rosario.

            Entendí muy bien que la gente estuviera harta de la Garro. Pero no acepté ese viaje tan precipitado. No podía hacerlo.

            —Bueno, llegamos allá, ¿y qué pasa? No tengo casa y tengo trece gatos.

            —No te preocupes, en el puerto aéreo estaremos Emilio, René y yo —dijo la siempre risueña Rosario.

            A partir de esa invitación tan tentadora, los problemas se multiplicaron. Año catastrófico, pasado en hacer encefalogramas a Helena y entradas fugaces a los hospitales del Estado… lo mejor era volver a México. Helena solicitó su regreso a México.

            Llamé por teléfono a Emilio: “Querida, mañana me voy a Venezuela…”, se me hundió el suelo. Poco después llamé al siempre generoso, René Avilés Fabila. “Helena, dentro de tres días salimos para España…”.

            —¿Adónde vamos a parar con trece gatos? —le pregunté a Helena Paz.

            —A la casa de mi tía Deva…

            Llamé a mi hermana, me contestó su hija: “¿No sabes, tía, que mi mamá murió hace unos días y su casa la legó a la Comisión de los Derechos Humanos…?”.

            —¿Y el estudio que dejó mi hermana Estrella?

            —Está alquilado. Lo mejor que puedes hacer es no venir —opinó mi sobrina.

            En efecto, era lo mejor, sólo que ya Relaciones había ordenado nuestra vuelta al país.

            De golpe y porrazo me encontré sin nadie en el mundo. Mis padres muertos; mis tres hermanos también muertos en un periodo de tres años. Muertos también mis cuñados y muertas mis cuatro tías. Me dediqué a pensar en mi querida tía Margarita, que era mi segunda madre, y que había soportado mis barbaridades durante el tiempo que viví en su casa, cuando mis padres se empeñaron en sacarme de Iguala para civilizarme. La verdad es que yo metí la barbarie en su preciosa casa blanca. “Iré a ver la casa”, me dije. Y recordé la calle de Guadalajara, la reja y, al fondo del jardín, la fuente con los peces de colores. No vi la casa. Ya no existe. Tampoco existe la casa de mi tía Amalia, con su piscina azul y sus canchas de tenis. A espaldas de estas casas, en la calle de Sonora de aceras amplias y bordeadas de “truenos”,12 estuvo la casa de mi tía Consuelo, la belleza de la familia. Todo desaparecido.

            Había que volver a México, a pesar de que me hallaba sola en el mundo. Debo decir que la embajada se portó admirablemente bien con nosotras. Y debo agradecer al gobierno que aceptara el viaje de nuestros trece gatos, ya que sólo teníamos derecho a viajar con dos de ellos… Pero, ¿cómo dividir a una familia que nació, creció y vivió en plena armonía y afecto? Además, era la única familia que me quedaba.

            El embajador, don Ignacio Morales Lechuga, le mandó a Helena dinero suficiente para pagar el pasaje de los gatitos y un enorme coche para que cupieran las trece jaulas. Con el corazón en un puño subimos al avión.

            Vuelo de gran congoja.

            —¿Adónde vamos a parar Helena?

            —No lo sé…

            —En ningún hotel reciben gatos…

            —No, en ninguno…

            —Iremos a dormir al atrio de la catedral…

            El avión pisó tierra mexicana; bajamos temblando. Una nube de fotógrafos y periodistas nos rodeó. ¿Cómo supieron que llegábamos?, me pregunté asombrada. De pronto avanzó hacia nosotras la hermosa Paz Cervantes, a la que sólo conocía de nombre, personaje que me pareció salir del grupo íntimo de Madame de Pompadour. Allí estaba ella, un souvenir de Francia, una enviada milagrosa. Admiré sus modales acompasados, casi quietos y su sabiduría en el mando.

            —Los gatitos ya están fuera, listos para llevarlos a la pensión que les aparté —dijo Paz Cervantes. ¡Admirable cortesía!

            Sí, estábamos de vuelta en aquella ciudad pequeña y cortés de dos millones de habitantes, recogida en sí misma, capital del país al que Salvador Novo definió con su afortunado slogan publicitario: “Porque veinte millones de mexicanos no pueden estar equivocados”.

            Ésa era mi ciudad. Visitaría sus avenidas con camellones de grava roja, sus árboles frondosos y sus prados, las aceras pulidas y amplias sembradas de arbolillos llamados “truenos”, sus casas entresoladas, rodeadas de jardines olorosos a madreselva, como la casa de las Almada en la avenida Durango… Una ciudad en la que abundaban las plazoletas verdes con sus árboles viejos y sus fuentes.

