La tormenta de un largo verano caliente ya está sobre Cataluña. Los espesos nubarrones cubren el territorio de punta a cabo. No parecen dejar ni un claro oscuro por donde se cuele alguna esperanza de que no se descargue la furia de la contienda. Los pronósticos son diversos, dudosos, épicos y terribles. La sociedad aparenta calma, pero sabe que algo va ocurrir. Un titular se atreve a decir: “se ha volado el último puente” que podría haber unido el Palau de la Generalitat, en Cataluña, con La Moncloa, en Madrid.
La fuerza y la excepcionalidad
Asoma en el imaginario catalán la fuerza después de cinco años de conflicto político-institucional entre el movimiento independentista y el Estado español, representados en el gobierno de la Generalitat de Cataluña y el presidente del gobierno de España, Mariano Rajoy.
El 1 de Octubre (1-O) es la fecha anunciada por el presidente catalán, Carles Puigdemont para librar la batalla decisiva por la independencia catalana de España mediante un referéndum. Cerca de 5,6 millones podrían votar un sí o un no a la pregunta ¿Quiere que Cataluña sea un estado independiente en forma de república?
Pero será difícil llegar a esa fecha en condiciones de decidir algo “como siempre”, “en normalidad”. Hace mucho tiempo que eso no es así. La palabra “excepcional” del proceso independentista ha sido justificativa de discursos gestos y decisiones política, sin ir más lejos, la actual alianza de gobierno “Juntos por el Sí” entre el liberal-conservador partido demócrata (ex Convergéncia Democrática de Cataluña) y Esquerra Republicana, de acento social-demócrata.
El referéndum unilateral (no acordado) se ha envuelto de dudas, que han contaminado hasta la cúpula independentista (cuatro consejeros del presidente y el secretario de gobierno han sido cesados amablemente). El gobierno de Rajoy rotundo, declara, como siempre, que no se realizará.
El conflicto ha entrado a una fase de no retorno. Unos y otros ya no se escuchan, no están dispuestos a revisar sus estrategias y objetivos de corto plazo, y ni siquiera ya les interesa lo que uno piense del otro. En la segunda quincena de agosto o los primerísimos días de septiembre, cualquier movimiento relámpago podría desencadenar una tormenta de proporciones no imaginadas, o no.
Moncloa y Generalitat: cinco años de espaldas
Las posiciones de los gobiernos han sido invariable desde 2012: mientras el gobierno del partido popular se ha negado a dialogar con el gobierno catalán sobre un referéndum por ser inconstitucional e ilegal, el gobierno de Convergencia Democrática, CDC (hasta el 2015) y de “Juntos por el Sí” (desde enero de 2016) ha verbalizado la idea de diálogo, pero siempre que sea sobre el referéndum.
En estos años, sin diálogo, se ha escenificado una “guerra de posiciones” en que cada uno, desde Madrid y Cataluña, con paciencia, sigilo, astucia y abundante propaganda, verbal y visual, las partes se han propuesto ganar la legitimidad del no y el sí a un referéndum de autodeterminación.
Desde la Moncloa, el gobierno de Mariano Rajoy ha dispuesto de una mayoría absoluta en el Congreso (hasta 2016), el apoyo del tribunal Constitucional, fiscalía y tribunales de justicia y el uso de la policía y desde la Generalitat independentista ha administrado una mayoría absoluta en el Parlamento autonómico y contado con el fiel apoyo de un activo movimiento cívico en todo el territorio catalán.
Un agosto de vigilia
Llegan las vacaciones, pero la Generalitat y la Moncloa ya anunciaron una vigilia permanente, unos ojos abiertos, en alerta, ante cualquier incursión sorpresiva y manos a la obra en preparar iniciativas que intentarán precipitar la contienda hacia la realización o frustración del referéndum del 1-O.
La Generalitat tendrá que convocar el referéndum anunciado, promulgar la ley especial, también anunciada, que acabaría por aclarar la calidad de las garantías democráticas para efectuarlo (censo, administración neutral, nivel de participación y mayorías, campaña, uso de medios de comunicación, lugares de votación) y decidir si promulga la ley de transitoriedad antes o después del 1-O (régimen jurídico que regularía período de secesión, si ganara sí).
El sigilo comienza crear una sensación de que todo esto se hará con movimientos rápidos, dejando al margen a la oposición catalana sin chance a presentar enmiendas ni debatir “como siempre”. Se tratará de “neutralizar” al gobierno de España publicando las nuevas leyes y por lo tanto quedando a firme, antes que sean recurridas ante el Tribunal Constitucional. De este modo se dotaría de legalidad el referéndum unilateral y el período entre la proclamación de independencia (48 horas después del 1-O) hasta el establecimiento de la república catalana.
Un septiembre de confrontación
Algo sucederá. Las fuerzas son muy desiguales. En la Moncloa se percibe un mando único firme, sin fisuras y con apoyo crítico de la mayoría de la oposición, además de los estados europeos. La Generalitat, en cambio, saliendo de una crisis de gobierno, que, finalmente, parece cerrar filas en torno a una resuelta estrategia unilateral (como ha sido la designación de un convencido independentista al mando de la policía catalana) aunque en un marco de desgaste político y signos de desconfianza.
El partido del presidente va postergando las resoluciones claves (compra de urnas, convocatoria y ley de referéndum lo que inevitablemente produce dudas sobre la dirección del proceso. Sin embargo, la esperanza independentista se concentra en el movimiento social que en estos cinco años ha demostrado capacidad organizativa, movilizadora y eficacia.
El enfrentamiento parece inevitable y dependerá del grado de su intensidad y de los costos que deje para aclarar en qué condiciones continuará el próximo capítulo de la contienda: el post 1-O.