Cuando la oligarquía chilena intuye en 1970 que si gana Salvador Allende la presidencia del país, peligrarán sus privilegios e intereses de clase, empieza a desempolvar el manual del Golpe de Estado.
Oculto en el baúl de la sedición, lo revisa a menudo y lo cubre de besos. Urge instaurar en Chile una sangrienta dictadura. Otra más no altera la historia, ni la ensucia, pues el olvido se encuentra enterrado en el cementerio, en una tumba sin nombre.
¿Quién recuerda las matanzas de obreros y sus familias en la Escuela Santa María de Iquique, San Gregorio y Ranquil?
A la oligarquía no le preocupan los muertos, la miseria, el hambre ni el desgarramiento del país.
Los gobiernos radicales de Pedro Aguirre Cerda y de Juan Antonio Ríos —el de González Videla fue sumiso a la derecha— abrieron caminos de esperanza al proletariado, donde se vislumbraba en lontananza, la aparición de un gobierno revolucionario y socialista, que empezaba a germinar producto de la sostenida lucha del pueblo.
La expresión pueblo la utilizo por principio. Apenas se emplea ahora. Suena peligrosa en boca de historiadores, sin historia, pues “La historia es una novela mal escrita”. Dionisio Albarán. En cambio se prefiere el vocablo ciudadano, y quién sabe si en breve, se hable de inquilino.
Al triunfar Salvador Allende, la oligarquía dueña de Chile, agiliza la sedición. Después de quebrar y dividir la lealtad de las FFAA, ordena en 1973 dar el Golpe de Estado.
Instalada la dictadura militar en el poder, le exige realizar el trabajo sucio: destruir el tejido social; perseguir y asesinar opositores; proscribir los partidos políticos e intervenir las universidades. Dinamitar las conquistas sociales logradas durante años de lucha y demoler desde sus cimientos, al gobierno de la Unidad Popular.
Entonces, para demostrar su glotonería sibarita de siempre, engullirá los bienes del Estado en un banquete de mantel largo.
Afanada, buscará enseguida a quienes, sirvientes de librea y bufones a granel con bisagra en la espalda —UDI, Chile (nos) Vamos, RN donde hay escribidores y cagatintas— estén dispuestos a lavarle la imagen de sátrapa, a cambio de los 30 denarios de Judas Iscariote.
Recuperada la “democracia” en 1990, el país avanza a tropezones, con las alas chamuscadas, tuerto, dañado por una pertinaz cojera, impedido de emprender el ansiado vuelo de liberación.
Han transcurrido 27 años de inoperancia, balbuceo y el despertar del Chile profundo, mestizo, donde hay poesía y generosidad en cada piedra de su geografía, ha quedado entrampado, disuelto en el aire. A merced y bajo el control de los de siempre, quienes apoltronados en mullidos sitiales de privilegio, brindan entre risas y zalemas, mientras se jactan: “A nosotros nadie nos toca”.
Y dicen la verdad. Desde ahí observan cómo se desenvuelve la política criolla, de cómo los partidos que se llaman de izquierda, de vanguardia o de barba reciente, no se atreven a enmendar el rumbo.
Se les ve sin el atrevimiento para generar un cambio radical. Incluso, extraviaron el vocabulario, ese que golpeaba y decía la verdad.
Maniatados a la rueda de la historia, protestan sin salir a la calle, lo cual se convierte en fotografía de familia. Incapaces, inmovilizados por orden de la sacristía de la DC, impedidos de mostrar algo más arriba de las rodillas, balbucean como si fuesen guaguas.
Entonces, esta oligarquía depredadora, que representa intereses foráneos, promotora del préstamo, del consumismo y la delincuencia —necesita una sociedad asustada— impone su visión de país.
Al ser la dueña de Chile no puede permitir cambio alguno. Nada que lesione sus sinecuras logradas a través de chanchullos, colusiones y pillerías, hechas con las manos enguantadas.
Va a la iglesia a fingir. Idólatra del dinero, del lucro, de la usura se vanagloria al observar la estupidez de sus adversarios, que no disponen de imaginación, ni de la audacia, para darles un portazo en las narices.
Quedamos a medio camino del regreso a Ítaca, compañeros a la hora del café amargo, y por vergüenza llorisqueamos metidos en el catre, debajo de oscuras sábanas como noche de invierno, debido a la inoperancia. ¡Qué cobardía!