            Iríaa la Plaza Miravalle. Allí estaba la escuela Manuel López Cotilla con sus escaleras en forma de abanico y bajándolas la asombrosa Lupe Marín, que iba a recoger a sus niñas vestida de color naranja con un traje hecho en una tela de moda llamada Indian Head. Era muy alta y todas las alumnas la mirábamos asombradas. En el centro de la plaza estaba la fuente con sus delfines de mármol echando agua que nos salpicaba de frescura. Ya no vi delfines. Rodeando la plaza, casas solemnes con portones de roble… De la plaza partía la avenida Durango, que nos llevaba al cruce de Durango y Sonora. También partía la avenida Oaxaca, en donde vivían los Palavicini. Julieta, impresionante por el lujo de sus atavíos y su amor por la recitación. Se diría una artista, más que una alumna. No he visto nada de esto, ¿adónde se fueron esas casas, esos árboles, esa gente, esos balcones de balaustradas, abiertos en la noche para dejar escapar la música de Agustín Lara?

            Iría a ver la avenida Jalisco, ahora llamada Álvaro Obregón. Era muy amplia, con un camellón por el que pasaban chicas a caballo rumbo al Bosque de Chapultepec. Sus casas eran amplias, de dos y tres pisos. En una de ellas vivió mi abuela Francisca, la que nunca salía y a la que le mataron en la Revolución a sus hijos predilectos. En esa misma avenida, en una esquina, se levantaba la casa de mármol y cantera rosa, pequeña y elegante del general Álvaro Obregón.

            La Plaza de Orizaba tenía una fuente enorme en la que jugaban los niños con sus veleros de colores y sus velas blancas. Por ahí estaba la casa del general Francisco Serrano, también pequeña, con columnas de cantera rosa al estilo italiano. En mi viaje a Cuernavaca, ya no vi las cruces que marcaban el lugar de su muerte y la de sus amigos. Ahí deben seguir, sólo que yo no las vi.

            ¿Qué quedó de la Alameda? El Hemiciclo a Juárez, tal vez algunas estatuas, fuentes sin frescura y árboles enfermos y envejecidos. Sería cosa de cantarles aquello de:

 

Árboles de la Alameda,

¿por qué no han reverdecido?

¿Qué dicen calandrias?,

¿cantan? o les apachurro el nido…

 

            Desaparecidas las calandrias. Desaparecidos los viejecitos que tomaban el sol en el Parque España, frente a la casa de mi tía Amalia, y que apostaban a que ningún liberal moriría sin pedir los auxilios de un sacerdote. “Ya verán, ya verán cómo lo llaman”, opinaban los partidarios de don Porfirio y del Imperio. Esos corteses mexicanos que se descubrían al paso, daban la acera, se han ido, parece que para siempre.

            Casi a la entrada del Bosque de Chapultepec, en la misma calle donde estaba el Hospital Inglés, se hallaba la casa particular del general Plutarco Elías Calles. De aspecto modesto, nadie diría que allí vivía el hombre políticamente más poderoso del país.

            Más ostentosa era la casa del general Joaquín Amaro, construida ya dentro del propio bosque, aunque a sólo unos pasos de la calle. Era amarilla y de buenas proporciones, sin llegar jamás a las proporciones de las casas de los actuales poderosos.

            Se hablaba mucho del Rancho Santa Bárbara, propiedad del general Calles, que producía leche pasteurizada, la mejor del país, y de la afición de sus partidarios por el polo.

            En el balcón de su casa, situada en una callecita adyacente a la Iglesia de la Coronación, tomaba el sol la señorita Silvia Barragán. Toda ella con el cabello negro, envuelta en una bata japonesa. Hasta su balcón llegaban las ramas de sus enredaderas de rosas mantequilla y los perfumes de su muy cuidado jardín. Todas respetábamos a sus elegantes y esbeltas sobrinas.

            Había que cruzar el Parque España y llegar a los linderos del Parque México para encontrar, en la curva de una calle, la enorme casa amarilla de ventanas y puertas azules de María Conesa. “Se la regaló el general Álvarez”, cuchicheaban mis tías escandalizadas. ¡Era increíble, la Conesa!

            Era un México lavado, fresco y desde las ventanas de la casa veíamos los árboles minúsculos del Ajusco. Los atardeceres eran un espectáculo de colores brillantes y cambiantes. Verlos era un regalo inesperado de belleza.

            Ahora pasé por un cruce de calles muy ancho y muy polvoriento. Pregunté lo que era: “Laavenida Baja California”. Me costó creerlo. ¿A eso redujeron aquella avenida arbolada por la que circulaba un tranvía en una elevación de terreno cubierta de césped verde? A sus lados, dos calles pobladas de casas pequeñas y enjardinadas y el Junior Club, con árboles, canchas de tenis y piscina. De eso no quedaba nada, o no lo vi.

            En un edificio pequeño vivía Víctor Serge, su hijo Vlady y su esposa Laurette. Su apartamento era muy chico y recuerdo, como si lo viera, su mesa de pino y sus sillas de tule. Eran rusos refugiados. Frecuentaban mi casa situada a unas cuantas calles de su edificio, en la calle de Saltillo, casi esquina con Baja California. En la sala de mi casa, Víctor se sentaba en la orilla del sofá, con las rodillas muy juntas, y la cara patéticamente triste. Estaba esperando que lo asesinaran los soviéticos. Víctor explicaba que en la embajada soviética había calabozos subterráneos que eran como cajas fuertes y allí desaparecían a los enemigos del régimen. Hablaba en voz muy baja y temía por su joven esposa y por su hijo.

            Apenas pude creer que me encontraba en el Paseo de la Reforma. Sus hermosos árboles son ahora unos arbolitos enfermos y raquíticos; estrecharon sus grandes prados, quitaron las bancas de piedra que formaban rotondas; las estatuas que miraban al Paseo desaparecieron, como desaparecieron las lujosas casas de cantera y algún edificio pequeño en uno de los cuales vivía la mujer más bella de México: María Asúnsolo. Todos los mexicanos estaban enamorados de ella: generales, escritores, pintores, escultores. Era una verdadera fiebre por María. Sus retratos estaban en todas las galerías y ella permanecía clara y simple como el agua; Rodolfo Usigli la seguía con una fidelidad asombrosa, quería convertirla en actriz de teatro. ¡Pobre Rodolfo, no tenía suerte! Era un personaje extravagante: vestía pantalón rayado y polainas grises. Se apoyaba en un elegante bastón y miraba al mundo con escepticismo a través de sus gafas verdosas. Encontrábamos a María en un restaurante campestre, acompañada por el diplomático nicaragüense: Sevilla Sacasa. Hombre apuesto, criollo de buena cepa, parecido a María. Los unía un gran amor y cuando lo volví a ver en Washington, sólo me habló de ella.

            Julio Bracho también vivió durante un tiempo en el Paseo, antes de mudarse a la calle de Elba. Julio era otro mexicano de gran hermosura y gran talento. Trabajé con él en el Teatro de la Universidad y tuvimos un gran éxito en Las troyanas y otras obras clásicas. Uno de los galanes jóvenes era Rodolfo Landa Echeverría.13 El grupo perdió el subsidio y casi todos entraron al cine. La primera actriz era Isabella Corona, que acaba de fallecer.14 Julio pertenecía a una familia muy antigua, de Durango; sus antepasados estuvieron contra Hidalgo y se decía que cada año el pueblo iba a apedrear su antigua casa. “¿Es cierto, Julio?”. Él se reía. “Eso parece, pero son tonterías…”, y se echaba a reír. A mi vuelta no vi a Julio. Su hija Diana me contó que el estudio de su padre se incendió y todos los archivos del teatro desaparecieron.

            Desapareció también nuestra amada calle de San Juan de Letrán. Allí estaba el restaurante La Copa de Leche, en donde cenaban los Contemporáneos: Xavier Villaurrutia, Agustín Lazo, Ortiz de Montellano, mientras en una mesa vecina cenaban Ramos Pedrueza, su mujer y otros comunistas de fuste. De eso ya no queda nada. No vi en la calle del Ayuntamiento el estudio de Xavier, al que sólo iban sus amigos íntimos, pues él vivía con sus hermanas, grandes tenistas, en las calles de Puebla. Desapareció también en el pasaje la tienda de arte El Hipocampo. Allí, por las tardes, se planeaban obras de teatro y se hablaba de T. S. Eliot, a quien Xavier acababa de traducir. Recuerdo “Miércoles de Ceniza”, yo desconocía al poeta y el poema me causó una gran impresión.

            No vi tampoco el palacete porfiriano en la calle de las Artes, que era la casa de Agustín Lazo, personaje extraordinario por su delicadeza, inteligencia y cortesía.

            Juan Soriano, que era el jovencito adoptado por toda la inteligencia, vivía en un piso en el edificio del Buen Tono. Su estudio estaba lleno de pinceles, de tubos de color, de paletas y de caballetes. Un olor exquisito de aceite y colores lo inundaba y, al entrar, siempre tuve la impresión de llegar hasta los Santos Óleos.

            Tampoco encontré a mi querida Ninfa Santos. Tantos años pasados en este mundo, bien pudo esperar un poquito para reír juntas de sus locuras. A Ninfa le encantaba el cine. Una tarde, estando en el “gallinero”, se acordó de su niña de unos meses y como llevaba su cesto de labor, amarró a la punta de una madeja de estambre un recadito: “Señor, llame usted por teléfono (y daba su número) y diga que le den el biberón a mi niña (firmaba). Una madre atribulada”. Dejó caer el estambre y el papelito rozó la cabeza de un señor, que asombrado miraba para todas partes hasta que descubrió a Ninfa que hacía señales desesperadas desde su primera fila del “gallinero”. El señor, muy cortés, cumplió con el encargo y Ninfa pudo ver su película con tranquilidad. No me he atrevido a llamar a Juana Inés, su bebé. Son ¡tantos huecos!…

            Me asombró no ver la estatua del Caballito, desconocí la plaza, alguien me dijo que al Caballito se lo llevaron no sé dónde. David Alfaro Siqueiros vivió un tiempo, a su regreso de España, en el Hotel Reforma. En esos días Angélica usaba unas pamelas15 negras enormes, llenas de velos flotantes, hasta que cambió su atuendo por el de una india del mercado a raíz del atentado en la casa de Trotsky. La vi una noche en la casa de mi hermana Deva. Ahora las dos están muertas. He vuelto al Reino de las Sombras, como llamaban los griegos al lugar de los muertos. Tuve la suerte de encontrar a Paz Cervantes, la enviada del siempre encantador Rafael Tovar y de Teresa, quien me impresionó como si fuera la misma enviada de los Dioses. Gracias Paz Cervantes. Gracias Rafael Tovar y de Teresa.

 

* Colaboración especial para El Clarín de Chile en el marco del 19 aniversario luctuoso de Elena Garro (Puebla, 11 de diciembre de 1916 – Cuernavaca, 22 de agosto de 1998).

 

 

 

 

 

 


1Véanse: Rosas Lopátegui, Patricia, Testimonios sobre Elena Garro. Biografía exclusiva y autorizada de Elena Garro, Monterrey, Ediciones Castillo, 2002, pp. 233-238; El asesinato de Elena Garro. Periodismo a través de una perspectiva biográfica, Monterrey, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2a. ed. aumentada, 2014, pp. 156-162.

2El activismo de Elena Garro en relación con el madracismo se recoge en El asesinato de Elena Garro, 2a. ed. aumentada, op. cit.

3Véase: “Los asesinos se apoderan de la plaza”, en El asesinato de Elena Garro, 2a. ed. aumentada, op. cit., pp. 554-651.

4Garro, Elena, “Vamos unidas”,Cristales de tiempo. Poemas inéditos, Edición, estudio preliminar y notas de Patricia Rosas Lopátegui, Monterrey, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016, p. 183.

5Se refiere de 1968 a 1993.

6Ramírez, Luis Enrique, La ingobernable. Encuentros y desencuentros con Elena Garro, México, Raya en el agua, 2000, p. 118.

7Carballo, Emmanuel, “José Vasconcelos”, en Protagonistas de la literatura mexicana, Lecturas Mexicanas 48, Ediciones del Ermitaño/Secretaría de Educación Pública, México, 1986, p. 40.

8Martín Luis Guzmán trata el tema del asesinato del general Francisco Serrano en su novela La sombra del caudillo (Espasa-Calpe, 1929). La publicó en Madrid en donde se encontraba exiliado. Estuvo prohibida por un tiempo en México.

9El pueblo mítico de Los recuerdos del porvenir (Joaquín Mortiz, 1963).

10Hölderlin, en Albert Béguin, El alma romántica y el sueño: Ensayo sobre el Romanticismo alemán y la poesía francesa, México, Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 211.

11Se compila en El asesinato de Elena Garro, 2a. ed. aumentada, op. cit., pp. 897-903.

12Tipo de arbustos.

13Rodolfo Echeverría Álvarez, cuyo nombre artístico era Rodolfo Landa, hermano del ex presidente Luis Echeverría Álvarez.

14Isabella Corona (2 de julio de 1913-8 de julio de 1993), a quien Elena Garro le dedicó un elogioso texto en sus inicios como periodista (1941). (Se compila en El asesinato de Elena Garro, 2a. ed. aumentada, op. cit., pp. 71-73.

15Sombreros de ala muy ancha utilizados por las mujeres.

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